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Ilustración: Carla Torres / Macabra

Traductora en alguna parte

4 minutos de lectura
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Los libros no viajan solos entre lenguas. La novela Auē, de la neozelandesa Becky Manawatu, existe en castellano gracias al trabajo de varias personas. Alguien que la escribe, alguien que la mueve en el mercado internacional, alguien que la pesca de casualidad en un mar de libros y se aboca a materializarla en una lengua extranjera, alguien que la traduce, alguien que la edita, alguien que la diseña, alguien que la imprime, alguien que la distribuye, alguien que la vende... Y la lista sigue.

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Editar

Las dos personas que probablemente tengan más intimidad con una obra son la que escribe y la que traduce. Experiencias inmersivas, iluminadoras, hasta sufridas por momentos, como cualquier convivencia. Pero en estas tareas hay signos diferentes. Por un lado, es cierto que la escritura cuenta con un bagaje anterior, una biblioteca previa de lecturas y referencias, pero lo suyo es el gesto inaugural, autoral, neto, sin discusiones. La traducción, tarea denostada si las hay, viene, sin embargo, después de un original: está inmersa en el terreno de la reescritura, del retextualizar; es un trabajo de desplazamiento, de cruce. Pero, por más sorprendente que parezca, traducir no está exento de autoría, tanto que en Uruguay la ley reconoce como titulares de derechos de autor a los traductores.

Así, los viajes de los libros tienen que ver con autorías, derechos, bienes, intercambios, desencuentros, aciertos y errores. En lo específico al pasaje entre lenguas, hay horas de búsqueda de un término para, de repente, volver a cero; hay debates en foros que hacen pensar que traducir equivale a obsesionarse; hay cafés que se toman despacio, casi siempre fríos, sillas que rompen la espalda sin remedio; hay un avanzar tan lento que la impresión es que el mundo pasa solamente allá afuera.

De todos modos, en una contemporaneidad tensionada por la progresiva precarización del mercado de la traducción y los avances de la inteligencia artificial, bastante sofisticados y no menos persuasivos, traducir una obra literaria con una beca para tal tarea parece un lujo en extinción. ¿Son las becas de traducción, como la de Creative New Zealand, formas artificiales de dinamizar el mercado de las traducciones? Es probable que lo sean, aunque eso no les quita el mérito de favorecer el viaje de literaturas por lo general circunscritas a sus propias lenguas y sus propios países de origen. Y no quita, tampoco, el hecho de que retribuyen la traducción con tarifas decentes, lo cual no es poco decir. Y acá el mérito de la editorial Forastera: la posibilidad y el acto de aplicar desde Uruguay a un fondo de este tipo son escaparles a los mecanismos internacionales de consagración y establecer diálogos directos con otras literaturas, como supo hacerlo Trilce con el francés en su momento, entre otros ejemplos virtuosos de nuestra tradición de traducción. Ocurrió a fines de 2023, de Nueva Zelanda a Uruguay, sin escalas; ni siquiera hay avión que vuele de ese modo.

Además de una novela conmovedora y cruda, Auē en castellano es un gesto a contracorriente de los flujos internacionales de traducción. Si lo pensamos, gran parte de nuestras lecturas de traducciones viene de la mano de un mercado más central, España o Argentina, y por medio de traducciones supuestamente neutras, que alguien no del todo consciente del colonialismo de su postura calificó de maravillosas. Claro que también circulan traducciones refritadas o piratas, que hacen caso omiso a la ley que nos rige (pero ese es otro asunto). Si bien Auē es un texto ligado a las raíces maoríes de Becky Manawatu, cuando es traducido no hay ningún impedimento para asociarlo al español de nuestra creación literaria vernácula, el rioplatense, con la premisa de que huya de cualquier neutralidad. ¿Por qué no vosear, o no usar el futuro perifrástico, o no echar mano de tantos localismos de nuestra lengua rioplatense (sumamente rica en cuanto a los insultos, que pululan en el original) para traducir?

La novela de Manawatu no es mansa con respecto a la norma culta del inglés y además dispone de un repertorio alucinante de localismos que tal vez recordemos de películas como Boy (2010) o varias otras de Taika Waititi (sí, el you egg está también ahí, por más señas). Y Manawatu remata la estrategia con la inserción de palabras maoríes sin notas a pie de página o cursivas, para que entienda quien pueda. Lo compensa, si se quiere, con un glosario final, una ayuda a los amigos. A grandes rasgos, el te reo (la lengua maorí) entra en acción cuando la lengua pākehā (el inglés) no es suficiente para lo que se necesita expresar. Hay una cierta alienación, combinada con una dosis de nostalgia por el pasado (en algunos casos mítico), que hace recurrir al te reo, una búsqueda deliberada en un legado familiar tan violento como iluminado por breves momentos de amor.

En suma, de una necesidad del texto de Manawatu surgió una estrategia específica. Como resultado de esta lectura, que encuentra una funcionalidad más que nominal del maorí a través de la novela, el título Auē permaneció inalterado en la traducción (a diferencia de la francesa, que lleva el título Bones Bay, en referencia al lugar donde suceden parte de los hechos). Auē significa ‘grito’ o ‘aullido’, y también se utiliza como interjección de asombro o angustia. Dadas ciertas similitudes entre la fonética española y la maorí, es probable que la palabra sea pronunciada de forma análoga por los lectores de acá, con el acento en la e. Pero la extrañeza se mantiene: Auē no sólo carece de una referencia inmediata en castellano, sino que también hay una marca diacrítica que no usamos, esa barra sobre la e, que indica una longitud extra y se llama tohutō en te reo y macron en inglés.

Al igual que en el texto original, la traducción no tiene notas a pie de página ni cursivas para las palabras maoríes, pero sí una traducción del glosario al final del libro. El maorí del texto no es un rasgo exótico, sino la lengua que hablan a diario los entrañables personajes de Manawatu y, por tanto, una parte constitutiva de su búsqueda de identidad. En la traducción intento dar cuenta del conflictivo vínculo histórico entre maoríes y pākehās, así como mantener esa extrañeza sin reducirla a un rasgo de color local. La traducción es también una invitación a los lectores hispanohablantes a asomarse a una realidad mayoritariamente desconocida para ellos, la de la Nueva Zelanda contemporánea y su literatura.

En el mercado global de traducciones, que aboga por la neutralidad y cree que la traducción es un mero pasaje de A hacia B, estas estrategias con respecto a la lengua se ven como aberrantes. La herramienta de traducción automática DeepL las podaría, sin más. Destilan extrañeza, inadecuación, tensiones entre el carácter decididamente neozelandés de la historia que se cuenta y el experimento maorí-rioplatense resultante, y nos recuerdan que la lengua literaria es, ante todo, indomable.

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