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Marcha para conmemorar el 45º aniversario de la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 2019, en Lisboa.

Foto: Patricia de Melo Moreira / AFP

El país de los claveles

7 minutos de lectura
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La familiaridad de la lengua puede esconder el prejuicio y también la diferencia. ¿Qué pasa cuando se llega a Portugal con los estereotipos nacidos en Brasil? ¿Y qué ocurre cuando se toma noticia de un golpe de Estado que no fue para instalar una dictadura sino para derrocarla? Finalista del premio García Márquez de periodismo por su historia sobre el sonidista portugués Vasco Pimentel, la autora de esta nota narra para Lento, en una acuarela impresionista, el impacto positivo de la belleza.

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La madrugada gris de primavera en la que llegué a vivir a Lisboa encajaba con las historias que había escuchado en Brasil sobre Portugal: un lugar bonito, pero sin alma.

Las calles vacías, el frío, la llovizna tenue que caía sin cesar... todo parecía retratar esa ciudad triste de la que me habían hablado al otro lado del Atlántico. Una ciudad habitada por mujeres austeras vestidas de negro, con un velo sobre la cabeza como si acabaran de salir de misa. Ese lugar poblado por personas extremadamente conservadoras, devotas de la Virgen de Fátima, donde la religión iba de la mano de los ecos del Estado Novo, ese régimen fascista que dominó el país de 1926 a 1974. Jóvenes o viejos, no importaba, de acuerdo con la descripción que traía en las maletas, todos eran así.

Yo sabía que esa impresión no era racional. Un país que ya había iniciado su camino democrático no se quedaría anclado en el pasado, sujeto a las formas y costumbres impuestas durante la dictadura de Antônio Salazar. Un país que solo había estado cerrado al mundo por obligación no seguiría de la misma manera. Mucho menos cuando había existido una revolución para acabar con todo aquello. Portugal era parte de la Unión Europea. Era cuna de grandes neurólogos y sagaces marineros, de poetas atrevidos y futbolistas geniales. Pero, a pesar de esto, los primeros días me sorprendía con el pensamiento de estar esperando ver salir de alguna iglesia a una procesión de matronas de luto con rosarios en la mano.

En Brasil escuché historias de personas que habían vivido en Lisboa décadas atrás, en las que relataban esas impresiones de bastión católico y lúgubre. No ayudaba que el fin de semana que yo misma había pasado en Lisboa, una década atrás, me había limitado a recorrer el Chiado y el Bairro Alto, zonas hermosas pero decadentes, con fachadas en las que la pintura se descascaraba y donde la madera de las puertas y ventanas lucía ajada. Barrios con iglesias cada pocas cuadras.

Como esa visita había sido breve, y me había concentrado más en conocer museos y lugares históricos, no recordaba cómo eran los rostros de los portugueses. En mi memoria solo había quedado la comida deliciosa de aquellos días de final de verano y la sensación de que, en la calle, la gente no caminaba tan apurada como en otras ciudades de Europa.

Esta vez llegué a Lisboa los primeros días de abril. Así que unas semanas más tarde, el 25, vi a las personas pasar llevando claveles rojos. Iban a la manifestación frente al Quartel do Carmo, donde el heredero de Salazar, Marcello Caetano, se refugió aquel día. La calle donde la gente se congregó junto con los capitanes que se estaban levantando contra la dictadura. El sitio donde los militares dispararon una ráfaga y consiguieron la rendición del primer ministro.

Manifestantes intentan atrapar claveles rojos, símbolo de la revolución, arrojados desde las ventanas de los edificios, el 1º de mayo de 2016.

Foto: Patricia de Melo Moreira / AFP

Para ese entonces ya tenía confianza con las señoras que trabajaban en la portería del apartahotel en el que nos habíamos instalado provisoriamente, en el Chiado, y ellas me contaron cómo habían vivido aquel día que transformó sus vidas. En 1974 eran jóvenes, recién casadas. Una de ellas recordaba que su esposo, taxista, había llegado a la casa para llevarla al centro y celebrar. La otra me cantó “Grândola, Vila Morena”, la canción de José Afonso que aquel 25 de abril de hace 50 años había sido la señal con la que los militares anunciaron por la radio que comenzaba la revolución.

Grândola, Villa Morena
tierra de fraternidad
el pueblo es quien más ordena.
En cada esquina un amigo,
en cada rosto igualdad.

