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O.D. Munn, Mina Crandon, Malcolm Bird y Harry Houdini. Foto: s/d de autoría, licencia CC.

Mina Crandon, la médium

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En tiempos en que la biografía del presidente de Argentina, Javier Milei, postula que el mandatario se comunica con su perro muerto a través de una psíquica de mascotas, este artículo, publicado en su versión original por The New York Review of Books, apunta a un célebre combate dialéctico ocurrido hace un siglo en Estados Unidos. Pura actualidad: en las tierras que esperan por el resurgir político de Donald Trump, la mitad de la población dice que cree en fantasmas.

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¿Cuál fue la mayor competencia de la historia de Estados Unidos? En boxeo, podríamos señalar la de Muhammad Ali contra Joe Frazier o tal vez la de Jack Dempsey contra Gene Tunney. En ajedrez, sin duda fue el enfrentamiento entre Bobby Fischer y Boris Spassky. En política, tal vez John F. Kennedy contra Richard Nixon o Abraham Lincoln contra Stephen Douglas. Pero en lo que respecta al puro drama humano, se puede argumentar con solidez que todas fueron superadas por la durísima batalla personal e intelectual entre Harry Houdini, el gran desmitificador de médiums autoproclamados, y Mina Crandon, la médium más exitosa del siglo XX. Crandon, que apareció varias veces en la portada de los diarios más importantes de ese país, fue el caso más difícil para Houdini y también su gran némesis. Y, al parecer, sentían una intensa atracción mutua.

El asombroso y brillante relato que ofrece David Jaher sobre la batalla entre el Gran Houdini y la rubia Bruja de Lime Street ilumina un período olvidado de la historia de Estados Unidos. Contra todo pronóstico, también ofrece una gran lección acerca de la formación de las creencias de la gente y los orígenes de la división social —científica, política o de otro tipo—. Jaher contribuye a explicar cómo y por qué la gente con los niveles más altos de educación llega a discrepar en asuntos fundamentales, incluso cuando la evidencia es más que contundente.

En la década del 20, algunos de los más grandes pensadores del mundo estaban convencidos de que era posible hablar con los muertos. Sir Arthur Conan Doyle fue el creador de Sherlock Holmes, el icónico detective que nunca se dejaba engañar por las farsas y el artificio. Doyle, que había perdido un hijo a causa de la epidemia de gripe al final de la Gran Guerra, era además un “espiritista convencido” que pensaba que la muerte era “algo más bien innecesario”. En su popular libro La nueva revelación, de 1918, argumentó enérgicamente a favor del espiritismo. Su dedicatoria rezaba: “Para todos los hombres y las mujeres valientes, humildes o eruditos que tengan el coraje moral de enfrentar el ridículo o los agravios del mundo durante setenta años en pos de dar testimonio de una verdad importantísima”. Entre 1919 y 1930, Doyle escribió otros 12 libros sobre el mismo tema.

Uno de los aliados de Doyle era el eminente físico británico sir Oliver Lodge, quien hizo aportes significativos al estudio de las descargas eléctricas, los rayos X y las señales de radio. Lodge afirmaba que estaba en contacto con Raymond, su hijo muerto, y escribió un libro sobre la comunicación que mantenían y la ciencia que la explicaba. Lodge era presidente de la Sociedad Británica de Investigación Psíquica (dirigida originalmente por Henry Sidgwick, de Cambridge, quizás el filósofo más importante de la época) y buscaba encarar un estudio serio del tema. Charles Richet, un profesor del Collège de France que había ganado el Premio Nobel en fisiología, acuñó el término ectoplasma para nombrar la materia de la cual estaban formadas las apariciones fantasmales. Thomas Edison no era espiritista, pero anunció su intención de trabajar en un mecanismo para comunicarse con la gente que había cruzado al más allá.

¿Y quién era el escéptico más influyente de la época? Harry Houdini. Nacido en Budapest como Erik Weisz, Houdini es conocido hoy en día como un artista del escapismo, pero comenzó su carrera como mago y médium. Para ganarse la vida en tiempos difíciles, trabajó como “el renombrado Clarividente Psicométrico”, que tenía el poder de comunicarse con “el Otro Lado”. A pesar de resultar bastante convincente como vidente, descubrió que tenía un talento único, incluso genial: escapar de situaciones aparentemente sin salida. Escribe Jaher:

Lo encerraron en un pavoroso camión de transporte de prisioneros a Siberia, lo metieron en una lata de leche y lo sepultaron en un bloque de hielo en Países Bajos. Lo esposaron a un molino en movimiento, al chasis de un automóvil, a la boca de un cañón cargado. Lo metieron en una bolsa de correo cerrada con candado, lo ataron a la viga de acero del piso 20 de un rascacielos en construcción, lo sellaron dentro de un sobre gigante, lo encerraron en un cajón de madera, clavaron la tapa y lo lanzaron a la bahía de Nueva York. Él emergió triunfante y con una sonrisa.

