Tenete las mangas de la camiseta así no se te suben, dijo mi abuela mientras me ponía el pulóver. No tenía que soltarlas hasta que pasaran las otras mangas por encima. Saqué la cabeza por el cuello y dije que la lana picaba. La tía Verónica dijo que me quedaba precioso. Ellas dos hablaban de tejido mientras me ponían el tapado y un gorro. Mi abuela dijo que nos apuráramos porque se hacía tarde. La tía Verónica se agachó para abrocharme el botón del zapato. Tenía una pollera azul y una blusa cortita que se le subió y se le vio la espalda blanca. Cuando se paró estaba colorada. Se acomodó la ropa y el pelo y dijo vamos. La tía Verónica fue reina de las espigas. Ella me presta la corona dorada para que juegue. No es mi tía, es mi prima segunda. Me gusta ir a su casa porque no tiene hijos. Ella dice que porque es soltera. Se puso un abrigo con botones grandes y salimos. Mi abuela estaba sacando el auto, yo me subí atrás y la tía Verónica se sentó adelante.
Agarramos por un camino que nos llevaba a la ruta. Era la hora de la siesta. El sol que entraba por el vidrio me daba sueño. Íbamos de visita a la casa de la señora Doris, que es una amiga de mi abuela. La tía Verónica nos acompañó porque mi abuelo se tuvo que quedar atendiendo el consultorio. Mi abuela miraba para todos lados; quería subir a la ruta y pasaban camiones. Yo conocía ese camino. Después del campo donde hay vacas vienen los campos de trigo, más lejos hay unos caballos rojos. Mi abuela por fin subió a la ruta. La tía Verónica se estaba mirando el peinado en el espejo de la visera; preguntó si con esa pollera estaba bien. Mi abuela le dijo que sí, que estaba muy linda y que la señora Doris se iba a poner contenta de verla. La tía Verónica dijo que había pasado el tiempo. Mi abuela tocó bocina y un tractor se corrió para el costado. Ella fue más rápido, lo pasó y puso la radio. Salió una canción que nos gusta, la tía Verónica la cantó hasta que terminó. Después bajó la ventanilla y el viento le dio en la cara; le preguntó a mi abuela si en la casa de la señora Doris iba a estar el hijo. Mi abuela le contestó que ojalá que sí, que sería una gran oportunidad. Yo no conozco al hijo de la señora Doris. Nunca lo vi. Mi abuela sacó el brazo afuera para avisar que iba a doblar. Entramos por un camino en el que había casas con chimeneas. Estacionamos enfrente de una blanca, que tenía sillones en la galería. Se abrió la puerta y salió la señora Doris. Levantó los brazos, dijo pasen pasen y cuando abrazó a la tía Verónica, le dijo qué linda estás, siempre vas a ser la más linda de todas.
