Ingresá

Casa de Paula Padilla, del colectivo Hum Pampa.

Foto: Natalia Rovira

Las guardianas

14 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago

Descendientes de charrúas, ecofeministas, agricultoras agroecológicas, las filiaciones son diversas y responden a distintos orígenes e historias personales, pero lo cierto es que las mujeres en Uruguay están a la vanguardia de la protección ambiental. En un contexto de lucha por la defensa del agua, crean redes, protegen los ríos, reivindican la conexión del cuerpo con el territorio e imaginan otras formas de vivir.

Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Un manto verde cubría las aguas de la playa Arazatí, en San José, la fuente desde la que se pretende abastecer la planta potabilizadora que propone el Proyecto Neptuno. A principios de febrero, las grandes floraciones de cianobacterias, tóxicas para el ser humano y también para otros animales, llevaron a que los guardavidas de los balnearios afectados, como Kiyú y Boca del Cufré, colocaran las banderas sanitarias. Al mismo tiempo, se conocía que el Tribunal de lo Contencioso Administrativo rechazó el recurso que presentó Redes Amigos de la Tierra para evitar que se lleve a cabo la obra, que tendrá un costo de alrededor de 294 millones de dólares y por el que OSE deberá pagar al privado 45 millones de dólares anuales por el servicio de llevar agua a la mitad de la población del área metropolitana.

En el último quinquenio el país vivió el período más largo de sequía de los últimos 70 años. Fueron 17 meses consecutivos de crisis hídrica, desde abril de 2022 a setiembre de 2023. En ese tiempo de las canillas de los hogares del área metropolitana salía agua salada. Es en este marco que el Proyecto Arazatí, más conocido como Neptuno, fue presentado por el gobierno de Luis Lacalle Pou como una solución.

Desde entonces la academia, la sociedad civil y los grupos vecinales no han dejado de movilizarse para advertir que, además de ineficiente, la obra es ilegal porque contraviene la reforma constitucional de 2004, en la que 64% de los uruguayos decidió otorgarle al Estado la responsabilidad exclusiva de la gestión del agua y del saneamiento. En ese momento Uruguay se transformó en el primer país en declarar el acceso al agua un derecho fundamental. Sin embargo, la protección del agua está amenazada a lo largo y ancho del país y, más allá de que las fuerzas de los colectivos ambientalistas se aunaron en contra del Proyecto Arazatí, en cada comunidad hay mujeres luchando para defender arroyos, ríos, lagunas y humedales.

“Saltan con un proyecto como alternativa para resolver el problema del agua, como es Arazatí, pero las fuentes de agua dulce que tenemos no están teniendo políticas de conservación. Se sigue respondiendo a intereses de privados sin ninguna reglamentación, sin ninguna regularización”, expresa Paula Padilla, estudiante de la Maestría en Manejo Costero Integrado del Cono Sur de la Universidad de la República e integrante de Hum Pampa, un colectivo intergeneracional de mujeres descendientes de charrúas del interior que se formó en 2018.

“Cada compañera se estableció en un río diferente y allí se atrincheró”, cuenta Paula. Actualmente son diez las integrantes permanentes del colectivo, que viven en Canelones, Lavalleja, Maldonado, Rocha y la Patagonia. “Te diría que Hum Pampa es como un corazón: nosotras actuamos por fuera y al corazón volvemos a ver cómo está la otra, a buscar apoyo emocional y también práctico”, comenta.

Desde su lugar, cada integrante decidió impulsar la conservación trabajando en red con colectivos locales y grupos de vecinos, en el entendido de que “con una población establecida defendiendo el territorio es mucho más difícil que avancen”.

