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Ilustración: Juan Palarino

Visiones del desierto

12 minutos de lectura
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La historia de amor de Gander con la exploración, la observación y el registro no empezó con él. Ni con su madre, que lo trajo al mundo bajo la rara luz del Mojave. Tal vez incluso haya empezado antes de que su abuelo materno se hiciera aficionado a mirar los pájaros y dibujarlos en un cuaderno. Una larga línea familiar de observadores de la naturaleza lo llevó a hundir los zapatos en la arena salitrosa del lago Sambhar para encontrar a los flamencos y ver, como otros antes que él, las líneas secretas que conectan las cosas del mundo.

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Editar

Nací (o me dieron a luz, como suele decir la gente de mi pueblo, de origen mayoritariamente hispano) en el municipio desértico de Barstow, California, una zona empobrecida. Mi madre, Ruth, era joven e inexperta; su matrimonio estaba a punto de desmoronarse. Yo fui el hijo con el que ensayó su maternidad, y conmigo hizo cosas que, vistas en retrospectiva, asegura, llegaron a horrorizarla, aunque también sospecho que habrá sentido un orgullo secreto por el modo en que salimos airosos de todo. A veces me dejaba solo en mi corralito, de mañana, y se iba a pasear largamente por el desierto con nuestro border collie, que al menos una vez la salvó de las gruesas serpientes de la zona que salen a cazar en los arenales antes de que arrecie el calor de la tarde.

Mi madre tenía afición por el naturalismo. Un gusto estimulado por su padre, un inmigrante sueco amante de la poesía y ferviente observador de aves. En esos paseos que daba por el área natural de Rainbow Basin, un paraje de formaciones rocosas enrevesadas, estratos multicolor y cañones, iba siempre con los ojos bien abiertos. Hacía listas de flores y de pájaros, y juntaba fósiles, entre ellos un fragmento de costilla de camello petrificada. (Todo eso antes de que el área fuera declarada hito nacional). En sus libros de ornitología, las fotos y las descripciones de los lugares van siempre acompañadas por innumerables fechas y marcas. Al igual que su padre, ella también dibujaba bocetos in situ de las aves que veía, y más tarde, en su casa, los embellecía con lápices de colores. Al momento de su muerte, había documentado el avistamiento de 1.000 especies distintas de aves, entre ellas, algunas bastante raras, como por ejemplo, un trogón violáceo y un águila arpía, ambas en Costa Rica, un mérgulo piquicorto en un acantilado de Alaska y una de las grullas más amenazadas de la sabana de Kenia, la coronada gris. Junto con sus libros sobre pájaros heredé varias hojas de una libreta en las que había hecho, durante una excursión por el desierto de Mojave, calcos de huellas fósiles de flamencos prehistóricos.

Fue esa pasión de mi madre por el Mojave, por la exuberancia que le inducía la luz del desierto, lo que me alentó a estudiar geología en la universidad y después a explorar y escribir sobre los desiertos del mundo: el Gobi, el Sahara, Atacama, el Thar, el Taklamakán, Chihuahua y tantos otros. Descubrí que los desiertos despertaban en mí un tipo de atención muy especial; que mis pensamientos, siempre críticos y errantes, se serenaban mientras la vasta y aparente uniformidad del paisaje iba poniendo en perspectiva cierta relevancia excesiva que yo mismo me otorgaba, y mi cuerpo y mi mente se transformaban en un único órgano perceptivo —un órgano que servía no solo para percibir, sino también para escuchar—. Siempre me fascina la idea de que a lo largo de los siglos, las culturas y los continentes los seres humanos han habitado los desiertos, pero que también, en ocasiones, se han adentrado en ellos de manera intencional, en busca de experiencias visionarias. En virtud de su severidad, un desierto es capaz de inducir una disposición permeable y meditativa.

