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Ilustración: Margarita Brum

El vacío

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¿Qué huellas deja la ausencia de alguien en una familia? ¿Qué pasa cuando esa persona retorna para desaparecer del todo? En este relato, un nieto reconstruye, como puede, la vida zigzagueante y espectral del padre de su madre y se pregunta por la profundidad de las heridas heredadas.

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Conocí a mi abuelo el día que se murió.

Siempre había sido el padre de mi madre. Hasta ese día. Incluso ahora, a veces, me da cierto pudor llamarlo abuelo. Todavía no sé bien por qué.

Hay palabras que, si no se colman de un sentido íntimo, pierden su significado. La pronuncio y no hallo nada dentro: apenas un cascarón hueco.

Nunca escuché su voz. Sólo alcancé a juntar tres fotografías y unas pocas historias. El resto se lo tragó el silencio. Podría escribir otro cuento, uno con más datos para anclar al mundo real, con más recuerdos para evocar, con emociones para resignificar. Pero el relato del padre de mi madre es el que regresa siempre, el que nunca se va, el que me enturbia la mirada y me empuja a imaginar. Porque ya tengo cuarenta años, y dicen que es una buena edad para empezar a saldar lo pendiente.

Unos años después de su muerte, en la pizzería vieja de la esquina, cerca del apartamento que alquilaba en la Ciudad Vieja, mamá me habló de él. Fragmentos que desconocía, piezas sueltas que aún no encajaban. Esa noche le prometí que algún día iba a escribir la historia de su padre. Dejamos atrás los platos de plástico de colores, pasamos junto a la escultura de Quixano, empujamos la puerta y el viento nos lanzó calle abajo, por Ciudadela, hacia el agua. Nos revoleó, nos despedimos. Y yo seguí mi rumbo, tambaleando por Reconquista.

Por momentos lo sentía cerca. Quería saber más, buscaba llenar los huecos. Hubo un tiempo en que llegué a pensar que nos parecíamos; incluso estoy seguro de que, en una ocasión, me ayudó. A veces lo extraño. Creo haberlo visto de nuevo, en otro lugar, en otro tiempo.

Fue en una tarde lenta y pesada, hace ya veinte años. Miraba por la ventana de mi cuarto cómo el viento apenas mecía las copas de los árboles, mientras mis brazos descansaban sobre un escritorio casi vacío, cuando sonó el teléfono y, justo ese día, se me dio por atender. Una voz con acento brasileño hablaba desde una pensión en Porto Alegre, preguntó por mi madre y le dije que no se encontraba, si quería dejarle un mensaje. “Dígale que su padre se está muriendo”. Me llevó varios segundos reconocer su nombre, asociarlo con mi madre, conmigo. “Está en coma en un hospital. Estaba trabajando como vendedor ambulante, vendía enchufes sobre un tablón de madera, en la Rua dos Andradas. Lo atropelló un auto al cruzar la calle. Ya no veía de un ojo. Las enfermeras dicen que igual murmura: “Estelita, Estelita, avísenle a mi hija Estelita”". Mi madre, Estela María, hacía veinticinco años que no sabía nada de su padre. Hasta ese día.

La llamé a su celular, el primero que tuvo —que era grande como un zapato—, le dejé varios mensajes, hasta que por fin contestó: “Si no atiendo es porque no puedo hablar, ¿qué pasa, se murió alguien?”. “Bueno”, le contesté, “todavía no”.

Estábamos con mi hermana y mi hermano esperándola en el hall de entrada de nuestra casa, ellos en las butacas en frente al teléfono y yo en la escalera. “Sabía que en algún momento iba a llegar este día. Un día iba a recibir una llamada avisándome que estaba muerto o se estaba muriendo. Y ese día llegó. Siempre intenté imaginarme cómo iba a reaccionar. Y ahora lo sé. Si está vivo y pidiendo por mí, yo voy a ir”, sentenció mi madre, haciendo un esfuerzo por no derrumbarse, por sostener las lágrimas.

