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Eduardo Larbanois, Eduardo Darnauchans, José Alberto Salgueiro, Eduardo Lago, Carlos Benavides, Washington Benavides, José Carlos Seoane y Pablo Benavídez. Foto: gentileza de Pablo Benavídez.

Años que albañilean

13 minutos de lectura
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Eduardo Darnauchans, Héctor Numa Moraes, Carlos Benavides, Eduardo Larbanois: nombres ilustres de nuestra cultura. Este singular cuarteto no sólo comparte un departamento de origen, sino también una escuela que alimentó su sensibilidad y su visión del mundo y que los alentó a perfilar sus muy distintos caminos. En la casa del poeta Washington Bocha Benavides —y siendo casi adolescentes—, los músicos del Grupo de Tacuarembó formarían su carácter como compositores e intérpretes para luego brillar y dejar su estela en el panorama de la canción de autor, el folclore y la música popular uruguaya. Una historia de juntadas eternas en las que todos se escuchaban.

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Teníamos quince años, dieciocho a lo más.
La vida era un juego que había que jugar
con muchas mentiras, alguna verdad
y un cuervo que grita nunca, nunca más.

“En Tacuarembó si te parece”, Víctor Cunha y Eduardo Darnauchans

Las paredes eran libros, discos y revistas de arte. La máquina de escribir, herramienta de la fuerza creativa de Benavides, no se enaltecía y descansaba sobre un taburete. Era un espacio reducido, de cerca de dos metros y medio por dos metros y medio, y se completaba con algunos banquitos para los invitados. Cuando llegaba alguno de estos jóvenes llenos de preguntas, se encontraba con el visitante anterior mirando un ejemplar de la colección de revistas de arte Pinacoteca de los genios; eran ediciones de gran tamaño, con amplias reproducciones. Benavides les enseñaba las obras y las comparaba con otras. Mientras la música sonaba de fondo en un humilde pasadiscos, la revista de arte se cambiaba por un libro de poesía, y en caso de que se arrimaran guitarras a la rueda se tenían que mudar al living, porque el espacio les quedaba chico. Así era una jornada habitual en lo del Bocha.

Si antes había habido un conjunto de artistas y docentes que dejaron una marca a través de su paso por el liceo de la ciudad de Tacuarembó —el pintor Anhelo Hernández, el arquitecto Walter Domingo, el músico y compositor José Tomás Mujica, el director teatral Julio Castro Álvarez—, hubo también un alumno que se nutrió de su conocimiento y se vinculó con ellos de forma cercana: Washington Benavides, quien con los años se transformaría en uno de los nombres mayores de nuestra poesía.

Como a él le gustaba decir, estos profesores foráneos le “pasaron la posta”, el testigo, para que luego se transformara en el docente recordado que fue tanto en liceos como en la universidad, ese que mezclaba los Rolling Stones con Miguel de Cervantes. Pero la vocación por compartir sus saberes no se agotaba en el aula. Ya cerca de la treintena, su casa en Tacuarembó se volvió un centro de peregrinación para adolescentes y jóvenes con inquietudes por el arte, lo que luego el periodista Carlos Martins bautizaría Grupo de Tacuarembó.1 Hubo pintores como Gustavo Alamón, fotógrafos como Leo Librán, escritores como Eduardo Milán, Víctor Cunha o Tomás de Mattos. Los músicos son quizá, en la actualidad, los artistas por los que el conjunto es más recordado.

En una entrevista inédita de 19902 cedida por sus autores para esta nota, Darnauchans habla de la importancia que tuvo la música para Benavides, que en ese entonces aún vivía: “El Bocha no tocaba la viola, a pesar de que su padre era un virtuoso; consultado por [Lauro] Ayestarán —porque también recopilaba cosas—, porque era zurdo y nunca le cambió el encordado para no mancillar de alguna manera el instrumento. Tal vez si él lee esto se ofenda, pero hay que verlo en la época. Es el amor y la fidelidad de un hombre hacia un instrumento”. Como se quedó sin tocar la guitarra, Benavides comenzó a cantar en coros. “Tiene un oído musical de una gran avidez. Él tuvo la suerte de estudiar música (no solfeo y teoría) con el gran maestro vasco don Tomás Mujica, músico y compositor”, destaca.