***

Unos años atrás, durante un viaje a Rajastán (India), visité el desierto de Thar, una vasta extensión de inmensas dunas movedizas que bordean el lago de Sambhar, un humedal de agua salada que resulta un verdadero paraíso para unas 97 especies de aves. Miles de flamencos, grandes y chicos, muchos de ellos procedentes de Asia central y Siberia, emigran al lago Sambhar entre octubre y febrero. Quise ver si tenía suerte.

Mientras nos dirigíamos con mi chofer hacia el oeste desde la capital del estado, Jaipur, empezamos a notar cómo el campo reseco se hacía cada vez más amplio, salpicado acá y allá de khejri moribundos y de árboles de neem. Aunque el terreno era plano, desde el auto, cada tanto, llegábamos a vislumbrar fragmentos de las montañas Aravali, con sus escarpadas laderas de gneis ocre. Cada vez que pasábamos por alguna de las innumerables aldeas, yo intentaba, sin éxito, hacer contacto visual con los langures hanumán con los que me iba cruzando y que estaban siempre sentados como centinelas en los tejados de los negocios o en los muros fronterizos. Había más búfalos de agua que ganado doméstico. Por los caminos del mercado circulaban enormes dromedarios: arrastraban carros de madera con dos o cuatro ruedas, e iban guiados por hombres que vestían, casi sin falta, safas blancas (la prenda emblemática del varón mayor de la familia).

Sin ningún motivo en particular, mi chofer me dijo que los animales y los seres humanos son capaces de entenderse. Cuando farfullé algo sesudo para darle la razón, agregó: “Los animales no leen entre líneas. Con ellos se puede ser directo”.

​En menos de dos horas llegamos a la ciudad de Jobner y cruzamos su bullicioso mercado central. Fabricantes de alfombras, joyeros, bordadores, vendedores de herramientas agrícolas e impresores artesanales trabajaban en locales abarrotados, con los toldos abiertos para evitar el resplandor de la tarde desértica. Infinitas versiones de un mismo perro —flaco, marrón y sucio— rengueaban entre los autos, merodeaban bajo los andamios de bambú en las fachadas de los edificios en construcción o bien yacían inconscientes por las calles laterales. Me impresionaron los coloridos saris de las mujeres (rojo oscuro, naranja, amarillo) y sus joyas elaboradas. Inmensas argollas de oro en la nariz, aros, pulseras y broches relucientes para el cabello. Muchos de los varones tenían el pelo teñido con henna y usaban anillos de plata en los dedos. Algunos llevaban diamantes en las orejas. En claro contraste con el paisaje polvoriento y arrasado por el sol, la indumentaria rajastaní me pareció deslumbrante.

***

Después de Jobner pasamos por campos de mijo y por una fábrica de ladrillos con altas chimeneas. El paisaje árido estaba regado de arbustos y de árboles de jojoba. Afuera de una serie de casitas desvencijadas, las mujeres restregaban platos y utensilios de cocina usando arena y cenizas. Se veían pocos hombres. En general eran las mujeres, por lo que iba viendo, las que sacaban a pastorear las cabras y los búfalos que mordisqueaban tallos resecos en las alcantarillas.

Para cuando llegamos a las afueras del pueblo de Sambhar Lake, hacía más de dos horas que estábamos en la ruta. Un vendedor de chatarra empujaba lastimosamente un carro destartalado. Mi chofer frenó y le pidió indicaciones para llegar. No bien cruzamos con el auto una suerte de terraplén cubierto de vías férreas, pude ver, del otro lado, a lo lejos, arena blanca y el lecho de un lago seco. Las palomas se posaban en los cables telefónicos y unas libélulas anaranjadas zumbaban trazando amplios arcos. En lugar del aire refrescante y salado típico de una playa, el sitio desprendía un olor turbio y vagamente químico.