El talento de Houdini tenía mucho que ver con sus extraordinarias habilidades físicas. Era extremadamente fuerte y se había entrenado para usar los dedos de los pies del mismo modo en que la mayoría de la gente usa los de las manos. Pero también tenía una capacidad digna de Sherlock Holmes para el trabajo detectivesco. Mientras estaba atrapado, tenía la habilidad de vislumbrar, casi de un vistazo, los múltiples pasos que le permitirían liberarse.

Al tiempo que su fama crecía, Houdini mantenía un interés escéptico pero entusiasta por la comunicación con los espíritus, intensificado por su desconsuelo tras la muerte de su adorada madre (el amor de su vida). Él y Doyle eran buenos amigos y tenían muchas discusiones sobre el tema, en las que Houdini manifestaba su deseo de que su interlocutor lo convenciera de que tenía razón. Pero cada médium que conocía resultaba ser un fraude y Houdini pronto se convirtió en el principal experto mundial en “los trucos de los falsos videntes” al desenmascarar varios de los casos más difíciles. Edison, por ejemplo, creía que un famoso “mentalista” llamado Bert Reese tenía, en efecto, el poder de la clarividencia. Houdini demostró fácilmente que era un farsante.

En la década del 20, al igual que hoy, Scientific American era una publicación muy respetada, dedicada a la divulgación de resultados de investigaciones. En 1922, Doyle desafió a la revista y a su editor en jefe, Orson Munn, a llevar adelante una investigación seria sobre los fenómenos psíquicos. James Malcolm Bird, uno de los editores (y antes profesor de Matemática en la Universidad de Columbia), se interesó en el tema. En noviembre, la revista lanzó un concurso muy publicitado con un premio de 5.000 dólares para aquel que pudiera proveer evidencia “concluyente” de “manifestaciones” de poderes psíquicos como, por ejemplo, hacer volar objetos en una habitación. Sensatamente, la revista anunció que todavía “no era capaz de alcanzar una conclusión definitiva acerca de la validez de las pretensiones psíquicas”.

Se eligió a cinco jurados. El más eminente era William McDougall, jefe del Departamento de Psicología de Harvard y presidente de la Sociedad Estadounidense de Investigación Psíquica (William James había sido su antecesor en ambos cargos). Daniel Frost Comstock, un respetado físico e ingeniero, había dado clases en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (y más tarde fue uno de los que introdujeron el technicolor en el cine). Walter Franklin Prince, doctor de Yale, había explorado un gran número de supuestos sucesos sobrenaturales, para los cuales siempre había logrado ofrecer explicaciones naturales. Hereward Carrington, un prolífico escritor y exmago, se especializaba en desenmascarar farsantes. Para completar el comité, la revista agregó a Houdini, autor de un libro de inminente aparición cuyo tema era la denuncia de los falsos médiums. El concurso capturó la imaginación del público. The New York Times lo llamó “la prueba de fuego del espiritismo”.

Ninguno de los candidatos iniciales pasó la prueba: el comité adivinó sus trucos. Mientras tanto, una mujer llamada Mina Crandon empezaba a ganar atención en Boston. Su marido —rico, apuesto y mucho mayor que ella— era un prominente ginecólogo educado en Harvard, con dos matrimonios anteriores. A principios de la década del 20, el doctor Crandon había asistido a una de las conferencias de sir Oliver Lodge sobre espiritismo y esa noche los dos hablaron largo y tendido. Crandon estaba intrigado: “No podía entenderlo. No cabía en ningún patrón que yo conociera respecto a los científicos”. Se obsesionó. Según un amigo, “se interesó por la investigación psíquica como un judío por el marxismo”.