Así como el Bocha aportó sus conocimientos musicales al grupo, la música también le devolvería mucho. Como apunta Heber Raviolo en el semanario Marcha en 1974,3 la obra de Benavides se popularizó y trascendió un “estrecho círculo de lectores” gracias a las canciones en las que algunos artistas cercanos incorporaron sus textos. Hay muchos ejemplos, desde “Como un jazmín del país”, con música de Carlos Benavides y versionada también por Alfredo Zitarrosa, hasta “El instrumento”, canción insignia de Eduardo Darnauchans.

Pero a fines de los sesenta, en aquellos años de juntadas en su casa, no todo se trataba de composición, interpretación y canto. Estos adolescentes también aprendieron sobre la libertad artística, el compañerismo, el respeto a los colegas. A insistir en lo suyo sin temor a equivocarse, a absorber todo tipo de influencias sin dejar de ser ellos.

Porque afuera está la vida

Hoy, Eduardo Larbanois cree que es difícil que se hubiera dedicado a la música de no haber compartido sus tardes con el Bocha y “la barra de Tacuarembó”. Tras la separación de Los Eduardos, que integraba junto con Eduardo Lago —quien también se dejaba caer por lo de Benavides de vez en cuando—, el guitarrista, compositor y cantante se convertirá en un referente del canto popular uruguayo y un emblema de la lucha por la democracia en años dictatoriales mediante el dúo que integrará con Mario Carrero.

Larbanois recuerda que muchas de las primeras canciones que trabajaron en lo de Benavides ya estaban prácticamente hechas cuando llegaban. Ellos añadían alguna guitarra y hacían mínimos cambios, pero él los registraba como coautores: “Es un acto de generosidad que no tiene nadie. No conocí a alguien que regalara la composición de una canción nada más que para estimular al otro a armar su camino”. A medida que Larbanois maduraba, cada vez “metía más la cuchara”. Y, conociendo de a poco la guitarra, se animó a aportar algunos arreglos o sugerir un cambio de melodía. “Después empezamos a tener más oficio y éramos tan caretas que hasta le poníamos música a la guía telefónica”, dice.

Como muchos, se aparecía por la casa después del mediodía. Benavides tenía una discoteca muy variada, con folclore, música de la Edad Media, brasileña contemporánea, inglesa, francesa y norteamericana de todas las épocas. Larbanois evoca que, cuando el día no estaba para componer, llegaba y el Bocha estaba escuchando un disco de Mozart, para luego invitarlo a escuchar el último de Yamandú Palacios con Ignacio Suárez, de Mercedes Sosa o de Chico Buarque. Otras veces, su guía ya tenía algún texto preparado o alguna idea y trabajaban hasta que se tenía que ir de nuevo a dar clases al liceo, a las cinco, para volver de noche.

Con semejante itinerario, uno se pregunta cuánto tiempo le quedaba al Bocha para trabajar en sus poemas. Pero Pablo Benavídez (así se escribe su apellido en actas) recuerda que de alguna forma encontraba el momento. “Mi padre escribía siempre. Decía: ‘No podés dejar un solo día sin estar haciendo lo que hacés. Es la constancia. Es la prueba y el error’”, explica. Y apunta que fue un ejemplo que tomó en su propia carrera como pintor y que caló hondo en algunos de los concurrentes a su casa.

Aunque en esa época era un niño o un preadolescente, a Pablo Benavídez le quedaron marcados ciertos momentos. Para él, aquellos jóvenes artistas eran como sus hermanos, y le generaban una mezcla de cariño y admiración. Recuerda los nervios que pasaban con su padre viendo conciertos de Darnauchans o del dúo Los Eduardos, temiendo que se olvidaran de la letra o fallara la amplificación. Recuerda su casa como un lugar de puertas abiertas por donde circulaban invitados a cualquier hora, y más los fines de semana. Recuerda levantarse y encontrarse a Víctor Cunha comiendo el famoso arroz con leche que hacía su madre.

Empanadas de pescado, liebres al escabeche, ambrosía, torta “del alba” (bautizada así por Darnauchans), la comida que preparaba Nené, la esposa del Bocha, quedó en la memoria y los paladares de todos los que asistían a esa casa. “Había un montón que, más allá de los intereses artísticos, caían a morfar descaradamente”, dice Pablo entre risas. De todas maneras, algunos colaboraban llevando alimentos para compartir y así se armaban las comidas. “Nosotros vivíamos de las horas docentes de mi padre, mi madre era ama de casa, trabajaba a destajo pero en la casa, y no había ninguna otra entrada de dinero, por lo que [ese aporte colectivo] era necesario”, recuerda.

