Cuando el mozo puso en la mesa el plato con mi almuerzo, supe enseguida que algo no andaba bien.
Lo que tenía frente a mí era, en color y textura, una milanesa. Incluso, observada detalle a detalle, hasta podía parecer apetitosa. Dorada, de apariencia crocante, sin esos irritantes firuletes grasosos que indican que fue preparada con harina en lugar de pan rallado. Pero el conjunto fallaba.
La milanesa era perfectamente redonda. Parecía diseñada por un geómetra de la carne. Como si alguien hubiera tomado un compás y hubiera trazado un círculo sobre media res, o incluso sobre una vaca viva, y en lugar de despedazar al animal con el método tradicional (falda, cuadril, asado, esas cosas), hubiera procedido a trozarla en cilindros con alguna máquina especializada.
Hasta con el primer corte, a pesar de su forma innaturalmente regular, la milanesa seguía tratando de engañarme. La textura era correcta, el color interior era correcto. Tal vez demasiado tierna para una humilde y poco pretensiosa milanesa de bar.
El primer bocado fue el decisivo. Las milanesas tienen sabor, aunque sea sabor a aceite recalentado o a carne rancia. Esta supuesta milanesa se dejaba masticar con una suavidad casi sobrenatural y bajaba fluidamente por la garganta, pero ni durante el proceso ni después se le percibía el más mínimo sabor. Textura, color, temperatura... todo indicaba milanesa. Pero el sabor no estaba.
Aquello no era una milanesa, era la ilusión de una milanesa. Era el ersatz de una milanesa. En algún lugar, alguna vez, existió una milanesa (vaya a saber por qué, perfectamente redonda). Ahora, en el presente, el mozo de este bar me había traído solamente su ersatzspieler.
Contemplé melancólicamente el platito junto a la milanesa, donde aguardaban, aparentando cierta lozanía gozosa, los probables ersatzes de una zanahoria rallada, unas rodajas de remolacha hervida y unos fragmentos de huevo duro. Traté de limpiar mi mente de la ilusión del aspecto y asumir que ese brillante amarillo de la supuesta yema de huevo no pertenecía a una yema de huevo, sino a un sustituto sin espíritu.
Mastiqué el pedazo más grande de huevo.
No tenía gusto a nada.
Mis sentidos (y el mozo y el personal del bar) me habían engañado nuevamente.
Mientras ejecutaba mecánicamente los movimientos de comer una milanesa, aunque en realidad comía una ilusión, pasó junto a mi mesa otro parroquiano, rumbo al baño. Era extremadamente alto, sin un solo pelo en la cabeza, y fornido. Vestía una remera azul sin mangas, probablemente de algún ignoto club de básquetbol, y una bermuda naranja que colgaba floja de sus caderas. Cojeaba de una pierna, me pareció que la derecha.
Seguí con mis ejercicios de masticación. Rocié abundantemente la ensalada con el salero que estaba junto al servilletero, tratando de despertar algo de sabor en la comida. Lo logré a medias: ahora la ensalada tenía gusto a sal.
Cinco o seis minutos después, otro parroquiano pasó hacia el baño. Era bajito, de menos de un metro sesenta. Tenía un pelo renegrido y espeso, convertido a fuerza de fijador en un caparazón quitinoso que efectuaba una grácil curva aerodinámica sobre el cráneo y se hundía en la parte baja de su nuca. Del cuello le colgaba una cadena con una cruz de plata exageradamente grande, que resaltaba opaca sobre su pecho escuálido y peludo, plenamente visible en un generoso triángulo expuesto gracias a tres o cuatro botones abiertos de una camisa estampada. Llevaba unos pantalones que de inmediato me recordaron a fotos de la década del 70. Probablemente fueran de la década del 70.
Cojeaba de una pierna, me pareció que la derecha.
Continué procesando mi ilusión de milanesa, alternándola con bocados de ilusión de remolacha, zanahoria y huevo duro.
El hombre del caparazón quitinoso volvió del baño. Cojeaba de la pierna derecha.
El calvo muy alto de la remera de básquetbol volvió del baño. Cojeaba de la pierna derecha.
Un tercio de la seudomilanesa había desaparecido, sin un murmullo, sin una sorpresa, sin un atisbo de placer o dolor.
Un rugido me llegó a través de la ventana. Dos rugidos. Tres rugidos.
Tres grandes motos se detuvieron frente a la puerta del bar, a cinco metros de la ventana junto a la que yo estaba.
La primera era una Yamaha XVZ 1300 TF. La segunda una Indian Chief. La tercera una Harley-Davidson 883 Sportster Hugger. Las tres parecían recién salidas de sus respectivas fábricas.
En la Yamaha venía una pareja. En las otras dos motos, hombres solos. Los cuatro se apearon.
