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Ilustración: Matías Reyes

Noelia

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Este relato inédito de la escritora argentina María Moreno va delineando un paisaje a partir del deseo, el poder, la sumisión, entre el humor y la poesía, porque el erotismo también puede ser patético, letrado, risible y, por supuesto, doler.

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Era un día de verano. Ya se sentía el bochorno y yo me la pasaba en la cama, frente al ventilador. De noche se levantaba viento, lo suficiente como para permitirme dormir. Soñaba mucho, casi siempre pesadillas. Recuerdo que en todas me perseguían y yo escapaba. Corría y también lloraba. Al despertar, mi cara estaba seca pero tenía la mandíbula apretada y la lengua adormecida. De día me dominaba el desasosiego. Había dejado el alcohol. O él me había dejado a mí. El hígado, habitualmente silencioso, se cobraba en náuseas y mareos los años de alegre disipación. No sufría. En la abstinencia y bajo el rociador del agua, se restablecía el croquis del cuerpo, los poros ya no exudaban esa mezcla almizclada de formaldehído y sudor que el hueco de las axilas cobijaba hasta llegar a la nariz. Es cierto que llegaba con una especie de sordina, ya que el alcohol me intoxicaba, aturdiéndome. Que el goce era corto, brutal y me dejaba indiferente que fuera o no recíproco. Ahora estaba “limpia”. Olía a bebé —deliraba—, a crema humectante, a perfume. Lentamente los sentidos regresaban pero no la sensualidad, la ternura y el deseo. Me masturbaba con falta de fe como si lo hiciera con angustia o dolor y alcanzaba un leve cosquilleo que se parecía a las ganas de orinar o al comienzo de una cistitis. Esta última imagen da mejor cuenta de cómo me sentía. “Un bofe”, solía decir una amiga.

Entonces llamé a Noelia. Excitable por razones profesionales, sabía fingir con un repertorio repetido de gorjeos, de suspiros y de grititos capaces de dar al macho la respuesta esperada ante una performance superior, pero que a mí me tenían sin cuidado, como al depredador el vuelo del depredado, si este vuela lo suficientemente cerca como para eludir el esquema visual preciso que desencadena la agresión. Si elegí a Noelia fue en nombre de eso que las actrices denominan “memoria emotiva” y yo podría traducir en “memoria sensual”. Me había acostado con ella: fue agradable, sin consecuencia, un poco brusco. Noelia me inspiraba canciones, poemas y títulos de novelas, jirones de prosa propia y ajena. Todo con ella podría tener el nombre de “ejercicio”.

Era muy alta (“Eres alta como un maldito riel”), tenía las sienes estrechas, los ojos muy separados (“yo te llamaba Caballito / tú no tenías ningún nombre para mí”). Gustaba mucho a los hombres porque tenía el cuerpo esbelto y flexible, un culo musculoso y alto (“Jamaica Delhida / cómo te deseo”) sin ningún tatuaje que distrajera de sus formas, ningún piercing que molestara al besar. Llevaba con los cordones sueltos los borceguíes, cuyos bordes ensanchados hacían que sus piernas fuertes y velludas parecieran muy flacas, y la lengüeta de cuero, la de un animal amenazante. Era un desalineo estudiado y nunca se peinaba (con esos rizos alborotados parecía una coliflor).

Tenía novia, no siempre la misma, pero le duraban cierto tiempo, luego las dejaba por otras, pero nunca las engañaba y las trataba con una dulzura casi maternal. No mediaba el dinero con ellas, pero siempre se quedaba con algo que no le pertenecía: una remera, un aro, una planchita para el cabello.