La sala era grande y hacía un poco de calor. La señora Doris dijo que era la hora de tomar el té. No me gusta el té. Me lo dan cuando estoy enferma, así que le dije no quiero. Entonces la señora Doris abrió una lata que adentro tenía bombones. La dejó arriba de la mesa y dijo Verónica, vamos a la cocina, ayudame a preparar una rica merienda. La tía dijo sí sí y se sacó el abrigo y lo colgó en un perchero. Mi abuela se puso a mirar los adornos de un aparador; en un estante había un álbum y lo abrió. Me quedé parada al lado de la mesa. Escuchaba unos ruidos de tazas y cucharas. Busqué en la lata todos los bombones de color dorado y me los guardé en el bolsillo. Mi abuela miraba fotos. Pasaba las hojas y fruncía la nariz. Parecía que no le gustaban pero las miraba igual. Yo estaba metiendo el dedo en un agujerito que tenía el mantel cuando volvieron de la cocina con una torta y una bandeja con tazas. La señora Doris me preguntó si me habían gustado los bombones mientras tapaba la lata y le contesté que sí, que me gustaban los que adentro tenían dulce de leche. Yo tenía calor y ella me ayudó a sacarme el tapado, dijo estás preciosa con ese pulóver y me agarró los cachetes. Mi abuela dijo que lo había tejido la tía Verónica. Entonces la señora Doris se puso los lentes, me hizo parar y levantó el borde del pulóver para ver del otro lado del tejido. La tía Verónica se acercó y le explicó no sé qué. La señora Doris me pidió que subiera a la silla y después que me diera vuelta para ver la espalda. Di una vuelta despacio como una muñeca a cuerda. Levanté los brazos. Querían ver la sisa. No sé qué es la sisa. Yo miraba desde arriba la torta que estaba en la mesa. Había olor a anís. Por la ventana se veían el jardín y la calle. Al lado del auto estacionó una camioneta roja con troncos. Tuve que dar otra vuelta. La tía Verónica se había ido a buscar el té porque estaba chillando la pava en la cocina. Mi abuela tosió fuerte, puso el álbum donde estaba y dijo Doris, ¿por qué no me dijiste que tu hijo Armín se casó? La señora Doris estaba contando los puntos de mi pulóver. Cuarenta, dijo. Se sacó los lentes y dijo que fue todo rápido, en la ciudad, y que no hicieron ninguna fiesta. Mi abuela se puso una mano en la frente, movió la cabeza y dijo en voz bajita ¿para cuándo nace? La señora Doris respiró fuerte y no escuché lo que dijo porque se abrió la puerta y apareció un señor que traía un tronco. Era alto y tenía unas botas de goma que le llegaban hasta las rodillas. El señor se quedó parado en la puerta, sonriendo. La señora Doris dijo no te esperaba, creí que estabas en el campo, cuántas sorpresas hoy. Pasá rápido, hijo, y cerrá la puerta que entra chiflete. Él dijo que se había dado cuenta de que estábamos en la casa porque vio el auto estacionado. Parecía contento de vernos. Mi abuela dijo Armín, ¿cómo estás? Él se limpió las botas en el felpudo, le contestó que bien, que tenía cantidades de leña en el campo este año. Fue hasta la chimenea y acomodó el tronco en el fuego. Está haciendo frío, dijo, y se frotó las manos. Después se dio vuelta, nos dio un beso y preguntó por mi abuelo. Mi abuela le explicó lo del consultorio, después le agarró las manos y le dijo despacio me enteré de que te casaste. Él miró para abajo y no dijo nada. Mi abuela lo soltó rápido porque la tía Verónica había vuelto con la tetera y estaba parada al lado de la mesa. El señor y ella se miraron. Un rato largo. Nadie hablaba. Me gustaba mirar desde arriba de la silla. Yo estaba alta como ellos y parecía que se habían olvidado de mí. Bueno, bueno, dijo la señora Doris, vamos a probar esta torta de manzanas. Entonces el señor se apuró a agarrar la tetera y dijo Vero, tanto tiempo, qué linda estás. Ella le dijo hola, Armín y se quedó mirándolo mientras agarraba el plato con torta que le daba la señora Doris; lo agarró así nomás, por eso se le resbaló de la mano y se rompió. El señor se agachó rápido y la tía Verónica también. Empezaron a juntar los pedazos. A ella se le separó la blusa de la pollera y se le vio la espalda blanca. Él había dejado la tetera en el suelo. La señora Doris trajo una escoba, dijo no pasó nada y ellos se levantaron. Mi abuela miraba por la ventana, estaba oscureciendo y dijo que nos teníamos que ir. Se dio vuelta y me preguntó qué estaba haciendo arriba de la silla. Yo estiré los brazos, ella me agarró y bajé. Me puse sola el abrigo y el gorro. La señora Doris nos dijo ¿ya se van? Mi abuela dijo que no le gustaba manejar de noche y se puso el tapado. La tía Verónica me agarró de la mano. Salimos todos a la puerta. Hacía frío. La señora Doris nos saludó desde la galería. El señor se puso a bajar los troncos y a ponerlos en la vereda.
