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Pasillo del Servicio San Juan. Un 41% de las personas usuarias de los servicios de salud mental en Argentina pudo realizar llamadas telefónicas en el último mes.

Foto: Guido Piotrkowski

Me construyo un girasol

11 minutos de lectura
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Arte y locura suelen acompañarse. También se dice que la creación es terapéutica. En medio del desfinanciamiento del Estado argentino y la crisis social, que impactan fuertemente en los servicios de salud, el Neuropsiquiátrico Moyano de la Ciudad de Buenos Aires ofrece a las mujeres y las diversidades internadas una serie de talleres y actividades expresivas. ¿Qué posibilidad de transformación permite el arte en el encierro? La periodista Eurídice Ferrara lo cuenta en esta crónica con sabor agridulce.

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Hay un edificio de 170 años en el barrio porteño Barracas, al sur de Buenos Aires. Se encuentra en un predio de 17 hectáreas rodeado de árboles añejos, en medio de veredas que parecen olvidadas y desérticas. En la inmensa construcción hay baños sin papel higiénico ni jabón. Hay colillas de cigarrillos que flotan en los lavatorios y ropa sucia tirada en algunos rincones. Hay 500 mujeres y personas LGBTQ+ con alguna patología de salud mental internadas allí. Algunas, desde hace 50 o 60 años. Casi igual de olvidadas que las calles en las que se emplaza el lugar. Se trata del único instituto neuropsiquiátrico de mujeres que existe en la ciudad porteña: el Hospital Neuropsiquiátrico Braulio Moyano.

En el último domingo de julio, un viento helado lastima cualquier cuerpo, no importa el abrigo. Son las tres de la tarde y al enorme estacionamiento al aire libre que rodea la entrada del hospital, ubicado en la calle Brandsen 2570, van llegando artistas, psicólogos y estudiantes de psicología social. El frente del neuropsiquiátrico tiene un color amarillo gastado y en él cuelga una bandera que reclama por despidos.

Guiados por Valerio Cocco, quien lleva adelante el proyecto artístico y social que venimos a ver, atravesamos un hall enorme y subimos por tres escaleras a otro edificio colindante. La primera imagen es un comedor muy amplio, despintado, con la televisión prendida y mesas con sillas de diferentes colores, algunas sin respaldo. Unas pocas mujeres miran la tele hipnotizadas. Otras buscan algún cigarrillo para encender; tienen bolsas o botellas que rodean sus pies. Algo las convoca a ese comedor. Saben que es el último domingo del mes y una actividad las sacará de sus habitaciones heladas.

Una mujer canosa y en silla de ruedas tiene un celular en una mano y un cigarro en la otra. Otra más joven deja su habitación, que comparte con tres compañeras, y arrima una silla.

Laura Sosa, de la editorial El Cuaderno Azul, lee los textos que producen las mujeres durante el taller de escritura creativa que imparte junto con Cecilia Martínez.

Hay gente de afuera que viene a verlas. Ellas nos miran, hablan, besan y abrazan a Valerio. Los profesionales y los artistas charlan con cada una y juntan las mesas en una fila. Colocan un mantel azul, vasos de colores y platos con galletitas. Sirven jugo y cada una de las 20 personas de las 35 que viven en el Servicio San Juan, de pacientes crónicas, come y bebe con voracidad. Entre ellas, dos son varones trans. Piden cigarrillos. Otras permanecen con la mirada perdida o el ceño fruncido en dirección a sus manos. Valerio prende su computadora y comienza a sonar una cumbia. El televisor se apaga y las energías se movilizan.

Unos rayos de sol entran a través de los grandes ventanales del comedor y calientan un poco el ambiente. Ese día, ellxs sienten que existen más allá de las inyecciones.

Sara, de 37 años, tiene una mirada penetrante y se sienta con las piernas abiertas y bolsas a los costados. Soy una cara nueva. “¿Quién es ella?, ¿qué hace?”, grita. Le cuento que soy periodista y algo en su mirada enojada y perdida se enciende un poco. Me pide que le cuente dónde trabajo, algo “del afuera”.

Dice que a ella también le gusta escribir, que lee.

—Hice una entrevista, ¿querés que te la muestre?

Camina con una silla levantada y tres bolsas de tela que contienen botellas para tomar agua y ropa.

Adentro de las bolsas tiene “cosas que son muy importantes y no quiero que me roben”. Más tarde, el jefe del Servicio San Juan, Andrés Rousseaux, me explicará que Sara tiene esquizofrenia, que no vive con VIH —como ella dice— y que padece alucinaciones que le obstruyen su vida diaria, incluso las salidas al enorme parque que rodea el hospital.