La esposa de Crandon era ingeniosa, cálida y amante de la diversión. Un amigo, cuya opinión era compartida por muchos, la describió como “una chica muy, muy hermosa” y “probablemente la mujer más encantadora que haya conocido”. En un principio, la señora Crandon menospreciaba el interés de su marido por el espiritismo y bromeaba diciendo que, al ser ginecólogo, “estaba naturalmente interesado en la exploración del inframundo”. Sin embargo, pensaba que “una sesión de espiritismo parecía algo muy divertido”, de modo que decidió, un poco en broma, asistir a una. El médium, un pastor local, afirmó que contactó al espíritu de Walter, el hermano de Mina, quien había muerto en un trágico accidente de ferrocarril a los 28 años. El pastor también le dijo que ella tenía “extraños poderes y pronto todos lo sabrían”.

Poco después, los Crandon fueron anfitriones de una inusual fiesta en su casa de Lime Street. ¿El propósito de la fiesta? Invocar un fantasma. A la señora Crandon le parecía absurdo: “Todos se lo tomaban con tanta solemnidad que no pude evitar reírme”. Pero cuando los participantes se tomaron de las manos en círculo alrededor de la mesa, esta empezó a vibrar hasta desplomarse. Para comprobar cuál de los participantes era el médium, todos salieron por turnos de la habitación. Cuando salió la señora Crandon, las vibraciones se detuvieron; cuando volvió a entrar, sus amigos aplaudieron. Los Crandon continuaron sus experimentos con el mismo grupo y algunas personas más. Todos los presentes fueron testigos de hechos excepcionales, incluyendo sonidos de golpes y movimientos de la mesa. Seis días más tarde, la señora Crandon fue poseída por el espíritu de su hermano Walter, que hablaba con una “voz gutural, que no era la de la mujer”, y que era gracioso y muy vivaz, incluso encantador (y se ganó la simpatía de todos con su chabacanería y sus palabrotas).

A medida que su fama comenzó a crecer en Boston, los miembros de la comunidad de Harvard intentaron desenmascararla. Un conocido del doctor Crandon, un psicólogo de Harvard llamado Roback, sospechaba de una “estafa espiritista”, pero no podía encontrar explicación para lo que observaba. Entonces llamó a McDougall para que lo ayudara a resolver el misterio. Luego de asistir a las sesiones de Mina, ambos psicólogos quedaron anonadados. Por la misma época, otro visitante dijo que había estado “presente en muchas ocasiones en que la voz de Walter se oyó tan clara como la de cualquier persona en el círculo” y también: “me hablaba al oído, susurrándome algún comentario muy personal sobre mí o sobre mi familia”.

***

En diciembre de 1923, Mina Crandon viajó con su esposo a París y Londres para demostrar sus habilidades. Causó sensación. En Londres se presentó ante varios investigadores y aparentemente logró que una mesa se elevara y flotara. Los Crandon se hicieron amigos de Doyle, quien juró sobre “la verdad y el alcance de sus poderes”. Lodge les dijo a algunos colegas que cuando visitaran Estados Unidos tenían que ver dos cosas: las cataratas del Niágara y a la señora Crandon.

Intrigado por la publicidad, Bird, el editor de Scientific American, decidió visitar a los Crandon en Boston. De inmediato lo sorprendieron la aparente sinceridad de ella, su elegancia y su agudo sentido del humor, que describió como “pícaro”. También quedó asombrado por lo que vio en las sesiones, que incluían destellos luminosos, sonidos de golpes, silbidos y ráfagas de aire fresco. Le dijo a Orson Munn que hubo “una guerra entre los Crandon y los científicos de Harvard”. Munn le preguntó quién había ganado. “Ganó la médium”, dijo Bird. Entonces la invitó a participar en el concurso de la revista.

Ella aceptó el reto y se presentó repetidas veces frente a Bird y varios miembros del comité en sesiones en las que movió objetos, produjo ruidos en varios lugares y encarnó a Walter. En la primavera y el verano de 1924, Bird visitó Lime Street unas 60 veces. Estaba convencido de que la señora Crandon era auténtica. Comstock, que asistió a 56 sesiones, no encontró nada sospechoso. McDougall intentó descubrir el fraude durante meses y muchas veces la acusó abiertamente de farsante. Pero le faltaba cualquier evidencia de un truco y “ella respondía con ingenio a su incredulidad”. A Carrington al principio los informes le parecieron inverosímiles, pero después de más de 40 visitas seguía sin poder explicar lo que veía.

Todo indicaba que McDougall, Comstock y Carrington la respaldarían. A pesar de su naturaleza escéptica, Prince también parecía convencido. En el número de Scientific American de julio de 1924, Bird escribió sobre ella llamándola Margery para proteger su identidad. Dijo que “la probabilidad inicial de autenticidad es mucho mayor que en cualquier otro caso previo que haya manejado el Comité”. El artículo de Bird fue muy discutido. Un titular de The New York Times declaró: “Margery pasa todas las pruebas psíquicas”. El Boston Herald proclamó: “Cuatro de los cinco hombres designados para entregar el premio aseguran que es cien por ciento genuina”.