Washington Benavides predicaba con el ejemplo. Sus principales valores figuraban en sus poemas y los ponía en práctica a diario. Víctor Cunha —quien no se limita a un solo campo y además de ser un poeta que boga por el verso libre es realizador audiovisual, fotógrafo, diseñador gráfico, periodista, profesor y gestor cultural— lo explica de esta manera: “No estaba leyendo proclamas y diciendo ‘tenemos que ser solidarios’, él era solidario. Era tan solidario que gastaba su buen tiempo, que podría haberlo gastado mejor, en atendernos a nosotros, que éramos unos pelandrunes adolescentes llenos de hormonas”.

Nosotros vinimos cantando los días

Desde lejos no llama la atención: una casa blanca con ventanas enrejadas. De cerca se observa el deterioro: las paredes, con azulejos negros debajo, están grafiteadas y resquebrajadas. En algunas partes falta la pintura. Del techo cuelga un antiguo farol de hierro comido por el óxido. La puerta tiene vidrios esmerilados, por lo que es imposible mirar hacia adentro o registrar algún movimiento. Nadie responde cuando se llama. Los vecinos confirman que está vacía desde hace un tiempo. Hoy es una casa abandonada más, pero allí se cocinaron canciones y carreras que cambiarían la historia de la música uruguaya.

A la hora de crear probaban todo. En el Grupo de Tacuarembó redescubrieron lo que hacían los surrealistas 50 años antes y construían cadáveres exquisitos, textos a los que iban agregando frases de a uno sin conocer lo escrito por el resto. Muchos de ellos están documentados en el libro Zurcidor —sobre el disco homónimo de Darnauchans, de 1981—, del pintor tacuaremboense Fidel Sclavo, visitante circunstancial de la casa del Bocha.4 También, para crear canciones, hacían monstruos, modelos a los que agregaban cualquier palabra que sonara bien para marcar la parte rítmica y los acentos, que luego rellenaban con las que tuvieran significado.

Pablo Benavídez se sentía como un moscón observando todo: “Captaba algunas cosas y en otras me sacaban rajando, porque era un gurí, ellos estaban trabajando en serio y yo molestaba”. Recuerda que podía llegar alguien a la casa con una idea de determinada melodía, como Larbanois o Carlos Benavides. Esa idea era un embrión. Se le empezaba a poner una letra, iba y venía, se pulía, y de golpe estaba la canción hecha. O a la inversa: su padre tenía un texto, tomado de algún libro o recién creado por él, y comenzaban a probar la música. A veces uno la abandonaba y la retomaba otro. Pablo, que se considera alguien sin oído musical, no podía creer el resultado cuando tocaban; sentía que estaban haciendo magia.

Los escritos del Bocha eran codiciados entre los asistentes a las veladas. Larbanois recuerda que se peleaban por quién iba más temprano, porque el que aparecía primero por su casa recibía el texto nuevo: “Cuando llegaba, de repente, ya estaba el Darno y me miraba sonriéndose para un costado, como diciendo ‘te gané, esto es mío’”.

Pero también había espíritu de equipo. Los temas se repartían y los músicos elegían qué canción hacer a partir de su sensibilidad, de cuán auténticos se sentían interpretándola. En algunos casos había varios que hacían distintas versiones de una misma composición. Larbanois recuerda que hubo temas que él hizo con Benavides que fueron grabados por Darnauchans. También se cedían canciones teniendo en cuenta las virtudes de cada uno: “A veces una te conmovía más que otra, pero veías que el otro tenía mucha más ventaja para hacerla, que le iba a dar otro vuelo”. Cunha coincide en que la unidad era importante más allá de los egos: “Éramos lobos de la misma camada. Eso se entendía”.

Eduardo Darnauchans junto a Carlos Benavides, Washington Benavides y Los Eduardos en el Club Nacional de Tacuarembó, año 1972. Foto: gentileza del programa Historia de la música popular uruguaya.

Con su lenta disciplina

Faro: torre alta en las costas, con luz en su parte superior, para que durante la noche sirva de señal a los navegantes. Así lo define la Real Academia Española, así definen muchos integrantes del grupo a Benavides. Tiene sentido, era una guía y alguien que arrojaba luz sobre elementos opacos para que el resto los viera con claridad. No era la única palabra con la que lo calificaban. También era un trasfoguero, un leño que no dejaba de arder, o un catalizador, alguien que estimulaba la formación de procesos.