Después de unas horas de deliberar la forma más rápida de llegar a Porto Alegre, haciendo llamadas desde el escritorio, la pareja de mi madre le aconsejó: “Mirá, dejate de dar vueltas, ya son las once de la noche. Tomate el ómnibus de las 4:30 de la mañana y te bajás en el poblado Aramendía a las 7:30, yo te espero ahí en la garita con el auto y después del mediodía estamos en Porto Alegre”. Y así fue. Cuando cortó, yo seguía sentado en el tramo largo de la escalera, enfrentado a la puerta del escritorio.

—Yo voy con ustedes.

—Pero, mijo, yo te agradezco... pero no es necesario. Es una locura.

—No, no. Yo quiero ir. Los quiero acompañar. Yo voy.

No tenía nada para hacer ese día, ni el siguiente, ni los demás. Capaz que podía ser el único de mis hermanos en conocer al padre de mi madre. Podía jugarle una carrera a la muerte. Además, nunca había viajado a Brasil. Esa noche, como tantas otras, no iba a dormir, aunque tampoco tenía pensado estar consciente durante todo ese viaje. Cuando el ómnibus paró en la mitad del campo, tengo el recuerdo de arrastrarme en la oscuridad entre las luces rojas, amarillas y naranjas hasta el asiento trasero del auto, donde dormí hasta llegar a Porto Alegre. Cuando llegamos, llovía furiosamente.

Los recuerdos son el viento. Siempre están ahí, aunque no los vea. A veces quietos, apenas vivos, un murmullo distante, invisible. Hasta que una corriente cálida asciende, mientras otra fría desciende; el aire se espesa, gana cuerpo. Las hojas de los árboles comienzan a crepitar a lo lejos, sus voces se acercan; las hojas secas en el suelo se alzan, giran, vuelan apenas un instante. Las copas y los platos en la mesa se desparraman. Un arrebato que liviano se vuelve a ir. Y me deja acá, solo, para arreglar todo este desorden. El viento es el peso del silencio. Un vacío apenas rellenado con retazos de memorias ajenas. Es el viento lo que me persigue.

***

Cuando llegamos al hospital, la hora de visita en el CTI ya se había terminado, pero explicamos la situación y nos dejaron entrar a mi madre y a mí. Caminamos hasta la puerta por un pasillo de paredes celestes, con grandes ventanales que daban a un pozo de aire gris. Abrimos juntos una pesada puerta de metal y mamá se detuvo, justo en el umbral. La penumbra apenas dejaba adivinar cuatro camas ocupadas por cuerpos —a los del fondo ya se los había tragado la oscuridad—. Nos arrimamos despacito a una de las enfermeras —flotaba como un espectro entre esos dos mundos— para saber cuál era el nuestro y señaló al que estaba más cerca de la puerta, bañado por una luz tenue y blancuzca. “Arrimate para ver si es...”, le susurré a mi madre. “Sí, sin duda es. Está idéntico”.

Hasta ese entonces nunca había visto una foto de él, no sabía cómo había sido, si había cambiado. Me acerqué a su cuerpo transparente, busqué la nariz debajo de la máscara de aire apenas empañada, la prominencia heredada, recorrí su rostro buscando algún parecido en sus ojos cerrados, en la frente atravesada por un corte y unos hilos que unían los pedazos de piel, en unos pelitos grises colgando de un cuero cabelludo con manchas marrones. Pero no encontré nada. No era la primera muerte que veía de cerca, ni sería la última.

Y ahí nos quedamos, hijo y madre, mirando el cuerpo de ese hombre —su padre, mi abuelo—, un gran signo de interrogación, un desconocido, apenas un par de historias interrumpidas. Tratábamos de entender qué se suponía que teníamos que hacer en ese momento, qué sentir. Me giré hacia mi madre, que parecía petrificada con las lágrimas todas desparramadas por la cara, la arrimé hacia el cuerpo y atiné a decirle: “Hablale. Viste que dicen que, aunque estén en ese estado, a veces igual pueden oír si uno les habla”. Entonces le dijo: “Papá... soy Estela, vine con mi hijo más chico y con mi pareja. Vine porque me estabas llamando. Estoy acá. Vos quedate tranquilo. No pasa nada. Quedate en paz”.