La primera me contó la historia de los claveles rojos, el símbolo que aquel día parecía omnipresente. Una mesera llamada Celeste Caeiro, que trabajaba en un restaurante, iba caminando por la calle porque su lugar de trabajo estaba cerrado por la revolución. Cuentan que un soldado le pidió un cigarrillo, pero ella solo tenía las flores. Entonces decidió repartir los claveles, que ellos colocaron en el cañón de sus fusiles. Las floristas de un barrio cercano, la Baixa, siguieron el ejemplo y repartieron claveles entre los soldados y los ciudadanos.

Las señoras que trabajaban en la portería eran austeras, no llevaban maquillaje y usaban las faldas bastante por debajo de la rodilla. Nacieron y fueron criadas durante la dictadura, eran muy católicas (otro día me contaron su emoción por la inminente visita del papa Benedicto XVI), pero no vestían de negro.

Cuando me adapté al nuevo horario, y dejó de llover, comencé a caminar por las calles de Lisboa admirando a la gente que andaba de aquí para allá por la Avenida da Liberdade. Mujeres perfectamente peinadas. Bocas rojas. Pantalones largos o cortos. Faldas ídem. Abrigos con estilo. Muchas portuguesas parecían haberse bajado de la pasarela de un desfile de modas. Viendo a tantas mujeres hermosas me preguntaba la cara que pondrían aquellos que en Brasil perpetuaban la mentira local de que las portuguesas eran feas y llevaban bigote.

Un día, llegando a la Baixa, vi a lo lejos a un grupo de mujeres de vestimentas oscuras y con velos cubriéndoles el cabello. Estaban junto a una iglesia. Pensé entonces que aquel era el rezago de los viejos tiempos, la imagen que se llevaban los brasileños que no querían desprenderse del prejuicio. Pero era un grupo de gitanas: el vestuario era parte de su cultura, no un homenaje velado a Antônio Salazar.

***

Durante el siglo XX, Portugal conoció tres tipos de gobierno. Habían comenzado el siglo siendo una monarquía constitucional. En octubre de 1910, la república fue proclamada. Poco después, el nuevo gobierno participó en la Grande Guerra, que es como allá se llama a la Primera Guerra Mundial. El resultado, además de los soldados muertos y los mutilados que volvían a casa, fue una crisis económica que debilitó a esa república que aún daba sus primeros pasos.

Aquella posguerra difícil abonó, en todo Europa, el surgimiento de ideas autoritarias. De pronto Italia se entregaba en brazos del fascismo, con Benito Mussolini a la cabeza. Francisco Franco tomó las riendas en España. La historia de Alemania ha sido contada miles de veces. En Portugal, hubo un golpe de Estado contra la república en 1926. Esa dictadura inicial duró hasta 1933, cuando entró en vigor una nueva Constitución. En ese momento ya había aparecido en escena Antônio Salazar.

Marcha para conmemorar el 49º aniversario de la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 2023, en Oporto.

Foto: Rita Franca, NurPhoto, AFP

En 1932 se había convertido en primer ministro. Al año siguiente, la nueva Constitución le dio amplios poderes y él los aprovechó para restringir los derechos individuales y la libertad de expresión. Ese fue el inicio del Estado Novo.

Su manual era fascista: los partidos opositores no tenían derecho a existir. La figura del líder nacional era exaltada, se pregonaba el nacionalismo y el antiliberalismo. La propaganda política oficialista estaba por doquier, igual que la censura a cualquier crítica. Una anécdota que nunca olvidaré estaba protagonizada por el poeta Fernando Pessoa, quien cuando ejercía de publicista hizo un eslogan para la Coca-Cola que decía “primero se extraña y luego, se entraña”. El burócrata de turno entendió que hacía referencia a una adicción y, cuenta la leyenda, mandó a vaciar todas las botellas de la gaseosa en el río Tajo. La Coca-Cola solo volvió a Portugal después de la Revolución de los Claveles.

Los portugueses mantenían colonias en las costas africanas desde hacía siglos. Y esas regiones eran explotadas para sostener la economía de la metrópoli. Cuando comenzó el proceso de descolonización, luego de la Segunda Guerra Mundial, Salazar no lo dejó prosperar en los territorios que ocupaba. La lucha de los anticolonialistas enfrentó la represión gubernamental. Entonces optaron por la formación de grupos armados para derrotar al colonialismo combatiéndolo con violencia.

Salazar gobernó hasta 1968, cuando sufrió un accidente cerebrovascular y fue apartado del poder. Murió en 1970, pero el salazarismo sobrevivió su ausencia en el mando durante seis años, liderado por Marcello Caetano.