Mi abuela dio una vuelta y salimos para la ruta. Prendió las luces. Se veían las rayas blancas en el costado del camino. Mi abuela le acarició el pelo a la tía Verónica, después señaló el cielo y dijo esta noche va a helar. La tía Verónica dijo que iban a tener que cubrir los rosales. Metí las manos en los bolsillos del tapado y encontré los bombones que me había guardado cuando no me veían. Les saqué el papel dorado sin hacer ruido y me los fui comiendo despacio.
Unos días antes de Navidad la señora Doris había llamado por teléfono a mi abuela para invitarnos a conocer al bebé. La tía Verónica dijo que tenía dolor de cabeza y que no nos iba a acompañar, pero salió conmigo al jardín a cortar unos jazmines para que llevara. Ella tenía puesto el vestido blanco y una cinta en el pelo. La tía Verónica se ata una cola alta cuando hace calor. Estábamos descalzas porque a las dos nos gusta pisar el pasto. Cortamos cantidades de jazmines y les dejamos los tallos largos. La tía Verónica se desató el pelo, que le cayó como una lluvia en la espalda, y con la cinta ató el ramo. Le hizo un moño, lo miró y dijo quedó bien. Era un ramo hermoso, con perfume. Yo también me solté el pelo. La tía me dio el ramo y dijo lleváselo al bebé de parte mía, entonces corrí por el pasto, tiré el ramo para arriba como había visto hacer en una fiesta y grité te vas a casar. Me di vuelta pero la tía Verónica no tenía la cara contenta. Me dijo que los jazmines se iban a marchitar. Se agachó, levantó el ramo y acomodó los pétalos. Le pregunté si ella no se quería casar. Me dijo que para eso tendría que tener novio. Le dije que se buscara uno. Me dijo que no, que estaba bien así. Hizo otra vez el moño y dijo que las mujeres no siempre teníamos que casarnos. Mi abuela tocó bocina y mi abuelo me hizo señas desde la ventanilla para que me apurara. Yo agarré el ramo y le di un beso a la tía Verónica. Le dije chau, corrí hasta el auto y me subí atrás.
Antes de arrancar, mi abuela se dio vuelta y me dio un paquete con dibujos celestes para que llevara con cuidado. Era un regalo. Como los bebés no entienden, los regalos hay que dárselos a la mamá. La tía me saludó con la mano. Bajé el vidrio y le dije que se curara. Ella se puso una flor amarilla en la cabeza y se rio. Algunas veces ella y yo nos ponemos flores en la cabeza y jugamos a escondernos entre las plantas. Mi abuela dice que así, con el pelo suelto y descalzas, parecemos hadas, pero a nosotras nos gusta jugar a que somos brujas. No sé quién es la mamá del bebé. Al papá lo conozco, es el hijo de la señora Doris, que es amiga de mi abuela, pero a la mamá del bebé no la vi nunca. Ojalá haya bombones. La señora Doris los guarda en una lata azul. Me gustan los de dulce de leche. Mi abuela manejaba rápido y mi abuelo le dijo que fuera más despacio, que era temprano. Me gusta el viento que entra por la ventanilla. Me gusta cuando mi abuela va rápido por la ruta.