El monitor apenas se movía, mi madre se acomodó la cara, le preguntó a la enfermera si había estado consciente, si había hablado. Pero dijo que no, que estaba así desde que llegó en la ambulancia, ni una palabra.

***

Nos instalamos en un hotel en la parte vieja de la ciudad, cerca del barrio Bom Fim —muy apropiado—. La idea era dejar los bolsos, descansar un rato, bañarnos y volver al hospital para el próximo horario de visita. Pero no me bañé ni regresé. Sentí que ya había cumplido con mi parte. Preferí salir a caminar, estar solo, ver algo de la ciudad antes de que cayera la noche. Había parado de llover, el sol apenas asomaba, las veredas seguían encharcadas y la humedad me abrazaba. Deambulé unas horas, sin rumbo, como si buscara algo que todavía no sabía nombrar.

Mi madre y su pareja regresaron al hospital. Los enviaron al departamento de asistencia social: querían hacerle preguntas a mi madre. Entonces apareció una mujer y dijo que la habían llamado porque su padre había muerto. Puedo decir que lo vi un rato antes de que se muriera, que alcancé a ganarle una carrera a la muerte, aunque todavía no sé cuál fue el premio. Ni siquiera estoy seguro de que él supiera de mi existencia. Nunca me vio. Nunca me tomó de la mano. No recuerdo la fecha en que murió. Mi madre tampoco. No es que importe, son datos nomás. Sí recuerdo que era viernes. Buen día para morir.

¿Es posible que nos haya esperado para irse? ¿Será cierto que pidió por su hija al dejar este mundo? ¿Nos habrá oído? No tengo cómo comprobarlo, pero elijo creer que sí. Después de todo, cada quien arma su propio mundo, su propia realidad. Y la fe, dicen, también es una forma de conocimiento. Esta es mi historia. Puedo escribirla como quiera. Podría terminar acá. Pero justo ahí fue donde empezó para mí, aunque entonces no lo supiera.

El propósito de nuestro viaje había terminado. Al volver de mi caminata por la ciudad, pregunté en la recepción del hotel si podían recomendarme algún lugar para salir esa noche. Me guardé tres tarjetas, una de cada lugar. Era viernes y estaba en Brasil, después de todo. No pensaba quedarme en el hotel ni simular un gesto por la muerte de un hombre cuya existencia, hasta ayer, me era desconocida.

Fuimos a un bar en un barrio que se llamaba Moinhos de Vento. Una banda en vivo tocaba bossa nova: Vinicius, Jobim y entre medio, versiones de The Beatles y Pink Floyd. Tomamos whisky y caipiroskas, cantamos, bailamos, nos reímos. Brindamos por el padre de mi madre. Mamá dijo que a él seguro le hubiera gustado hacer algo así. Tal vez estaba ahí y no lo vimos. Nadie lloró ese día.

***

Una mañana, cuando el padre de mi madre tenía tres años, fue en los brazos de su madre —mi bisabuela— a abrirle la puerta cancel de su casa a su esposo, mi bisabuelo. Este metió la mano en el bolsillo de su saco y estiró el brazo hacia ellos, dos golpes secos cortos retumbaron por el pasillo. Mi abuelo cayó al piso llorando, mientras su padre volvió a salir por la puerta y caminó hacia la comisaría. Al parecer ella se había enamorado de otro hombre y él se enteró.

Esta es la historia de mi familia. Ocurrió hace cien años. Y acá estoy, escribiéndola con la esperanza de entender algo, para volverla palabra, para enfrentar la oscuridad del silencio, lo nunca dicho, antes de que todo se disuelva en el olvido, para mover algo, al menos para recordar. Esta noche, mientras mi hijo duerme.