Tras la Revolución de los Claveles, las tropas portuguesas dejaron Angola, Guinea-Bisáu y Mozambique, donde habían sido enviadas para combatir a las guerrillas que buscaban la independencia de esos territorios. Muchos dicen que aquellos movimientos de liberación influyeron de forma decisiva en los “capitanes de abril”. La independencia terminó por ser negociada. Y comenzó el “retorno” de las familias portuguesas que habían habitado esas colonias por generaciones: niños y padres que habían nacido en África y no conocían el Portugal del que habían salido sus abuelos, se encontraban de pronto ahí, casi sin nada, volviendo a empezar, lejos de la tierra que consideraban su patria.

***

La propia historia de la Revolución de los Claveles, cuando se conocen sus detalles, ya muestra que los portugueses eran cualquier cosa menos lúgubres y aburridos. Aunque todos recuerdan “Grândola, Vila Morena”, hubo otra canción que marcó el inicio del movimiento de los militares que iban a derrocar la dictadura. La noche del 24 de abril de 1974, el Puesto de Comando del Movimiento de las Fuerzas Armadas, grupo que lideró la revolución, se reunió. Y las radios de Emissores Associados de Lisboa pusieron la canción “E depois do adeus”, de Paulo de Carvalho. Así como al día siguiente “Grândola, Vila Morena” sería la señal para el inicio del alzamiento, la canción de amor de De Carvalho comunicaba que el proceso revolucionario había comenzado.

Quería saber quién soy
Lo que hago aquí
Quién me abandonó
¿A quién olvidé?
Pregunté por mí
Quería saber de nosotros
Pero el mar
No me trajo
Tu voz.

El 25 de abril hubo revolución, los fusiles en lugar de llevar bayonetas fueron adornados con claveles, Marcello Caetano fue obligado a renunciar y lo embarcaron para la isla de Madeira.

Al día siguiente, los presos políticos fueron liberados. Un año después, se realizaron las primeras elecciones directas desde la llegada de Salazar al poder. Ganó el Partido Socialista. Pasó un año más y en 1976 Portugal estrenó una nueva Constitución que garantizaba los derechos a la salud, educación y vivienda.

Marcha para conmemorar el 45º aniversario de la Revolución de los Claveles, el 25 de abril de 2019, en Lisboa.

Foto: Patricia de Melo Moreira / AFP

Con el tiempo, los portugueses filmaron películas de ficción1 y documentales, escribieron libros de historia sobre la hazaña y novelas sobre los personajes principales y secundarios de ese momento. Y siguieron haciendo canciones.

En los años que viví en Portugal descubrí a un pueblo divertido y gracioso. Con un sentido del humor bastante literal y un repertorio delicioso de comida en cada región. Aprendí que aquellas historias sobre el fado como una música llorona y triste eran otro prejuicio: escuché muchísimos fados animados, coquetos, divertidos, enamorados. Leí la crónica que Gabriel García Márquez escribió sobre los portugueses después de la revolución2 y me reí al notar que habían conservado en todo ese tiempo esa forma alocada de manejar que describe el escritor colombiano. Solo que ahora no se cruzaban los semáforos en rojo.

Una ciudad bulliciosa, con accidentes de tránsito espectaculares, no solo porque los portugueses conducen de una manera intrépida, sino porque se sienten tan contentos y tan libres que no respetan los semáforos.

Leí bastantes libros —incluso uno escrito por un sacerdote católico—3 que argumentaban el supuesto milagro de Fátima como un complot organizado para debilitar a la nueva república entre los creyentes y afianzar el golpe de Estado. Y que luego Salazar aprovecharía el asunto de Fátima como un instrumento para incentivar el nacionalismo, el catolicismo y ejercer control social. Salí convencida de que las portuguesas y los portugueses son gente muy guapa, con un gran sentido del estilo. Y vi muchísimas botellas de Coca-Cola por todas partes.


  1. En Uruguay fue especialmente difundida Capitanes de abril (Maria de Medeiros, 2000) y la que es, en cierto modo, la contracara de su optimismo: Caballo dinero (Pedro Costa, 2014). 

  2. “Portugal, territorio libre de Europa”, en Gabriel García Márquez, Por la libre (1974-1995), Sudamericana, 1999. 

  3. Mário de Oliveira, Fátima nunca más, Campo das letras, 2000. 

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