La llamé casi de madrugada porque sabía que estaba despierta o en el tren urbano que salía de Once, rumbo a su barrio, después de haber trabajado toda la noche y aprovechando para contar el dinero recaudado (lo ocultaba en un bolsillo de la cartera y lo contaba sin mirar, atenta a cualquier movimiento de los pasajeros). Vivía en Flores, ella se apresuraba a aclarar que “en el alto”, porque se consideraba una belleza fina al que todo el mundo quería agasajar y no una puta. Y se atrevía a decir, sin vergüenza, más bien con desaprobación, “esa está trabajando”, cuando veía, en las esquinas de Balvanera, a una colega sacando culo bajo su pollera de licra fosforescente. La llamé porque le tenía confianza, conocía hasta dónde podía llegar o creía conocerlo. Además tenía que exorcizar la escena en que la había conocido y, como soy supersticiosa, me obsesionaba. Fue durante un asado en el Gran Buenos Aires, en una unidad básica que hacía una colecta para sostenerse. Era una casita colorada a la que se llegaba por un camino rodeado por macetas de malvones blancos y las tiras plásticas de la cortina que tapaba la puerta componían la cara de Eva Perón. Ella salió de la puerta, o sea que rompió el rostro de Evita, con un plato de carne que apoyó en el borde de la parrilla. Luego sacó un limón del bolsillo y lo exprimió sobre lo que parecían churrascos.

—Es riquísimo el corazón, si se lo sabe hacer —dijo, sabiendo que esperábamos los emblemáticos choripanes, mientras enarbolaba una tramontina y la afilaba con un cuchillo.

Después, tomó uno a uno los corazones, y les sacó la grasa y unas finas venitas que los envolvían. Yo estaba atenta y levemente asqueada. Era la única víscera que no comía junto a los riñones, que siempre me parecían sucios de orina. Además no como nada cuyo nombre me provoque asociaciones literales (ropa vieja, niños envueltos). La tramontina era excesiva para sus tareas, pero pronto me mostraría su verdadera utilidad. Pegó varios golpes y los corazones se partieron mostrando su ¿corazón? de sangre oscura y viscosa. Sentí una puntada en el pecho que me dio vergüenza. Pensé que esos corazones debían de ser duros, puesto que necesitaban de la tramontina para romperse. Luego saló, salpimentó y los echó en una parrilla improvisada sobre unos ladrillos. Cuando la carne estuvo crujiente y olorosa, vuelta y vuelta, no sentí nada, después de todo era de una vaca muerta. Vaca Muerta era un nombre que se repetía en la charla de mis compañeros y que yo no escuchaba. Me pareció otra señal de mal agüero.

Cuando Noelia llegó a mi departamento se quedó parada con aire de cortedad, esquivando dirigir una mirada directa a la cama. Llevaba un peinado comanche y una camiseta de malla que trasparentaba los pechos, uno de los pezones se le escapaba por el tejido. No era sexy, era cómico. Vi que tenía el tórax en quilla, secuelas de raquitismo. ¡Ah, esas bellezas de garaje! Miró una foto en la pared donde aparezco junto a María Elena Walsh. Dio unos golpecitos en el vidrio, como si sospechara que era una estampita. Luego se entretuvo con los juguetes que había sobre la mesa. Probó un cascanueces con la forma de un par de piernas de mujer. Se agarró el dedo riéndose.

—Está re bueno.

Luego, levantó el despertador coreano rosa, al que le faltaba la tapita.

—¿Viste lo que aguantan? Las pilas valen más.

Le dije que se desvistiera y se acostara sobre mí. Lo hizo. Pero no pasó nada.

—Nena, ¿así qué querés que pase? ¿O sos Buda?

Me desilusionó pero la alenté a inventar algo que me sorprendiera. Se puso las manos en la frente y se sentó en la cama —un colchón pelado—. Me lanzó una mirada insinuante. Pero no le creí. Entonces comenzó a aplicarme un Kama Sutra retórico que me hizo cosquillas. La empujé de una patada (no muy fuerte) fuera de la cama. Se puso de pie y se acercó misteriosamente a la mochila. Vi que sacaba la tramontina y me ponía una cara feroz, pero era tan mala actriz como la Sarli.

—Hay que probar con esto, aunque no sea lo tuyo, a menos que seas cagona.