—Su mamá la cuidaba y falleció, la encontraron en la calle perdida con 20 años y la trajeron acá. Después de muchos años supimos que tiene mucho dinero heredado de su familia y una casa, pero todo está judicializado y en espera.

Compás de espera en el comedor, el lugar de reunión de las mujeres que viven en el Servicio San Juan.

La habitación de Sara es de un beige gastado. Hay tres camas de hierro intercaladas, con colchones finos y desnivelados. Ninguna estufa. El frío se cuela por las ventanas semiabiertas y los mosquiteros rotos y es difícil resistir sin estar trotando para generar calor. Una bombacha casi transparente cuelga de su cama y una remera mojada gotea de una silla.

—Ahí cuelgo la ropa, mi terapeuta me lava otras cosas en su casa y me las trae —cuenta mientras muestra su placar, lleno de bolsas apretadas y ropa metida con el método del bollo adolescente, ese que juega a que entre la ropa y no se caiga cuando se abre la puerta.

—Acá escribí cuentos, copié poesías, un texto en latín y en castellano; esta es la entrevista —muestra mientras agarra un cuaderno con algunas hojas mojadas y letras despintadas.

Volvemos al hall, donde está por suceder lo esperado. Me pide que lea la entrevista y me corrige cuando no entiendo su letra, que es de una cursiva muy pequeña, cuidada y puesta prolijamente sobre cada renglón. Lee cuentos copiados de libros que le regalaron.

A su alrededor ya están merendando, charlan y hay miradas hipnotizadas a los banderines de colores que cuelgan. Algunxs bailan, otras toman de la mano a Valerio para que las saque a moverse en compañía. Es la Peña de Marisa Wagner y hay una bandera color violeta que así lo indica colgada en una pared del comedor del Moyano.

Los montes de la loca

Valerio Cocco y Héctor Contreras, ambos psicólogos, son los fundadores de la compañía de teatro Barquitos de Papel, formada por usuarios y usuarias de salud mental. Todas sus actividades se realizan fuera del hospital, en teatros o centros culturales, y acompañan la peña en el Moyano.

Valerio cuenta quién fue Marisa Wagner: poeta y loca, artista y militante, madre y mujer, docente y escritora. Estudió psicología social, estuvo a cargo del Frente de Artistas del Borda y aportó arte y creación como un modo de darle sentido a la vida.

Tras varias internaciones psiquiátricas, durante su hospitalización más prolongada, en 1997, en la ex Colonia Montes de Oca, Wagner creó una serie de poemas con los que ganó un concurso y escribió un libro, Los montes de la loca.

Al presentar su libro en la Feria del Libro de Buenos Aires en el año 1998, la poeta compartió que la gente se vuelve loca por el dolor o una soledad extrema. “Un mundo injusto genera subproductos patológicos y eso somos nosotros”.

Las mujeres tocan la guitarra, cantan y asisten a espectáculos diversos durante la Peña de Marisa, en honor a Marisa Wagner, una poeta, artista, militante, docente y escritora que estudió psicología social, estuvo a cargo del Frente de Artistas del Borda y tuvo varias internaciones psiquiátricas.

La peña que sucede en el Moyano lleva su nombre y trae sus poesías, que sirven de inspiración.

—Silbando bajito ando. Me construyo un girasol, me lo dibujo y lo pego en la pared desnuda y grisácea del hospicio. Después le pongo yerba al mate y me voy a pasear por mis recuerdos. Había una mamá, allá en mi infancia, que trenzaba mi rubia cabellera, que me ponía moños primorosos y vestiditos con puntillas. Mamá no vino a verme nunca ahora que estoy en el hospicio. ¡Cómo me gustaría que me trenzara el pelo! Estoy aburrida de ser grande y estar sola. A veces, hasta me aburro de estar loca y juego a la lucidez por algún rato. Fue escrito por Marisa Wagner el 31 de agosto de 1997 —recita una de las mujeres convocadas al comedor desde un micrófono, mientras Rodrigo rasguea la guitarra bajito.

Rodrigo fue acompañado en su cambio de género. Cuenta que hace seis años que está allí, tras vivir mucho tiempo en situación de calle. Su mirada es de desconfianza. Dice que no le gusta mucho la gente pero que la peña está bien.

—Prefiero la soledad. Me visitan algunos amigos. Tengo el alta pero no tengo donde vivir. Yo quiero ir a una ecoaldea en Capilla del Monte [en la provincia de Córdoba] —dice mientras mira a sus compañeras.

Después de un rato de poesías, Nélida, una señora de 81 años y labios hundidos, me pide que la acompañe al baño. Sonríe todo el tiempo y es una de las que pasan al frente y recitan un poema. Hace 60 años que vive allí.