Otros se extendieron un poco más. “Era un integrador de cosas”, dice Carlos da Silveira, otro autoinvitado a su casa, destacado guitarrista y arreglador, creador de bandas sonoras, miembro de la mítica formación Los que Iban Cantando y acompañante de Darnauchans en buena parte de su carrera. Y desarrolla: para Benavides no había fronteras entre lo culto y lo popular.

“Es un formador de gente”, lo define Darnauchans en su entrevista. “Alguien que nunca te va a decir ‘este adjetivo no va’. Te dirá: ‘Yo creo que por la mitad —con ese adjetivo del que vos tenías ya dudas— está un poco expresionista de más’”. En ese sentido, agrega: “Es difícil explicar cómo una persona, sin verticalismo y sin paternalismo, te sugiere, te enseña —por supuesto, lo que es verdad para él, su gusto personal—, pero se interesa por ti de esa manera”.

Hoy Larbanois agradece que el Bocha no le marcara explícitamente lo que tenía que hacer. “Eso es muy importante, porque es un estímulo para crear, para que vos seas vos. De hecho, todos los músicos que salieron de allá son diferentes”. Así, el folclore de Carlos Benavides es muy distinto de lo que hacen Larbanois y Carrero, mientras que la música más conocida del dúo tiene poco que ver con la línea trovadoresca de Darnauchans.

Benavides ejemplificaba esa idea de apertura repitiendo una frase que empleó el líder político comunista Mao Zedong basada en un antiguo poema chino: “Que 100 flores florezcan”. Así lo explica Cunha: “Para él había que alentar incluso las cosas que no le gustaban. No vivía el arte como algo selectivo, donde sólo una cosa debía ser buena, la que uno hacía. Al contrario”.

El Bocha no sólo integraba lo culto con lo popular, también las distintas ramas del arte. Cuenta Darnauchans que en su casa no se separaba la Pinacoteca de los genios de los discos de los Beatles, así como la literatura de la época no se separaba de William Shakespeare, ni Dylan Thomas de Bob Dylan. “Eso es muy importante en la formación, porque un músico suele tener una formación específica y prescindir del resto de las cosas”. Según cuenta Darnauchans, lo que se aprende de Historia del Arte en la Facultad de Humanidades se basa en lo visual. “Entonces, uno sabe lo que es el barroco en la escultura, en la pintura, pero no sabe en qué se une eso a Mozart, a la música barroca. Esas vueltas que da un cierto friso del siglo XVIII no se unen con las variaciones, tantas vueltitas que hace Mozart para desarrollar un tema, por ejemplo, que puede ser de diez o doce notas. Esas cosas nosotros las aprendimos cuando éramos adolescentes”.

“Yo siempre digo que el Grupo de Tacuarembó es un famosísimo e inexistente grupo”, afirma Cunha. Él no comulga con el uso de la palabra grupo, ya que cree que implica cierta solemnidad, mientras ellos sólo hacían lo que sabían hacer: “Así parece que alguien decide juntarse, genera un manifiesto que dice que somos tal cosa, se siente reconocido. Esto era lo que nosotros teníamos para hacer para vivir, no había opciones. Era lo que salía”.

Da Silveira aporta su visión sobre la ausencia de protocolos en el grupo: “Era una sobremesa. Llegábamos a lo del Bocha, chusmeábamos, hablábamos mal de la vida ajena, nos reíamos un poco del provincianismo tacuaremboense, escuchábamos música. El Bocha agarraba un poema y lo leía. Eran reuniones de amigos. El Bocha era un mentor mágico, pero era tan gurí como nosotros, tan poco formal como nosotros”.

Para Pablo Benavídez está claro que el grupo existió, aunque no era una academia o un club. Larbanois coincide con que no conformaban una institución, e incluso recuerda que Darnauchans también se refirió en su momento a esa inexistencia, pero lo atribuye a su habilidad para generar polémica: “Lo que hubo fue un montón de muchachos que se juntaban, y si a eso no lo llamás grupo, no sé a qué le llamás”.

Eduardo Darnauchans y Washington Benavides, década del 70. Foto: gentileza del programa Historia de la música popular uruguaya.

Hasta el final y aún seguir

Carlos da Silveira estaba sentado en un banco bajo el sol del mediodía en el patio del colegio San Javier. Tenía 12 años e improvisaba con la guitarra lo poco que había aprendido hasta el momento aprovechando la hora y media que los pupilos tenían de recreo. En un momento se le acerca otro chico, atraído por el sonido del instrumento, y le comenta que él también está estudiando guitarra. Hablan de sus profesores y de acordes e intercambian su escaso conocimiento. Ese niño ya casi adolescente era Eduardo Darnauchans.