Yo estaba bien despierto y con ganas de vivir una experiencia. Sin embargo, durante los siguientes kilómetros ese lecho lacustre, amplio y reseco siguió prácticamente vacío. Cuando vimos a un grupo de mujeres con saris rojos que se alejaban de la ruta por encima de un dique que unía dos salinas secas, le pedí al chofer que parara a preguntarles por los flamencos. Salimos del auto como pudimos, nos estiramos un poco y avanzamos hacia las mujeres, que ahora se habían sentado a la sombra del único árbol del lugar. En el suelo, bajo una vasta corteza reseca, tiznada de plata por riachos de sal, la playa sobre la que caminábamos se hundía como si estuviera hecha de arcilla húmeda.

Una vez que atravesamos el canal de agua por un precario puente ferroviario de hierro, vi que pasando las mujeres, más lejos, había unas pocas cabezas de ganado, parcialmente ocultas por los diques. Eran las 12 del mediodía y casi todas esas bestias oscuras estaban echadas en el suelo. Las mujeres se quedaron sentadas mientras nosotros nos acercábamos. Mi chofer me explicó que no hablaba rajastaní, pero que igual les iba a preguntar en hindi.

A la mañana y a la tarde, le respondieron las mujeres. Esos eran los horarios en que solían aparecer los pájaros grandes. Únicamente muy temprano, cuando salía el sol, o bien cerca del ocaso.

Se me partió el corazón. El chofer tenía que devolver el auto antes de que anocheciera. Me quedé mirando la playa; en la costa lejana, llena de árboles bajos y calcáreos, apenas si se discernía el agua. De los flamencos no había ni rastros.

Manejamos un poco más, sin suerte. Pasamos junto a una escuela rústica, a un grupo de animales de pastoreo arrodillados bajo el calor, a unas cuantas mujeres que guiaban rebaños de ovejas. Cruzamos la pequeña aldea de Jhapok y después el ínfimo poblado de Korsina, donde unos seis o siete hombres estaban reunidos en un chaupal de hormigón, suerte de centro edilicio de la comunidad, construido en torno al tronco de un árbol peepul. Desde sus ramas, un atento pájaro mosquero vio pasar el auto. Cuando aparecieron unos carteles que señalaban el templo de Shakambhari Mata (diosa del alimento y encarnación de Durga), le pedí al chofer que me llevara. ¿Por qué no?

Nos sacamos los zapatos y subimos la escalera del templo. La puerta estaba abierta; en el quicio había marcas de palmas color carmesí, patrones de puntos y esvásticas rojas. En el medio del hall central, rodeado de humeantes sahumerios de sándalo y alcanfor, un león de cerámica dorada, el animal tótem de la diosa, miraba de frente un santuario interno hecho de granito y madera minuciosamente tallada.

Dentro del santuario, el altar para Shakambhari Mata estaba decorado con guirnaldas de flores de areca. En el piso, bajo esa diosa de cara color caqui, una cabeza de león se asomaba desde el dobladillo de un cortinado marrón. Amontonados debajo de las patas del león había raíces de vetiver, cocos tiernos, bananas y flores (ofrendas de los devotos). Sobre el altar lateral, un toro de piedra —la forma animal de Shiva— contemplaba un lingam regado de pétalos anaranjados, todo bajo la atenta mirada de una figurilla tallada de Hánuman, el heroico dios mono del Ramayana.

Mientras presentaba mis respetos, pensé en la cantidad de dioses hindúes que aparecen representados como animales con rasgos humanos. Me pregunté si esas características compartidas daban a entender una concepción del mundo según la cual los humanos resultaban menos excepcionales de lo que son para la cultura occidental. Y pensé también en la tradición poética Sangam tamil, en la que se consideraba imposible escribir sobre los sentimientos humanos como si no se vieran afectados por el mundo que los rodea y en relación con ellos. Los poetas Sangam creían que la frontera entre el paisaje interior y el exterior era porosa, y que el objetivo último de la poesía consistía en disolver cualquier hiato entre el mundo y el yo. He aquí un ejemplo del poeta Māmalātan (siglo I de nuestra era):