Hace poco, una mujer de esas que ven para atrás le dijo a mi madre —cuando estaba en uno de esos pozos en los que tropieza cada tanto— que su abuela había sido una mujer de inteligencia aguda y una elegancia serena. Pero también, que había cargado con un hondo sufrimiento, que no había conocido la felicidad al lado de su esposo y que, sin embargo, compartía con mi madre demasiadas cosas como para ser casualidad. Le confesó, además, que al morir estaba embarazada, aunque nunca mencionó quién era el padre ni si su marido lo supo alguna vez. Habló también de otra vida perdida, pero esa ya es otra historia.

—Yo me enteré de grande. Era un tema que no se hablaba, como era antes. Y como nunca nadie preguntaba ni decía nada, nunca se habló. A mí nunca nadie me dijo nada más que esto que te cuento ahora, que es lo único que sé. Me lo contó mamá una vez. Nunca me dio por sentir rabia ni rencor hacia mi abuelo, para mí era un hombre manso, tranquilo. Tengo los mejores recuerdos de él, quizás porque son hasta que yo tenía once años, cuando murió. A lo mejor, si yo hubiera sabido esta historia cuando él estaba vivo, lo hubiera mirado con otros ojos.

Los recuerdos son el viento. Brotan, extraños y fuertes, presagios de la tormenta. Al mismo tiempo caprichosos, indomables y serenos, casi tiernos. Siempre están ahí. Creemos elegirlos, pero son ellos quienes deciden, como un dios incierto que crea, acomoda y deshace sin saberlo. El viento es una voz que grita en silencio desde lo más hondo.

***

El día antes de cumplir dieciocho años, el 22 de diciembre de 1940, mi abuelo vendió el derecho de sucesión que estaba a punto de heredar de su difunta madre: una estancia de trece mil hectáreas entre Arerunguá y la Cuchilla de Sopas, en el departamento de Salto, con ganado, casas, joyas. Cambió ese legado por el fulgor incierto del azar y se marchó al Casino Parque Hotel, en Montevideo.

Tiempo después, durante una época de mala racha, el padre de mi madre se instaló en Salto y trabajó en la barraca agropecuaria de su familia materna. Cuando conoció a mi abuela Violeta, ya se había divorciado una vez y eran dos veteranos solterones de treinta y pocos años.

La familia de mi abuela era un poco distinta a la de mi abuelo. Su padre era almacenero, su madre, costurera. Querían que sus cuatro hijos estudiaran en la universidad y con esfuerzo los mandaron a Montevideo: les mandaban comida por encomienda y, tiempo después, regresaron a Salto ya recibidos. Cacho, el mayor, como químico farmacéutico; Beto, mi padrino, cirujano; Celeste, pediatra y Violeta, de partera.

En esa época no existían las policlínicas, así que el trabajo sobraba. Con el tiempo compraron un local y abrieron la botica Colón. Cuando cerraba el almacén, mi bisabuelo se ponía el mameluco blanco y ayudaba a su hijo mayor en la farmacia. Eran de esa gente que no hacía más que trabajar y tender la mano a quien lo necesitara. Cuando adquirieron un campo en Cambará de Arapey, le confiaron a mi abuelo su administración, ya que ellos no entendían demasiado de la vida rural.

Tengo tres fotos en las que aparece mi abuelo. En una está con mi abuela, rodeados de amigos alrededor de una mesa diminuta, repleta de vasos y botellas, en el Club Remeros. Ella ríe a carcajadas —creo que nunca la vi reír así—. Mamá siempre me contó que su padre era gracioso, un gran bailarín —de tango, de bossa nova, de rock and roll—, un bon vivant elegante y encantador.

En la foto familiar del casamiento de Celeste, todos miran serios menos él, ya medio pelado, con un bigotito sobre el labio superior, mirando al más allá, con las manos escondidas detrás de la espalda y mi abuela aferrada a su brazo. En la foto del bautismo de mi madre, los tres ocupan el centro de la imagen. Violeta, alegre y orgullosa, muestra a su hija vestida con un faldón de organdí, con volados en los bracitos. El padre de mi madre mira de reojo, sin disimulo, con los labios apenas separados, a otra mujer.