Tiempo atrás, Nélida salía a hacer trámites de su jubilación, sus familiares la visitaban cada tanto y logró su externación. Pero regresó cuando la encontraron vendiendo cosas en una ruta perdida, sin nadie que la cuidara. Desde entonces, ya nadie la visita.

Luego, las sillas se disponen alrededor de dos artistas que, vestidos y pintados como payasos, estrenarán en el Moyano un show de humor en el que contarán su dificultad para vestirse acompañados de la melodía de un bandoneón. Las miradas se perderán en jardines secretos que sólo ellxs conocen. Otras, como Nelly, aplauden con una sonrisa.

—Yo quiero subir a ese triciclo —le dice la mujer al joven payaso, señalando un triciclo muy pequeño que se encuentra apoyado en la punta de un tobogán, a un costado del escenario improvisado.

Se levanta con un ademán para subirse. El joven le responde que más tarde, que después lo ven, y la distrae haciendo malabares con un huevo. Las miradas se posan atentas y expectantes en el destino de ese huevo.

Dos horas más tarde, ya bailaron, charlaron, leyeron y acompañaron sus soledades. Nelly abraza a Valerio, le aprieta un brazo y le dice cosas al oído.

Al final de la peña se festejan los cumpleaños del mes.

Vuelvo a Sara para saber si le gustó el espectáculo. Dice que sí, que se distrajo, que está más relajada. Pero no sabe si va a estar el próximo mes, porque “capaz estoy muerta”. Le grita a otra psicóloga que se va a morir ahí adentro, que ella quiere salir y tener una casa para poder estudiar. Valerio les recuerda los talleres literarios y de teatro de los días martes y miércoles.

Contra el encierro

La compañía Barquitos de Papel nació en 2008, a partir de una experiencia de un laboratorio teatral con personas con dificultades mentales severas que concurrían al Departamento de Psiquiatría del Hospital de Clínicas, coordinada por el psicólogo italiano residente en Argentina Valerio Cocco. Luego de dos años de trabajo teatral con los usuarios del hospital de día y en respuesta a su pedido de una alternativa a la institución hospitalaria, Valerio y Héctor crearon la iniciativa.

Valerio estudió en Italia, donde hizo su primera práctica en un centro socioeducativo que trabaja con personas con síndrome de Down, y allí conoció a un profesional que implementaba el teatro en esa institución. Al venir a la Argentina, comenzó a idear Barquitos de Papel. “Y ya no me pude soltar”, dice. Y agrega: “Los usuarios psiquiátricos, o los locos, como se los llama, encuentran en Barquitos la posibilidad de ser personas capaces y no focalizar en su discapacidad; hallan un oficio, como ser actores y actrices potentes que transmiten su arte y se conectan con otras usuarias en intervenciones como la peña en el Moyano y otros lugares”.

El proyecto nació a partir de un pedido del reciente jefe del Servicio San Juan, Andrés Rousseaux, que se encontró con un servicio muy abandonado. “Acá tenés una población de mujeres que tienen una edad avanzada, muy institucionalizadas, algunas con 50 o 60 años de internación, porque no hay un contexto familiar o una red social que les dé una alternativa. Si bien la última Ley de Salud Mental prevé que no haya más internaciones psiquiátricas tan prolongadas y que el Estado se haga proveedor de las necesidades básicas, como la vivienda o un trabajo, eso no sucede”, dice.

Nélida, una de las usuarias del Servicio San Juan del Hospital Moyano, durante una clase de teatro.

La intervención artística de la peña tiene objetivos a largo plazo, entre ellos que se empiece a visualizar la idea de la externalización. “Queremos generar la peña con las usuarias en un lugar externo al Moyano, que haya público que consuma, que pague, y que ese dinero después genere más autonomía y se pueda gestionar vidas afuera. Para eso lo que hay que trabajar es el entorno, lo que los demás piensan de la locura. Además, si hay personas que no tienen una familia, hay que reconstruir una red social en la que se puedan apoyar y tengan las necesidades básicas. El encierro no es terapéutico, la libertad sí lo es”.

En Argentina hay un total de 12.035 personas internadas con alguna patología de salud mental y la mitad se encuentra alojada en el sector público, según datos del primer y único Censo Nacional de Personas Internadas por Motivos de Salud Mental, realizado entre los años 2018 y 2019. Allí se revela que el lapso de internación de los usuarios y las usuarias promedia los 8,2 años. La media de edad de la población es de 50 años.

Las casas de medio camino y los centros de día son muy pocos y de difícil acceso, aun teniendo familias continentes o presentes. Hay provincias, como Río Negro, en las que no existen más, y en la provincia de Buenos Aires ya hay transformaciones en salud mental que van buscando ese camino. El objetivo es que las internaciones no superen los 30 días y que haya dispositivos ambulatorios y consultorios abiertos las 24 horas.