Lo que ella dijo

¿Realmente no tienen
en la tierra a la que se ha ido
ciertas cosas
como gorriones
de plumas gruesas, del color de los nenúfares mustios,
picoteando granos que se secan en jardines,
jugando con el polvo fino y disperso
del estiércol en las calles
y viviendo con sus pichones
en los ángulos de un altillo
y tardes penosas,
y soledad?1

Metí un par de billetes en la caja de las donaciones. El sacerdote del templo nos pintó con kumkum unas marcas rojas en la frente y nos regaló un puñado de caramelos de jeera. Salimos, chupando los dulces, y fuimos hacia el patio de observación, donde un sacerdote anciano con una musculosa blanca y anillos plateados en todos los dedos pasaba una escoba. Mi chofer le dijo que habíamos venido al lago Sambhar para ver a los flamencos. Al viejo sacerdote se le iluminaron los ojos, se dio vuelta y señaló algo. Seguimos la trayectoria del dedo y vimos, a la distancia, una extensa línea blanca de flamencos dentro de una franja de luz pura. Busqué mis binoculares.

***

Aunque ya eran casi las tres de la tarde, el chofer se avino a esperarme. Bajé la escalera del templo hacia la playa embarrada. Empecé a caminar por ese suelo blando con la torpeza de una marioneta: levantaba mucho las rodillas y pisaba fuerte. El fango se me adhería a los zapatos; era una masa hedionda y bacteriana que luego borboteaba bajo las suelas revelando los matices oscuros de las algas. Todo sobre lo que pisaba, me iba dando cuenta, estaba vivo.

Pasaron unos 20 minutos, pero, cuanto más me acercaba al agua, esta más parecía alejarse. Llegué a pensar que me hallaba frente a un espejismo. Volví a levantar los binoculares. El agua seguía ahí, al igual que los flamencos; se movían en grupos, con la cabeza en alto, giraban de un lado al otro, con la cabeza gacha, rozaban el agua, que estaba saturada de colores. También había patos: siluetas oscuras que solo se ocupaban de los suyos.

Pero entonces me preocupé: ¿y si tardaba demasiado en alcanzar la orilla? No parecía estar más cerca que antes, cuando había emprendido la marcha, aunque ahora el templo de la colina, a mis espaldas, era un punto diminuto. Empecé a trotar, me quedé sin aire, caminé un rato y volví a trotar.

Me envolvió el calor húmedo de la playa. Estiré al máximo las mangas largas de mi remera de correr para protegerme las manos del sol. Tan solo de respirar me ardía la garganta; el aire entraba cargado de efluvios polvorientos. Los anteojos de sol se me resbalaban una y otra vez del puente de la nariz, mojado de sudor. Aun así, no miré hacia atrás. Seguí trotando, un poco hacia la izquierda, cada vez más cerca de un rumor creciente; solo me detenía para abrirme camino por tramos de barro viscoso, lleno de desechos de aves, huellas de tres puntas y charcos de agua podrida. Por fin, tras mucho andar, me sentí cerca.

Había más flamencos de los que había imaginado. Cientos, o tal vez miles, repartidos por el lago; todos interactuaban con todos, durante unos segundos desplegaban las alas, giraban los cuellos poderosos, se acicalaban. Se mezclaban y remezclaban en una serie de poses. Algunos estaban sobre la orilla barrosa. Casi todos los demás circunvalaban el agua salada y poco profunda; se movían dando largas zancadas y sus reflejos emergían del cieno húmedo. Me pareció que esas imágenes especulares no eran meras copias del ave original sino destilaciones. De hecho, cuanto más los miraba, con la fatiga visual producto del resplandor que venía tanto de arriba como de abajo, más notaba cómo el agua extraía la sustancia del flamenco y la capturaba en sus ondulantes y someras profundidades, y lo que dejaba encima, sobre la superficie, no era más que un falso flamenco, una forma compuesta de luz cruda, tiznada de rosa, que se ponía en movimiento gracias a esa suerte de doble fondo sobre el que yacía.