Además, no había por qué tener miedo: la conocía y había estado con ella. Suspiré recordando las sabias palabras de Dómina Kelly: “En la Argentina no hay dominantes profesionales; al S/M se lo ofrece como un servicio más del rubro 59”. Se acercó e intuí que el plan era cortarme los breteles del corpiño y los bordes de la bombacha, pero yo no tenía ropa interior, sí en cambio el camisón deformado de las deprimidas crónicas. Entonces me agarró de los pelos. Por pura ley de gravedad, mi cabeza rebotó contra sus borcegos.

—Lamémelos.

Se los escupí. Con sorpresa primero y con melindres después, se puso a lustrarlos con las sábanas que estaban en el piso. Totalmente ensimismada. Se me tiró encima y amagó un ahorcamiento dubitativo. Le di una piña (suave). Pegó un salto y se metió en el baño. Las dos nos reíamos. La seguí: se miraba en el espejo estudiando su cabello. Casi se peinó (digo casi porque solo se ordenó dos mechones sobre un ojo). Luego se humedeció los labios y se tiró agua en la cara haciendo un hueco con las manos. Fui a la cocina y traje una botella de fernet. Le serví un buen trago y yo me abstuve, dije que no con un ademán exagerado, mi decisión me ponía solemne. De lo que pasó en el medio tengo un blanco. Me desperté tirada en el piso y esposada a la mesa. Ella estaba mirando tele con el vaso en la mano. Levanté la mesa y me solté. En sus ojos vi el miedo, un miedo infantil como ante la alpargata enarbolada por una madre. Soy fornida, sobre todo cuando estoy un poco asustada, no soy S/M, soy violenta. Agarré la mochila y la vacié sobre el piso. Había una jeringa y una muñequera de cuero. Me reí a carcajadas (fingía). Ella se agachó a recoger todo con la mano en la cintura como si tuviera ciática. Luego volvimos a la cama. Me tranquilicé. Se me debe de haber notado la lágrima de desilusión neurótica, no el miedo de quien teme terminar como la chica de Buscando a Mr. Goodbar y con una chica. Se me acercó con besitos ladinos, dados con esa boca en la que antes había visto hacer aparecer y desaparecer un escarbadientes, cuando ella estaba en la unidad básica sentada en la mesa del bar comiendo corazón con un gremialista al que amenazaba con el tenedor alzado en forma de catapulta. Olía a fernet, a chipá y a enjuague bucal.

—¿Cómo te llamás?

—Margarita.

Yo la conocía por Noelia. Qué ternura: me entregaba el nombre criollo de tres generaciones de empleadas domésticas. No era agradable, sus dedos me abrían con una precisión que me pareció demasiado profesional, casi me lastimaba. Era hábil como un carterista, pero yo extrañaba el amateurismo de los zaguanes. Me rodeaba la cintura con un brazo, sentía su aspereza, las rugosidades de cicatrices que imaginaba pero no había visto. Le toqué el revoltijo del peinado. Alzó bruscamente la cabeza y comprendí que en ese juego no debía tocarla. Yo estaba seca, cerrada como una virgen, incluso paspada. Le dije que se fuera, que me perdonara, que se llevara la botella, a lo mejor otro día..., se me caían las lágrimas. Me soltó y volvió a hurgar en su mochila pero no presté atención, me tapaba los ojos con un brazo. Volvió con la tramontina en la mano. Mostraba los dientes detrás de los labios apretados. Sentí miedo, pero no quise dar el brazo a torcer. Me atrajo hacia ella con rudeza y me inmovilizó mientras me sujetaba las manos a la cama. Sus melindres anteriores habían sido solo un preámbulo, la introducción a una escena... ¿pero cuál? Bajó la cabeza hasta rozarme el pecho, sentí que trazaba con la tramontina una línea delgada y sinuosa. Creí que me buscaba los pezones, pero no. Esperé resistiendo el dolor y aguantando hasta donde pudiera. Yo trataba de imaginar un dibujo, una palabra. Permanecí inmóvil sabiendo que si me movía la herida sería más profunda. Se apartó y me miró sangrar librándome las piernas. Yo también me miré. Una N se extendía sobre mi pecho, empezaba a deformarse en gotitas que corrían abajo y coagulaban casi hasta llegar al ombligo. Esperé que continuara y el miedo dio paso a la resignación, la tramontina brillaba, solo la punta estaba manchada de sangre. Tenía palpitaciones pero no me quejaba. Estaba paralizada.