Mi madre también guarda una foto de una camioneta Ford F2 que era de su padre. En ella se escapaba de noche de la estancia, atravesando campos y pedregales, por caminos de tierra roja, hasta la frontera de Rivera con Sant'Ana do Livramento, donde había un casino.

Una noche, el padre de mi madre le dijo a mi abuela que se quería separar porque no la quería más.

—Bien, perfecto. Aprontá tus cosas y andate.

—Pero no, Violeta, ¿cómo me voy a ir así? Vamos a esperar a mañana, así lo hablamos juntos con Estela.

—No, no, no, de ninguna manera. Dejá que con Estela me entiendo yo.

“Me acuerdo perfecto de que al otro día, cuando me desperté, mamá me bañó, me paró arriba del wáter mientras me vestía y me dijo: “¿Sabés? Tengo que decirte una cosa. Papá se fue”. “¿Cómo que se fue?”, le dije. “Sí, se fue y no va a vivir más con nosotras, porque no nos quiere más”". Mi madre tenía cinco años. La misma edad que tiene mi hijo ahora.

Un tiempo después, la prima de mi abuelo llamó a mi abuela y le preguntó si se podía tomar el día para ir a la estancia en Cambará. Se rumoreaba que iban camiones todos los días a llevarse ganado por las deudas de juego de su esposo. Mi abuela estuvo durante décadas pagando esas y otras deudas.

***

Una o dos veces nos sentamos con mis hermanos en el estar de casa y mamá empezó a hablar de su padre. Ya los tres estábamos en esa edad en que nos podían contar algunas cosas de adultos y podíamos pretender entender algo de ese abuelo que no conocíamos y de quien apenas sabíamos nada. Recuerdo verla llorar como una niña mientras se esforzaba por volver a su papel de madre. Creo que fue un poco antes de que le costara levantarse de la cama, cuando nos dijo que tenía un virus extraño que le había arrancado las ganas de todo. Me llevó años comprenderlo. Incluso después de que a mí también me alcanzara ese mismo bicho.

—Al principio, aparecía cada tanto. De repente sonaba el teléfono y era papá. Y cuando volvía, siempre en un pico de gloria, era como Papá Noel: me traía una campera, una caja de lápices Caran d'Ache de 30 colores, ese vestido soñado, los zapatos carísimos que me paraba a ver en una vidriera a la vuelta de la escuela. Y después, cuando se iba, me escribía una carta desde Paraguay, me mandaba una postal desde Río de Janeiro o me llamaba. Después pasaban tres años, seis, diez, sin saber nada de él. Cuando ya era medio adolescente, me empezó a molestar un poco eso de que apareciera y desapareciera, me parecía raro. Pero volvía, venía a casa, mamá le servía un whisky (que estaba ahí de adorno, porque ella nunca tomó) y charlábamos un rato. A veces, yo salía a cenar con él y sus amigos; cuando se iba a prender un cigarro Dunhill, le decía: “Dejá, yo te lo prendo”, y le pedía un traguito de lo que estuviera tomando y me daba. Le debía plata a un pueblo, a veces volvía refundido y no me enteraba. Le pedía a Alberto, a Rulo, al Flaco, a sus primos de Salto, y después no le pagaba nada a nadie. Pero cuando volvía, hacía un par de llamadas y en media hora estaba armada la juntada. Uno caía con sándwiches, otro con masas, otro con dos botellas de whisky; se quedaban hasta las cinco de la mañana. Nunca nadie le cobró un peso.