El arte como posibilidad

Andrés Rousseaux es el médico psiquiatra que asumió de forma interina hace un año y medio la dirección del Servicio San Juan del Hospital Moyano. Se propuso retomar la convocatoria a artistas y especialistas voluntarios para que realicen talleres, como se hizo años anteriores, en los que los hubo de cocina, de escritura, de manualidades. Lo acompañan dos profesionales, la psicóloga Verónica Del Bueno y el psicólogo Mariano Veiga, que llevan diez años en la institución. “La falta de médicos y médicas habla de lo que sucede adentro y afuera del hospital. Hay carencia de formación profesional. Cada vez menos personas quieren participar en la salud. Escasean concursos en psicología, trabajo social, enfermería, y eso impacta directamente en la atención”, analiza Rousseaux.

Karina durante una pausa en la clase de teatro. Ella es una de las mujeres que tienen internaciones ambulatorias. Un 34% de las usuarias de los servicios de salud mental del país no recibió visitas, mientras que 40% de las personas no realizó salidas en el último mes.

La psicóloga Del Bueno recuerda que años anteriores llegaron a ser 14 los profesionales en el servicio, contando a concurrentes y médicos de planta, y agrega que muchas personas vienen de otras provincias para obtener medicación.

Rousseaux remarca una y otra vez que hacen todo lo posible para que la gente no quede eternamente internada. “Para que puedan volver a sus lugares”.

—La guardia en los últimos años ha trabajado a destajo. Atiende muchísimas consultas ambulatorias que, en realidad, deberían ser asistidas en los lugares de referencia de cada persona. Pero como no tienen acceso, vienen acá.

Porque en otros hospitales no hay profesionales o reciben malos tratos, ya sea por el exceso de trabajo o por la mala paga.

Cuando la falta de recursos los abruma, Rousseaux confiesa que idean otras estrategias o se ponen creativos. “Propusimos que dos personas que estaban internadas se fueran a vivir juntas, por una cuestión económica o la dificultad de conseguir trabajo. Aunque fue fallido, lo intentamos”.

Otras alternativas son los talleres. Además de los mencionados, están el de creación artística y terapia ocupacional, a cargo de la socióloga Mercedes Carrasco, y Cuaderno Azul, de escritura creativa, que imparten las docentes Laura Sosa y Cecilia Martínez.

Al pensar ese taller, Sosa cuenta que el objetivo propuesto fue ayudar en el trabajo personal de las usuarias de salud; asegura que a ella le devuelve la satisfacción de que algo se puede hacer. “La escritura tiene esa doble vara, es muy catártica e iluminadora. En el taller se evocan imágenes, situaciones inesperadas”, dice Sosa. “También es importante que ellas mismas se puedan respetar, estar en grupo, leerse. Además, armamos el proyecto de la biblioteca, donde recibimos donaciones para que puedan leer”.

Las internas participan en una clase de teatro en el Servicio San Juan del Hospital Moyano.

Son las tres de la tarde de un miércoles. En el comedor beige del Moyano suenan Nirvana y Los Violadores. Laura y Cecilia les proponen a las diez mujeres que se encuentran sentadas en las mesas escribir a partir de dos ideas: “No aguanto más o lo que más odio” y su opuesto, “Lo que más me gusta o lo que más disfruto”.

—Lo que más me gusta es cantar y bailar. Cuando era chica me gustaba mucho jugar a la ruleta rusa y a las cartas. Lo que menos me gustaba, cuando era chica, era que me pegaban con el cinturón de papá —lee en voz alta una de las mujeres, tras un tiempo de escritura.

Sarita se queja porque no sabe qué poner, se mueve en la silla. Cecilia la guía con algunas preguntas o ideas. Más tarde, compartirá en voz alta su producción: “Quiero bailar. Me gustan los lentos de los ochenta o baladas. Las canciones y los cantantes que me gustan son Ricardo Montaner, Leonardo Fabio. Y de rock, Ataque 77, Arrancacorazones, Julio Iglesias, Joan Manuel Serrat”. 

En Argentina hay unas 12.000 personas internadas con alguna patología de salud mental. Algunas de estas mujeres permanecen buena parte de su vida en el Hospital Neuropsiquiátrico Braulio Moyano de Buenos Aires.

Ese miércoles de taller literario, Sarita tiene las uñas prolijamente limadas y pintadas con un esmalte de brillo. Hay algo radiante en su mirada. Algo de ese presente que se modificó surge, brote de esperanza o confianza. Ciertos lazos se tejieron. Se tendieron puentes con el afuera. Y pregunta:

—¿Van a volver?

Eurídice Ferrara es periodista argentina, escribe sobre temas sociales y de género. Trabajó en el diario Perfil y en la agencia Télam hasta su cierre.

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