Ella dobló y entramos por una calle ancha, con árboles flacos y altos. Estacionamos a la sombra, frente a la casa que tenía una guirnalda de Navidad colgada en la puerta. La señora Doris salió a recibirnos y me dio muchos besos cuando le di el paquete celeste y los jazmines. Dijo pasen pasen y se puso contenta de ver a mi abuelo. En la sala había una chica con el bebé en brazos, sentada en un sillón. Era la mamá. El bebé estaba envuelto en una tela blanca y tenía un chupete. Mi abuela me dijo que me acercara pero que no le tocara la parte de arriba de la cabeza porque era blanda. Mi abuelo se sentó en otro sillón y le preguntó a la mamá cómo estaban. Ella dijo que bien. La señora Doris dijo que mejor fueran los tres a la habitación, así mi abuelo revisaba al bebecito, porque eso para ella sería una tranquilidad. Le hicieron caso, entonces la señora Doris y mi abuela fueron a la cocina a buscar un florero para los jazmines y a hacer café. Yo las seguí. Se pusieron a hablar entre ellas en voz baja. Me acerqué porque escuché que la señora Doris dijo que el papá y la mamá del bebé discuten. Yo quería saber por qué, por eso me senté en la falda de mi abuela, pero ellas se quedaron calladas. Mi abuela me peinó con la mano, me dio un beso y me dijo que fuera a las hamacas hasta que estuviera lista la merienda. Salí al jardín. La hamaca de la señora Doris tiene dos asientos, uno enfrente del otro. La que hay en mi casa está colgada de un árbol que se llama tilo. Me estaba hamacando cuando vi al hijo de la señora Doris, que venía por la calle trayendo un pino alto como él; entró al jardín, apoyó el pino en el suelo y se secó la frente con la mano. Fue hasta un galpón y cuando salió traía una maceta. Se quedó parado mirando para todos lados pero a mí no me vio; al final puso el pino en la maceta y lo estaba llevando para alguna parte cuando mi abuela me llamó. La señora Doris había puesto en la mesa de la sala unas galletitas de limón y un vaso de leche fría. Ellas seguían hablando en la cocina. Cuando terminé de tomar la merienda dije que quería ir al baño. Me dijeron que fuera sola. Cuando volví, en la sala no había nadie, pero en el sillón estaba el chupete: lo agarré y salí al jardín. El hijo de la señora Doris estaba subido a una escalera, adornando el techo con luces. Bajó, pasó el cable por la ventana y enseguida se encendieron. Se paró en el jardín a mirarlas con los brazos en la cintura, por la calle pasó un auto y tocó bocina. El hijo de la señora Doris se dio vuelta y saludó levantando el brazo. Entonces me vio. Yo me saqué rápido el chupete de la boca y lo escondí en la mano. Me saludó de lejos y yo empecé a hamacarme fuerte. Se acercó mirando el pasto, cuando estuvo al lado mío yo paré la hamaca con el pie. Me acarició la cabeza y me preguntó si hacía mucho que habíamos llegado. Le dije que no, me preguntó por mi abuelo y le contesté que estaba en la casa con el bebé y su mamá. Ajá, es mi hijo recién nacido, dijo. Miró el cielo y me preguntó si la tía Verónica también había venido. Le dije que no, pero que había mandado saludos y jazmines. ¿Para mí?, dijo. No, para el bebé, le contesté. Dijo que a él le encantaban los jazmines y que era una lástima que no hubiera venido ella. Después señaló el techo de la casa. Me preguntó si me gustaba cómo había quedado. Le dije que sí. Él dijo que ese día era el día de la virgen, que había que armar el árbol, si yo lo quería ayudar. Le dije bueno, pero cuando me dio la mano vio el chupete. Me preguntó si era mío. No le contesté. Me parece que no, dijo y lo agarró. Esto debe de ser de mi hijo. Bajé la cabeza, él dijo que por qué había hecho eso, que seguro el bebé estaría llorando, que la mamá se iba a poner intranquila. Hablaba con voz fuerte y si seguía lo iban a escuchar desde la casa, por eso salí corriendo. Crucé el jardín, pasé de largo por la puerta de adelante y como él venía atrás mío, subí rápido por la escalera que estaba apoyada en la pared. Me dijo que bajara enseguida, que era peligroso, pero yo seguí subiendo hasta que se terminaron los escalones. Cuando casi llegué hasta el techo la escalera se movió; yo me asusté, pero él la sostuvo y me dijo que me podía haber caído si él no hubiera estado. Me encogí de hombros. Me dijo que me bajara, que no se iba a quedar esperando, que tenía cosas que hacer, como armar el árbol. Yo no me moví. Qué nena más desobediente, dijo. Respiró fuerte. Entonces yo le dije que no lo quería ayudar para nada, que me quería ir a mi casa a armar mi árbol con mi tía Verónica. Me preguntó si yo la quería mucho. Le dije que sí. Me hablaba con una voz distinta, como haciéndose el buenito. Me contó que habían ido juntos a la escuela él y la tía Verónica y me preguntó si ella todavía cantaba en el coro, si iba a la ciudad a estudiar; yo le contestaba sí o no, sí o no, y a él se le pasó el enojo. Me dijo que íbamos a hacer un trato. Me vas a ayudar con algo que es importante, dijo, y yo no le voy a decir nada a nadie del chupete.