La pareja de la Yamaha vestía idénticos conjuntos de campera y pantalón de cuero ajustados, sólo que ella tenía unas líneas blancas en las mangas de su campera y las de él eran rojas. Los cascos también eran idénticos, totalmente cerrados, de un negro mate que yo nunca había visto, con el visor polarizado. Llevaban guantes.
En la Indian venía un tipo gordo, vestido con pantalón vaquero, camisa de pana y chaleco de cuero. Usaba una especie de versión domesticada de un casco de guerra nazi, cuyas líneas se hubieran suavizado para hacerlo más digerible. Era el tipo de casco que, de ser metálico, compraría el Ejército chileno de a miles. También usaba, encima de unos bigotes frondosos y una nariz carnosa, unos lentes Ray Ban de ese modelo que antes se asociaba con la Policía y ahora debe ser fabricado para uso exclusivo de hombres gordos con motos Indian y chalecos de cuero.
El tercero vestía un pantalón cargo negro, una chaqueta de cuero entallada del mismo color que parecía salida de un capítulo de Starsky y Hutch y un casco convencional azul y negro. A pesar del cuidado puesto en la elección de su atuendo, su figura emanaba un aire de intrascendencia que ningún uniforme de ningún club del mundo podría disimular. Quedaba claro que sin esa chaqueta, ese casco y esa moto, en su vida no había nada digno de atención. Absolutamente nada.
El más flaco tenía una mochila mediana fuertemente atada a la parte de atrás del asiento. Los demás no llevaban equipaje convencional, pero la Indian tenía dos grandes alforjas de cuero que parecían llenas y la Yamaha, dos baúles integrados a los costados y otro encima, como haciendo de respaldo al asiento del acompañante. El cuarteto daba la impresión de estar de viaje.
Se sacaron los cascos. El del aire de intrascendencia tenía, como era de esperar, una cara totalmente desprovista de interés, a pesar de una nariz afilada y un mentón puntiagudo. El del casco nazi, como se dejó los lentes, no cambió demasiado su aspecto al descubrirse. Tal vez pareció un poco menos porcino, pero no mucho.
Cuando la mujer se sacó el casco, la previsible cascada de pelo rubio se derramó sobre sus hombros. Hasta que no se dio vuelta para acomodarse el pelo no pude ver que tenía más de cuarenta años, al igual que los otros dos sujetos. De verle las manos podría haber tenido una idea más precisa de su edad, pero a esta distancia, incluso cuando se sacó los guantes, no hubo manera. Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta años. Quién sabe.
El cuarto motociclista fue la sorpresa. Al sacarse el casco reveló un cuidado y espeso pelo totalmente blanco. No es que fuera albino, es que tenía bastante más de cincuenta años. Probablemente sesenta. Con los cascos puestos, esbeltos y decididos, él y su pareja aparentaban veinte o incluso treinta años menos. A cara descubierta, desafiaban al mundo con movimientos precisos y secos él, algo lánguidos pero igualmente firmes ella.
Los cuatro conferenciaron brevemente y entraron al bar. El más gordo y la mujer se sentaron frente a frente, el de aspecto intrascendente fue hasta la caja, el hombre de pelo blanco quedó de pie, marcial, junto a la mesa, como negándose a esa debilidad inútil de sentarse a descansar.
Terminé de masticar mi milanesa ilusoria mientras ellos le pedían algo al mozo. El flaco volvió de la caja, donde había hablado con el encargado, tal vez pidiendo indicaciones. El mozo fue hasta la barra, encargó el pedido de los cuatro, vino hasta mi mesa, se llevó los platos con los fantasmas de la ensalada y la milanesa, me ofreció postre. Ante la imposibilidad de imaginarme la experiencia de comer la ilusión de un flan, me negué y pedí café.
Cuando el mozo llevó el pedido a la mesa de los motociclistas, el hombre de pelo blanco finalmente se sentó, digno como un cónsul romano. Un té para la mujer, un cortado para el de la chaqueta de cuero, café para los otros dos. El hombre de pelo blanco, siempre con la cabeza erguida y el gesto sereno, bebió el suyo de dos tragos veloces y precisos, agitando la taza en breves movimientos circulares entre uno y otro sorbo. Los demás, disfrazados o no, consumieron sus bebidas como lo hace todo el mundo. Sin destacarse.
Sorprendentemente, mi café tenía gusto a café de bar, lo que tampoco es garantía de placer, pero al menos sí de contacto con el mundo de las formas y no de las ilusiones.