El Darno era un baladista sofisticado, que no le huía a la tristeza y que indagaba hasta el fondo en la condición humana. Un artista que fue ganando confianza como poeta hasta convertirse en un referente por sus letras, que construía un personaje magnético sobre el escenario y no se cansaba de perseguir la belleza. Su sonido, como buen aprendiz del Bocha, era ecléctico: iba del folk a la música celta, de lo medieval al rock. Hoy su legado está en muchos y no está en nadie. Son unos cuantos los que reclaman su corona, aunque los retazos del Darno parecen haberse repartido un poco en cada uno.

Desde hace algunos años su nombre parece haber cobrado fuerza. Sólo en 2023 se editó por primera vez su concierto de 1992 en el Teatro Solís bajo el nombre Canciones de amor. También se publicaron cancioneros de guitarra con sus temas, discos de versiones, libros de entrevistas, se exhibieron documentales, se hicieron conciertos en homenaje, como Darno 70, en el que músicos de todas las edades lo interpretaron en un festejo por los 70 años de su nacimiento.

Aunque lo conoció siendo un niño, Da Silveira comenzó a juntarse a hacer música con él años más adelante, y en el Festival de Canto Joven de Tacuarembó de 1971, que Darnauchans había ganado el año anterior, a sus 17, lo acompañó por primera vez en la guitarra. Cuando se fueron a Montevideo no se despegaban y terminaban las noches juntos tomando un café con Enrique Rey, de Totem, en el Sorocabana o comiendo polenta en la casa del periodista Carlos Martins, en el barrio La Teja.

Fue alguien con quien atravesó importantes momentos de su vida desde muy joven. “Era un genial amigo, divertido como pocos, con un sentido del humor finísimo, con una cultura vastísima, una percepción de la realidad filosófica muy profunda y, al mismo tiempo, un caos afectivo”, dice. Desde el hoy lo admira como músico autodidacta y de gran fineza melódica. “En muchos de sus temas son sorprendentes las soluciones armónicas que lograba, los riesgos armónicos que tomaba, ignorando todo de teoría musical. Tenía una formación de teoría musical muy vaga. Juntaba cosas que conocía y hacía esas canciones que son joyas”, agrega.

Larbanois lo conoce desde niño y en ese entonces sentía cierta distancia con él por sus diferencias económicas: Darnauchans era el único de la zona que tenía pelota de fútbol de cuero. “Cuando éramos contrarios le dábamos la tal lata”, recuerda. Pero a partir de los encuentros en lo del Bocha se hicieron amigos, compartieron mucho y hoy lo considera un referente. “Era un melodista fuera de serie. A veces a uno le parecen demasiado las comparaciones, pero para mí era un melodista a la altura de Paul McCartney. Paul era inglés y de los Beatles, tuvo una proyección mundial. Si [Darnauchans] hubiera tenido la parafernalia que tuvieron ellos, no tengo duda de que hubiera sido un trovador muy reconocido”.

Víctor Cunha afirma que hoy sigue discutiendo con Darnauchans: “Sé que determinadas cosas que hago a él no le harían gracia y siento la presencia de su opinión contraria”. Recuerda el enojo que sintió hacia él con su muerte, por la dejadez que lo llevó a ese fin a sus 53 años: “Escuchaba anoche el concierto de él en el 92. Tenía 39 años. Era maravilloso cómo cantaba en ese momento, y pensar después cómo se fue al carajo, cómo se dejó venir, cómo lo venció el alcohol, cómo lo vencieron las circunstancias, la problemática personal, la madre, el padre, los abuelos. Todo muy pesado”.

Ahora Cunha, coautor de varias letras de sus canciones, se encuentra organizando el Archivo Darnauchans, que preserva fotografías y documentos. “Era un fuera de serie. Nació en el lugar equivocado, si eso que se dice de nacer en otro lado fuera posible. Tendría que haberse ido a otro lado. En otro lado hubiese sido portentoso”.


  1. Web de la serie Historia de la música popular uruguaya

  2. Hecha por Ney Peraza y Jorge Schellemberg. 

  3. “Una ‘central poética’ en Tacuarembó”, Marcha, 8-11-1974. 

  4. Fidel Sclavo, Zurcidor. Estuario, 2021. 

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