Bajé despacio. Tenía miedo de caerme pero no lo dije. Él me agarró de la mano. En la galería nos sentamos con las piernas cruzadas. Abrió una caja con adornos y me preguntó si sabía que la tía Verónica había sido reina de las espigas. Le dije que sí. Le estaba por decir que ella me presta la corona para jugar, pero escuché llorar al bebé y también la voz de la señora Doris, que nos preguntaba si habíamos visto el chupete. Lo miré. Él levantó la cabeza, me guiñó un ojo y gritó que no, que no lo habíamos visto pero que ya íbamos para allá. Se levantó y me dijo que después seguíamos. Cuando entramos a la casa, la señora Doris estaba dando vuelta los almohadones. Qué misterio, dijo. No importa, por suerte tenemos otro de repuesto. El hijo de la señora Doris se abrazó con mi abuelo, que le dijo Armín, tu hijo está sano y fuerte. Él sonrió, le dio las gracias y se agarraron las manos. La señora Doris dijo bueno bueno, vamos a festejar con una rica tarta. Él dijo ya vuelvo y se fue por el pasillo. La mamá estaba sentada en un sillón con el bebé en brazos, que ahora tenía un chupete blanco. Lo escupió tres veces y hubo que ir a lavarlo porque había tocado el suelo, que dice mi abuelo que está lleno de microbios. Di la vuelta por atrás del sillón y me senté al lado de ella. Yo quería pasarle la mano por la cabecita al bebé, pero mi abuela me estaba mirando. La señora Doris trajo la tarta y el café. La mamá del bebé dijo que no quería comer porque le dolía la cabeza. Yo dije que a la tía Verónica también le dolía la cabeza, que por eso no había podido venir. La señora Doris se levantó del sillón y me dijo si quería bombones. Sacó la lata de la alacena y me la dio. Yo me puse contenta y cuando la estaba abriendo, entró el hijo de la señora Doris, se puso al lado de la mesa y olió los jazmines que estaban en el florero. Mi abuelo miró el reloj y dijo que pronto nos íbamos a ir a casa. El hijo de la señora Doris me agarró de la mano y dijo vamos a terminar de adornar el árbol.
En la galería se metió la mano en el bolsillo de su pantalón y dijo tomá, antes de que me olvide. Era el chupete. Le dije que no con la cabeza.
―Llevalo ―dijo.
―No lo quiero.
―¿Por qué?
―Porque es del bebé, yo se lo iba a devolver.
Me preguntó si tenía bolsillo. Yo me quedé callada. Él señaló uno con botón que tenía mi vestido. Guardalo ahí, dijo, y también guardá esto. Entonces me mostró un sobre de papel, doblado. Es una carta para tu tía Verónica, dásela de parte mía. Abrió mi bolsillo y puso el sobre junto con el chupete. Cuando él estaba pasando el botón por el ojal del bolsillo, escuché las voces de mi abuela, mi abuelo y la señora Doris, que se acercaban por el jardín.
Cuando mi abuela puso el auto en marcha me senté atrás. Él se acercó a la ventanilla y me dijo en voz baja que no me olvidara de nuestro trato. Las luces de la casa se prendían y apagaban como las luciérnagas.
Lila Gianelloni nació en Rosario, en 1959. Recibió dos menciones en el Fondo Nacional de las Artes en el género cuentos, por sus libros La madre oscuridad (en 2010) y Mapamundi (en 2016).