Houdini, que no había tenido la oportunidad de ver a la famosa Margery en acción, estalló al leer todo esto. Viajó de inmediato a Nueva York y le preguntó a Bird si iban a darle el premio. Bird respondió: “Decididamente, sí”. Houdini insistió en que sería injusto premiarla antes de que él tuviera la oportunidad de investigar sus afirmaciones. Bird estuvo de acuerdo, cosa que no le agradó al doctor Crandon. Le escribió a Doyle antes de la reunión diciendo: “Mi mayor amargura es que este judío vulgar tenga derecho a hacerse llamar norteamericano” y describió el futuro encuentro como una “guerra hasta las últimas consecuencias”.

La reacción de la señora Crandon fue mucho más positiva. Houdini era una estrella desde que ella era una niña y estaba orgullosa de recibirlo. Le parecía amable, curioso, honorable e incluso encantador. La noche de su llegada, ella ofreció una de sus actuaciones habituales y, al parecer, impresionó a todo el mundo con una mesa que se volteó de golpe, un timbre dentro de una caja que parecía sonar por voluntad propia, un mueble que se movía y una victrola que bajaba la velocidad y se detenía sola. Cuando Bird llevó a Munn y a Houdini de vuelta a su hotel, Munn le preguntó a Houdini qué pensaba. Este respondió de inmediato: “Un fraude total y absoluto”.

A pesar de esa opinión, él y la señora Crandon quedaron en excelentes términos. Él parecía fascinado por su belleza. Jaher señala una fotografía tomada al día siguiente, que la señora Crandon le había pedido a Houdini que mantuviera en privado. Como observa Jaher, Houdini solía ser formal con las mujeres, pero en esta foto está muy cerca de ella: parecen dos amantes. “Él le toma la mano y le sonríe afectuosamente, y ella vuelve la cara hacia él como esperando un beso”. Ambos mantuvieron una cálida correspondencia como consecuencia de esa visita. “Me alegra poder decir que conozco al ‘Gran Houdini’”, le escribió ella.

Luego de observarla de cerca en varias ocasiones, Houdini empezó a entender y a explicar con exactitud cómo producía algunos de sus efectos más impresionantes. Con evidente admiración, observó que la señora Crandon había pergeñado “la treta más astuta que yo haya detectado y con la que logró convertir a todos los escépticos”. Agregó: “Han sido necesarios mis 30 años de experiencia para detectar sus diversas maniobras”. En noviembre de 1924, escribió un largo panfleto con dibujos detallados de las sesiones en el que especificó exactamente cómo la señora Crandon era capaz de operar en la oscuridad con las piernas, la cabeza, los pies, los brazos y los hombros para producir los diferentes efectos. Por ejemplo, mostró cómo movía la pierna sin que nadie lo notara para tocar la tapa de la caja del timbre (haciéndolo sonar) y cómo era capaz de colocar la cabeza debajo de la mesa para empujarla y voltearla. “Como es inusualmente fuerte y tiene un cuerpo atlético —escribió—, puede presionar las muñecas con tanta firmeza contra los brazos de la silla que logra mover el cuerpo y balancearse a voluntad”. Embarcado en una campaña sin límites en su contra, Houdini insistía en que la señora Crandon era “una mujer artera, astuta” y “con enormes recursos”. En sus propias actuaciones públicas, él lograba replicar varios de sus efectos (aunque no todos).

Los numerosos defensores de la señora Crandon no se dejaban convencer. Veían a Houdini como implacablemente obtuso y lo consideraban un fraude. Doyle lo acusó de prejuicioso y deshonesto; la acusación destruyó su amistad (incluso años después Doyle proclamó que el incidente “nunca dejó en evidencia a Margery, sino que expuso mucho más a Houdini”). El veredicto oficial de Scientific American llegó el 12 de febrero de 1925: Houdini tenía razón. Prince y McDougall llegaron al consenso con estas palabras: “No hemos observado ningún fenómeno del que podamos afirmar que no haya podido producirse por medios normales”. El único disidente, Carrington, afirmó que estaba “convencido de que aquí han ocurrido fenómenos genuinos”.

