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Foto: Natalia Rovira

La música salva siempre

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Aprender a tocar el violín, la viola o el violoncelo no es apenas desarrollar una aptitud artística, es encontrar concentración, calma, alegría; es formar parte de un equipo que produce el milagro colectivo de la música. Y para estos niños y niñas de la periferia de Cochabamba, es la posibilidad de encontrar el propio valor, de restaurar vínculos, de imaginar el futuro.

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En el corazón de América del Sur, en Cochabamba, Bolivia —donde la pobreza y la violencia marcan la vida de muchos adolescentes—, un viento distinto comienza a sonar. Se llama Wayra (viento en quechua) y es el proyecto musical de la fundación Estrellas en la Calle, que ofrece clases de violín a jóvenes en situación de vulnerabilidad.

Un viaje vinculado a la fotografía me llevó a Cochabamba, en un país que visitaba por primera vez. Me ilusionaba conocerlo, recorrerlo desde lo cultural y lo social, vivirlo más allá de las postales. Mientras investigaba proyectos comunitarios para visitar, me crucé con Wayra y con su coordinador, Pedro Bustamante, quien no dudó en hacer todo lo posible para que conociera la iniciativa. No solo me abrió las puertas, sino que organizó un ensayo especialmente para esta uruguaya entusiasmada con contar historias.

Era muy temprano en la mañana y todo estaba coordinado. Pedro pasaría a buscarme por la casa de mi amiga Sofi. Su mamá, con esa mezcla de cuidado y ternura, me daba todas las instrucciones por si surgía alguna eventualidad. Yo insistía en que podía ir sola, pero no hubo manera: Pedro no quiso darme esa ventaja.

Desde el primer momento, el ambiente en el auto se sintió liviano. Pedro era de esos que hablan con naturalidad, de conversación fácil. Al poco rato ya estábamos charlando de política y de fútbol, temas que aparecían con espontaneidad y ayudaban a romper esa barrera de los primeros minutos.

Entre una charla y otra, me fue contando sobre su proyecto, su carrera y los estudios que había realizado en Argentina. «El proyecto Wayra surgió de manera piloto dentro de la fundación Estrellas del Sur, donde ya funcionaban otros programas sociales. Con mi esposa ya habíamos trabajado en algunos proyectos sociales en Bolivia, más o menos con esa misma visión. Sin embargo, con el tiempo, muchos de ellos terminaban cobrando por sus servicios y se instalaban en zonas céntricas de la ciudad, perdiendo así su verdadero alcance social».

Más tarde, ambos se fueron a estudiar a Buenos Aires, donde conocieron la ONG Las Tunas, que trabajaba con un sistema similar, inspirado en buena medida en un modelo desarrollado en Venezuela. Esa experiencia terminó de darle forma a la idea que hoy impulsa Wayra: un proyecto que busca mantener la esencia del trabajo social, sin perder el contacto con la comunidad ni el sentido de compromiso que le dio origen.

—Le sugerimos directamente a la fundación implementar ese tipo de trabajo dentro de uno de los proyectos que ya tenía en marcha. Ellos venían desarrollando varias iniciativas de prevención desde fines de los años 2000, y fue entonces cuando se creó uno de sus programas más importantes: el Proyecto Fénix. Este trabaja con poblaciones vulnerables en zonas que si bien no llegan a ser favelas ni villas, presentan altos niveles de precariedad. Son barrios donde se evidencian problemas de consumo de alcohol y drogas, la presencia de pandillas juveniles y situaciones sociofamiliares muy complejas. La mayoría de los chicos que forman parte de esa comunidad son hijos de padres que enfrentan problemas de alcoholismo o adicciones. Muchos de ellos viven en entornos marcados por la violencia y la inestabilidad laboral; la mayoría de los adultos no tiene un empleo fijo y se sostiene con trabajos informales o ventas callejeras.

Ya quedaba poco para llegar cuando pasamos a buscar a Franz Beltrán, uno de los nuevos educadores del proyecto. Se integró fácilmente a nuestra charla; me contó que conocía Uruguay, que era percusionista y que sentía un profundo amor por el candombe y por toda nuestra música. Ya estábamos llegando y yo trataba de conocer un poco más de cómo se inició este proyecto...

—A mediados de 2019 comenzamos como una actividad dentro del Proyecto Fénix, trabajando con unos 30 chicos de la población, entre los más de 100 que ya integraban el programa. Fue una experiencia piloto, pensada más para detectar intereses que aptitudes. Hicimos una pequeña prueba, y con quienes mostraron afinidad por la música, arrancamos. Había cuatro o cinco educadores que también estaban aprendiendo a tocar cello, viola y violín junto con los chicos, compartiendo el proceso dentro de la orquesta. A los cuatro meses dimos el primer concierto. Fue breve, pero muy bonito. Para mediados de 2022 recibimos un apoyo presupuestario que permitió abrir otra sede orquestal en Pucará, la que estamos yendo a visitar. Empezaron a fines de ese año, en una casa que antes era un depósito. Era la primera vez que la fundación trabajaba allí, y no había población estable, así que fue necesario empezar desde cero.