Atenta, sentí en la piel las ondas concéntricas del placer que volvía con una especie de sordina (“La tormenta revuelve el jardín cerrado / hay trópicos en los cuerpos y en los corazones”), el anuncio de una descarga que se replegaba con intermitencia, pero que insistía en remontar su roca de Sísifo (“sin embargo, me has puesto en el regazo / trabajándome hasta verme alcanzar / la parte sencilla de mi éxtasis”) al son del chasquido líquido de los pechos (los pechos, no los senos, quiero decir el pecho de ella y el mío), debido al calor de esa mañana de verano, con las persianas alzadas por descuido durante la noche anterior (“yo iba a extraer del río, lo juro / la blanda pepita del placer”). Música de cañerías. Flujos y reflujos inevitables de describir en términos de metáforas marineras. Me había montado casi con dulzura, pero ahora buscaba su placer con los ojos cerrados hasta que lanzó una especie de silbido (“separadas una de la otra por la tormenta, / vi el relámpago que te cruzaba la frente. / ¿Por qué todas lloramos al volver?”).

—¿“N” de “Noelia” o de “novia”? —pregunté, haciéndome la viva.

Me contestó con una cifra de tres dígitos y subrayándola con los dedos. ¿Me tomaba por un hombre o me desestimaba como novia? Un nubarrón de prosa barata cayó sobre mi memoria poética (flaca / tre cuartos de cogote) y fantaseé que ella era lo suficientemente astuta como para pasar la cuenta después de haber gozado. Yo no era una novia, entonces, ¿en qué serie me ponía? Era la idiota de siempre: bastaba un jueguito banal, un lugar común de las artes de la guerra erótica y ya me creía ante el enigma de la mujer. ¿Qué era yo entonces? Un corazón cosido y masticado. Fui hasta mi cartera y saqué un fajo de billetes de 100 que me había entregado el cajero automático. Agregué otros muy gastados: humillación por humillación. Ella se mojó los dedos con saliva y los fue poniendo en pilas de diez sobre la cama. De vez en cuando me lanzaba una sonrisa coqueta y pudorosa, como si estuviera contando flores. Entonces tuve una idea, después de todo, no soy tan pusilánime. Me acerqué al ventilador y lo prendí al máximo. Los billetes volaron hasta el techo y se esparcieron por el cuarto. Frunció el ceño y debió calibrar en su imagen agachada recogiéndolos, bajo mi mirada, alguna pasada humillación.

—¡Perdí! —dijo, y se tiró sobre la cama.

Fuera de estado, me había mareado todo ese vaivén. Y sentí que ya no podía volver a armar versos con la memoria. Quería pensar (“Amor se fue / mientras duró...”). Me tomó la cabeza entre las manos y comenzó a acunarme (“amor se fue...”). Entonces, un pequeño infarto en mi disco rígido y balbuceé “Amor...”.

Me lanzó una mirada de suspicacia. Esa vez fui yo quien tuvo que mirarse en el espejo.

—¿Así que ese era todo tu secreto? —le dije a mi reflejo.

Busqué la botella de fernet y me serví. Si una abstinencia lleva a la otra, su interrupción llama a otra interrupción. Cuando volví, Margarita estaba colocando una sábana limpia sobre la cama —había dejado de lado la que había usado para lustrarse los borsegos—, atenta a la prolijidad de las aristas, como una pupila hacendosa. No recuerdo cuándo me dormí. Al despertar, vi los billetes tirados, mis llaves colgando de la tranca de la puerta del departamento. En la mesita de luz faltaba el cascanueces y el reloj despertador.

María Moreno es narradora, periodista y crítica cultural y una de las voces más importantes de la literatura argentina de las últimas décadas. Sus ensayos y crónicas le han valido el reconocimiento internacional y, entre otros galardones, recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas.

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