Un poco más lejos, algunas aves marchaban juntas en cúmulos reconcentrados y vibrantes; sus largas patas eran como barras de acero articuladas. Pero si bien algunos, como los que integraban esos grupos en marcha sincronizada, parecían cargados de intención, otros estaban indiferentes, en cuadrillas más reducidas. Algunos se cortejaban y nadaban en parejas. Yo miraba todo absorto, fascinado. Ahí estaban esas aves extrañas y hermosas, una sociedad que conversaba, posaba, flirteaba, se acicalaba, se limpiaba y se movía con la delicada síncopa de los bailarines de flamenco, en grupos por los que sin dudas circulaban sentimientos de comunión, de conquista y de miedo.

No podía ser tan solo el antropomorfismo lo que me llevaba a creer que presenciaba algo familiar en esos despliegues, que había un cierto grado de alegría en esos juegos. Llegué a preguntarme si, en definitiva, entre las distintas especies no habría un continuo de vínculos interconectados cuyos muchos matices yo ni siquiera era capaz de imaginar. Los flamencos me escuchaban y me observaban, y yo los escuchaba y los observaba a ellos. Nos leíamos mutuamente. ¿Cuánto hacía que el vuelo y el canto de las aves habían quedado impresos en el arcaico cerebro humano? ¿No eran los seres humanos, para el caso, ya que habían llegado más tarde, los que actuaban como aves? ¿Y si la continuidad entre especies era tan intensa que todos participábamos en una historia con similitudes esenciales?

Mientras los observaba, el grupo principal se dividió en varios subgrupos. En el que estaba más cerca, y como si algún director invisible hubiera anunciado que era hora de hacer un primer plano, los casi 100 flamencos que lo integraban estiraron el cuello lo más alto posible, con el pico apuntando hacia arriba, y después giraron abruptamente la cabeza de un lado a otro, proyectando primero un perfil y luego el otro. Varios estiraron el cuello hacia atrás, sin perder la forma de s, y desde esa misma posición rotaron rítmicamente la cabeza.

En los cúmulos adyacentes y más lejanos, los flamencos empezaron a bajar la cabeza en dirección al agua; balanceaban el cuerpo hacia adelante y mantenían la cola más alta que el pecho, como si ensayaran una postura de yoga. Después cada ave alzó las alas parcialmente abiertas por encima del lomo, con la curvatura dirigida hacia abajo. Al reflejarse en las aguas saladas del lago, el cielo estaba al mismo tiempo arriba y abajo; los incontables flamencos aparecían duplicados; sus colores, ventrales y dorsales, eran doblemente intensos. Las figuras que se mecían y ejecutaban piruetas en ese cielo-lago amplio y resplandeciente eran simétricas, como la imagen de un test de Rorschach. Las aves superiores y las inferiores eran manifestaciones distintas de una misma ave, se repetían en progresión logarítmica, y todas estaban unidas, y también separadas, bailando en un espacio sin dimensiones, un entorno rojo y anaranjado.

Di un paso más y, al instante, cientos de pájaros levantaron vuelo. Supuse que cada uno se habría sentido perturbado por mí y que se habría llevado al cielo la impresión de mi forma; girando, arremolinándose, alineándose contra el sol. Me quedé inmóvil, pasmado, casi sin aliento. Verlos despegar de esa forma fue como soltar un hilo secreto que me ligaba no solo a los flamencos, sino también a todo lo que no era yo. Aunque se perdieran en el cielo vespertino, ese hilo no se rompería; seguiríamos unidos, o eso me dije. Es que estamos todos atrapados en la cresta de una misma ola que surge de alguna urgencia compartida.

Publicado originalmente como “Desert Visions”, The New York Review of Books, 4 de setiembre de 2024. Copyright © 2024 Forrest Gander. Traducción: Juan Nadalini.

Forrest Gander, escritor y traductor, ha recibido el premio Pulitzer de Poesía. Su novela-poema Mojave Ghost se publicó en octubre de 2024.


  1. The Interior Landscape: Classical Tamil Love Poems, traducido al inglés por AK Ramanujan (The New York Review of Books, 2014). 

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