Pucará

A medida que el auto avanzaba, el paisaje cambiaba: las calles de tierra, las casas bajas y las montañas al fondo marcaban el ingreso a otra realidad. El ruido de la ciudad había quedado atrás.

Al llegar, nos recibió una construcción sencilla, levantada con esfuerzo. Era la casa que antes había sido un depósito y que ahora funcionaba como sede del proyecto. Allí, se reúnen jóvenes de entre 9 y 15 años dos veces por semana y llenan el espacio de sonidos, aprenden a leer partituras, a tocar en grupo y participan en talleres de sensibilización.

—Mi papá me obligó a venir. No le encontraba sentido, pero después entendí que la música duplica el sentimiento que tienes en ese momento. Si sientes felicidad y escuchas algo alegre, se potencia; si estás enojado, te calma. Y eso es algo que no me di cuenta hasta hace poco. Por eso me interesó más esto: me ayuda a sentir, a explotar mis emociones hacia algo que realmente quiero sentir —dice Luis Grandiniere.

Wayra no es solo una escuela de música, es un refugio y un espacio de transformación. La música mejora la concentración, la autoestima, los hábitos; los ayuda a expresarse, a comprender lo que sienten, a encontrar calma. También es un lugar donde nacen amistades duraderas y se crea un sentido de pertenencia. En una etapa de la vida en que los vínculos son fundamentales, los adolescentes aprenden a confiar, colaborar y apoyarse. Descubren el valor de tener amigos y de sentirse parte de un grupo que los sostiene.

Puedo calmar mis enojos y mi ansiedad. Cuando tenía enojo, tocaba; cuando tenía tristeza, también. Con tal de no lastimar a alguien. Simplemente me calmaba. Lo expresaba a través de la música. Gracias a eso pude entender algunas cosas y entenderme a mí misma también —cuenta Kayli Moya, una de las alumnas del proyecto.

Mientras compartían sus experiencias, Pedro y Luz María —otra de las coordinadoras— preparaban una pequeña colación: galletas y agua de canela servida en vasos metálicos. El aroma dulce se mezclaba con el murmullo de las cuerdas afinándose y con las risas de los más chicos, que entraban corriendo desde el patio.

—Soy Luz María Solano, educadora del Proyecto Wayra. Además de dar clases, me encargo del área social: realizo visitas a las familias y hago el seguimiento educativo de los estudiantes. Las visitas sirven para conocer de cerca sus historias, ver dónde viven y comprender qué necesita cada uno. Cada chico que llega al proyecto trae consigo una realidad distinta y acompañarlos también significa mirar ese entorno, entender lo que hay detrás de sus silencios, de sus ausencias o de sus dificultades. Además, parte de mi trabajo es corroborar que los chicos estén usando bien los pequeños apoyos que reciben. Como proyecto, intentamos cubrirles el pasaje y ofrecerles un pequeño refrigerio cada vez que vienen. El financiamiento que tenemos alcanza justo para eso: los pasajes y algo de alimentación. Es poco, pero significa mucho para ellos, porque a veces esos dos pesos con cincuenta son lo que hacen posible que lleguen hasta aquí.

Aprovecho para hablar con los chicos durante el receso de 15 minutos.

—Desde siempre me ha gustado la música. Mi mamá ha influido mucho en esta parte de mi vida porque siempre está escuchando todo tipo de música. Es muy bonito y también relajante, en especial la música clásica, que ayuda al cerebro y a la concentración. A veces estudio escuchándola porque me ayuda a enfocarme mejor —agrega Libertad Zurita, de 15 años.

Cada ensayo es un acto de transformación. Entre arcos, cuerdas y risas, los adolescentes descubren su talento, aprenden a trabajar en equipo y se reconocen capaces de cambiar su propio destino.

Ahora, el proyecto Wayra —que se sostiene gracias al esfuerzo colectivo y la autogestión— atraviesa un proceso de resistencia. La falta de apoyo económico por parte de distintas entidades y benefactores pone en riesgo su continuidad. Mantener vivo Wayra es apostar por un futuro distinto para estos niños y adolescentes que, día a día, aprenden a superar un contexto donde todo cuesta más.

Proyecto Wayra: www.estrellasenlacalle.com/projects.html. Documental: https://youtu.be/IO0H3oM3Nbw?si=Y13jYu-Enpcr9xm5.

Natalia Rovira es una fotógrafa, docente, periodista deportiva y realizadora audiovisual uruguaya. Se destaca en el ámbito de la fotografía documental y el fotoperiodismo.

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