Cuando el hombre de pelo blanco dejó su taza en el platillo fue un movimiento tan concreto y elegante que pareció haber sido ensayado incansablemente durante todas las décadas de su vida. Pero no ensayado por histrionismo o para esperar el aplauso de los demás mortales, vulgares actores secundarios que, como mucho, pueden depositar el pocillo en el plato sin tirar todo al piso. El suyo fue un movimiento realizado por alguien que busca la perfección en cada gesto, que con cada movimiento pretende mostrar que el universo tiene un equilibrio.
Desde más cerca, su pelo me recordó el color de unos caramelos, creo que de coco, que se vendían cuando yo era chico (y que probablemente no se fabriquen desde hace una o dos décadas). Un blanco puro, que a veces parece traslúcido y otras, a punto de volverse plateado.
Pagaron y se incorporaron. El hombre de pelo blanco con la misma seguridad y el mismo vigor con que realizaba cada movimiento. La mujer, con la gracia y la deliberación de una patinadora artística de quince años. Los otros, como si fueran dos cuarentones, uno gordo y otro flaco, disfrazados de motociclistas.
Salieron. Volvieron a conferenciar y parecieron llegar a un acuerdo. El gordo y el intrascendente se pusieron sus cascos, arrancaron las motos y salieron. La pareja se demoró un poco más, mientras el hombre controlaba algo en la rueda delantera. Cuando los otros dos se perdieron atronando en el tráfico, una cuadra más adelante, el hombre del pelo blanco se acercó al asiento de la moto y se apoyó en él con ambas manos.
Apoyarse no significa que asumiera una posición casual, como unificando su postura con la moto o demostrando la pertenencia mutua que ambos podían tenerse. Tampoco fue que se descansara, que se distendiera o que pretendiera probar la amortiguación de la máquina. Se apoyó, se abandonó al sostén de la moto, como si la energía que le quedaba no le permitiera sostenerse solo por más tiempo.
Frente a mis ojos, pero ignorante de que lo estuviera observando, el hombre de pelo blanco se rindió. Antes su voluntad movía el traje de cuero, la suavidad y la precisión de sus gestos acompasando la rigidez sedosa y elegante del material. Ahora se notaba que era el traje ajustado el que lo sostenía y que donde antes había vigor, en un segundo sólo quedó una carne cansada colgando de unos huesos debilitados. Cuero, músculos y esqueleto; sin voluntad, esperaban un soplo de viento que los hiciera caer al piso. Todo eso fue revelado por apenas una leve caída de los hombros, por un relajarse vencido de la espalda. En alguien tan firme a su edad como el hombre de pelo blanco no había gradación posible. Una leve renuncia equivalía a la derrota absoluta. Una leve renuncia era la derrota.
El mozo depositó en mi mesa la cuenta, muy real, de mi fantasmal comida. Absorto en el minúsculo drama secreto de la vereda, no la miré.
La mujer se acercó a su pareja. No le habló, no hacía falta, era obvio que aquellos dos compartían muchas más cosas que un ridículo estilo de vestimenta y una pasión narcisista por los viajes en moto. Le apoyó la mano en la base de la columna, en un gesto que no fue ni caricia ni masaje, sino algo intermedio, infinitamente dulce y leve.
El gesto surtió efecto, como tal vez lo había hecho en incontables oportunidades anteriores. De inmediato, siempre por mínimos y sutiles cambios, se vio al hombre de pelo blanco retomar el control de su cuerpo. La ropa de cuero dejó de ser sostén de una humanidad quebrada para ser otra vez frontera de una voluntad.
La mujer se puso el casco, remetiendo y acomodando bien la cabellera rubia. El hombre le dedicó una lenta y atenta mirada al vehículo, como comprobando que todo estaba en su lugar, antes de colocarse su propio casco con uno de sus típicos movimientos perfectos.
Una vez con cascos y guantes puestos, volvieron a ser esos seres sin edad que habían llegado unos minutos antes, esbeltos, gráciles. El hombre subió a la moto y la encendió, apartándola del cordón de la vereda. La mujer subió al asiento de atrás, impecablemente fluida en sus movimientos, levantando la pierna derecha hasta una altura que yo dudo poder alcanzar, ni siquiera sosteniéndome de un mueble.
Con un rugido sin estridencias, ese ruido de los motores perfectos que es más un eco lejano y silbante que un estruendo, la motocicleta se puso en marcha. Dando una curva perfecta, el vehículo se introdujo en el tráfico, con algo de animal muy evolucionado que regresa a su ambiente natural, y la pareja partió velozmente hacia donde esperaban sus compañeros, un lugar que yo no podía ver ni imaginar.
Pagué mi almuerzo.
Vaya a saber qué sería lo que perseguía a esos dos, era evidente que de algo estaban escapando, aunque, a lo mejor, muy probablemente, lo llevaran con ellos mismos, cargándolo sin darse cuenta. Pero no importaba, porque estaba claro que hoy tampoco los iba a alcanzar.