***

Para Margery, sin embargo, ese no fue el fin. Bird salió rápidamente en su defensa, diciendo que Houdini estaba decidido de antemano y caracterizándolo como un mentiroso y un ignorante (Jaher sugiere que Houdini estaba celoso del éxito espectacular de Margery). Ella siguió ofreciendo sesiones, bromeando con el hecho de que 150 años antes la habrían ejecutado por bruja pero “ahora envían comités de profesores de Harvard para estudiarme. Es un progreso, ¿no?”. Ni siquiera Houdini logró explicar algunas de sus nuevas proezas y admitió: “la dama es sutil”. La revista Life afirmó que Mina Crandon era “casi tan difícil de hundir como la Liga de las Naciones”.

Pero con el paso de los meses y los años, su actuación empezó a parecer cada vez menos creíble. Un nuevo grupo de investigadores de Harvard llevó adelante una investigación de seis meses y encontró evidencia sólida de fraude. En 1930, el siempre leal Bird, que había puesto mucho empeño en desacreditar el estudio de Harvard, confesó que, para engañar a Houdini, Margery le había pedido ayuda para producir algunos de sus efectos. Pese a que seguía creyendo en su autenticidad, Bird reconoció que al verse “en una situación en la que pensaba que tendría que elegir entre el fraude y una sesión en blanco” ella “estaba dispuesta a elegir el fraude”. A modo de evidencia concluyente, los investigadores revelaron uno de sus efectos más extraños, en el que “Walter” hacía aparecer su huella digital sobre un pedazo de cera: la huella resultó ser idéntica a la del dentista de la señora Crandon.

[...] ¿Cómo es que tantas personas creyeron que Margery era genuina? ¿Eran irracionales? No necesariamente. En esa época, muchos pensaban que era posible contactarse con los muertos. Es cierto que muchos otros eran escépticos, pero no era muy probable que una joven ama de casa de Boston, sin entrenamiento ni motivaciones financieras, tuviera el deseo, la habilidad extraordinaria y la fuerza para hacer lo que hizo la señora Crandon: igualar y de algún modo superar al mismo Houdini. Tampoco era fácil encontrar la manera de mover mesas y otros objetos, generar sonidos de golpes, hacer sonar timbres en cajas cerradas y producir una voz que parecía masculina, muy diferente de la propia, con una personalidad completamente distinta. Por más improbable que pareciera el contacto “con el otro lado”, la complejidad, la sofisticación y la evidente verosimilitud de la actuación hacían que el fraude pareciera mucho menos probable.

La historia de Jaher es atrapante e inolvidable, aunque se la puede desestimar fácilmente como una curiosidad histórica de una era en la que los ciudadanos educados de un Estados Unidos apenas reconocible estaban dispuestos a creer en tonterías. Hacerlo sería un gran error. Según una encuesta reciente, 45% de los estadounidenses cree en los fantasmas o piensa que los espíritus de los muertos a veces pueden regresar. En todo el mundo la gente sigue creyendo en la magia, los milagros, los médiums y los espíritus, y muchas de esas personas tienen altos niveles de educación. Mucha gente se burla de la ciencia o al menos desconfía del consenso científico. No creen en los expertos y en su supuesta evidencia. Creen en la gente en la que confían (el fenómeno conductual de la “prueba social”). Piensan lo que quieren pensar (el fenómeno conductual del “razonamiento motivado”). Les gusta ver un poco de magia, o tal vez mucha. Los impulsan sus propias Margerys, que pueden tener un talento extraordinario y las habilidades de los magos, es decir, la capacidad de dirigir la atención de su público exactamente hacia donde quieren (los más eficaces especialistas en marketing tienen el mismo talento y también los mejores políticos).

Veamos el breve relato de uno de los investigadores de Margery, el psicólogo de Princeton Henry McComas, quien le describió a Houdini sus proezas sobrenaturales con gran asombro, insistiendo en que las había visto con sus propios ojos. McComas contó que nunca en la vida olvidaría el desprecio con que Houdini recibió esas palabras. “Dices que lo viste. No viste nada. ¿Qué ves ahora?”. En ese momento, Houdini aplastó una moneda de cincuenta centavos entre las palmas de las manos y la moneda desapareció.

Su gran adversaria nunca confesó. En sus últimos días, un investigador le sugirió a la señora Crandon, débil y viuda desde hacía dos años, que moriría más feliz si finalmente confesara y diera a conocer sus métodos. Para su sorpresa, volvió a sus ojos el antiguo brillo de alegría. Se rio en voz baja y le respondió: “¿Por qué no adivina?”.

Traducción: Virginia Higa.

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