***

Un verano, cuando yo todavía no existía, mi abuelo se le apareció a mi padre a la salida del estadio ya vacío —se estaba jugando el Mundialito del 80— y creyó que lo venían a robar. Le dijo que lo estaban por echar de una pensión en la Ciudad Vieja, que no tenía un peso, que estaba en la lona, si podía prestarle algo. Así fue como conoció al padre de mi madre. Le contestó que no tenía en ese momento, que tenía que hablarlo con Estela. Mi abuelo le dijo que al otro día lo iba a esperar en la puerta de la radio, donde papá tenía un programa. “Nosotros vivíamos en el apartamento chiquito de Colonia y Julio Herrera. Eran como las doce y pico cuando llegó tu padre y me contó. Me acuerdo de que me puse a llorar como loca, como loca, como loca”.

Años después, se le apareció otra vez a mi padre afuera de la radio. Esa vez se encontraron con mi madre en un barcito de la galería Polvorín, estaba en una buena racha y trabajaba en la represa Itaipú, en Paraguay.

—Ahí era un gentleman. Con una camisa espectacular, como todas las de él, con monograma, con sus iniciales, D. I., de Martelletti, una sastrería en la calle Yaguarón, una corbata muy fina y un blazer azul, cruzado, de morirse. Y me acuerdo de que me dijo para intentar mantener una relación más fluida, vernos más seguido. Y yo le dije que sí, que todo bien, que podíamos intentarlo. “No perdemos nada”, le dije. “Es como empezar de cero, porque yo no sé nada de tu vida ni vos de la mía”. Y después, cuando se fue, nos dijimos “chau”. Y nunca más lo vi.

Otra vez, el día del bautismo de mi hermana, cuando todavía vivíamos en el apartamento del Centro, unas amigas de mi abuela se estaban tomando un taxi y lo vieron parado en la esquina de enfrente, mirando hacia arriba. En casa a veces sonaba el teléfono, atendíamos, pero nadie contestaba. Sólo una vez pensé que podía ser él, levanté el tubo: “¿Abuelo?”.

Los recuerdos son el viento. Vienen de lejos. Ráfagas que no obedecen a nadie. No creo que alguien pueda decir con certeza dónde empieza un soplo ni en qué punto nace un recuerdo. Entran por rendijas que creía selladas, se instalan en la piel, en la voz, en la manera de mirar. No hay ventana que los detenga ni muro que los aparte; llegan cuando quieren, como un aire antiguo que vuelve de visita. El viento pasa, se disipa; los recuerdos, en cambio, se quedan girando, aferrados a lo que falta, repitiendo su música invisible, hasta que ya no sé si son memoria o sueño.

Este es el vacío. Quien no lo haya habitado no sabe de qué se trata. Hay pedazos de uno que esperan a alguien, y cuando nadie los completa, queda ese hueco: un espacio hambriento de ser llenado. La herida es un punzón que agita el aire. El vacío no se sacia con datos ni con silencios, sino con sentido. Esta es la historia que me repito, sólo para empujar hacia adentro, para abrir un resquicio, para ensayar un modo de colmar el vacío con lo que nunca fue, con lo que no recuerdo, con lo que jamás será.

Después de la primera y única vez que vi a mi abuelo, volvió a aparecerse alguna vez. Siempre en los bordes, en los abismos, en los limbos. Como un duende, como un mago, como un fauno. Su voz —que jamás escuché— parecía hablarme; su mano —la misma que no me animé a tocar en la cama del hospital— me daba palmadas en la espalda. Los fragmentos de su historia me llamaban, me tentaban: a seguirlos, a no repetirlos.

En Bristol, cuando pensé en desaparecer, lo encontré recostado contra un muro, al final de un puente. Di la vuelta y regresé. En Manizales, después de agujerear una pared con el puño, me pareció verlo de reojo, sentadito en el balcón, llorando. Y hace poco, acá en Los Ángeles, mientras me inclinaba sobre la mesa de la cocina, levanté la cabeza y quedamos frente a frente. Tenía tres cartas en la mano.

Agustín Paullier (Montevideo, 1985) es fotoperiodista, periodista y editor. Trabaja como editor de fotografía para la Agence France-Presse para América del Norte desde Los Ángeles; antes hizo lo mismo para América del Sur. Es cofundador de la revista de fotografía Materia Sensible, de la que fue editor.

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