Paula, por ejemplo, defiende el río de la luna, el Yasyry, nombre que los nativos le dieron originalmente al arroyo Solís Chico y que la comisión de vecinos de Las Vegas, en Canelones, rescató. Se han ocupado de la limpieza de los basurales que se han formado en la ribera del arroyo y el año pasado pudieron frenar la construcción de un barrio privado de más de 70 lotes que pretendía construir Leandro Añón, el desarrollador de La Tahona, justo en la desembocadura del arroyo, donde se encuentra el cangrejal, cuyos pequeños habitantes cumplen una importante tarea: al excavar en los terrenos bajos de los humedales, ayudan a retener contaminantes como los pesticidas. Años atrás, en 2020, los vecinos también llevaron adelante la lucha para evitar la instalación de un megabasurero en la zona del arroyo, y ganaron.

Otra integrante de Hum Pampa, al igual que Paula, es parte de la Comisión de Cuenca de la Laguna del Cisne, que se opone a la construcción de un fraccionamiento para la construcción de 73 chacras a la vera de la Laguna del Cisne, la principal fuente de agua potable de la zona, ya perjudicada por el agro debido al uso de plaguicidas.

Las integrantes de Hum Pampa que están en Rocha y Lavalleja enfrentan la amenaza forestal, cuenta Paula. La comunidad de las sierras de Rocha enfrentó a la empresa productora de celulosa Montes del Plata, de origen chileno y suecofinlandés, que estaba fumigando cerca de las familias. Sin autoridades nacionales ni departamentales que hicieran de intermediarios, lograron que la empresa se comprometiera a no fumigar en las 60 hectáreas que están en las nacientes del arroyo Rocha, fuente de agua dulce para la capital departamental y La Paloma.

“Estas familias hace unos cuantos años empezaron a organizarse, justamente a partir de que nuestra compañera empezó a impulsar no permitir que se fumigue así. Y empezó a pedir apoyo, vino a casa y a Hum Pampa, que actúa como red: tenés un problema en tu territorio y recurrís a las hermanas para ver cómo lo vas a afrontar, con qué estrategias. Acá en Canelones tenemos más trayectoria en la defensa ambiental; en el interior profundo, como son las sierras de Rocha, la idiosincrasia a veces es otra, a la gente le da miedo denunciar”, comentó Paula. Es lo que sucede en Lavalleja, donde se está plantando eucaliptus en las nacientes del río Santa Lucía, que da agua potable a Canelones, Montevideo y San José. La comunidad aún no se animó a enfrentar este problema.

Guidaí Vargas en el arroyo Pantanoso.

Memoria ancestral

Hay dolor en esta tierra, coincidieron un abuelo del pueblo amazónico de Junín y un líder espiritual maya. “Es lo que sienten cuando llegan”, cuenta Paula sobre dos visitas que recibió en el marco de intercambios con otras comunidades indígenas.

Si bien creció sabiendo de su bisabuela minuana de Lavalleja, llamada Emiliana, quien tuvo un hijo con el estanciero Eugenio Gómez producto del derecho de pernada, que la hacía propiedad del patrón, al igual que la tierra, y también de su bisabuela charrúa Camila, de Rincón de los Olivera, en Rocha, que se casó con un colono, con quien tuvo 14 de sus 16 hijos, Paula fue quien decidió comenzar a reivindicar la raíz indígena en su familia.

“Cuando hablamos de nuestra historia indígena hay una generación del silencio, que es la de nuestros bisabuelos y tatarabuelos, que ya no transmitieron la cultura”, explica Paula. Hay un trauma producto de las campañas genocidas contra los pueblos nativos en el siglo XVIII. A pesar de todo, considera que sobrevivieron valores como la conexión con la tierra, la libertad y lo comunitario y saberes como el cuidado de la salud a partir de las hierbas autóctonas, que algunos incluso mantienen sin saber de dónde provienen. En su caso, para su tesis hizo un atlas de botánica charrúa. “Lo que quise hacer es mostrar que tenemos una medicina tradicional nuestra, que el conocimiento aún está en el territorio, sobre todo en abuelas y abuelos, para que lo reconozcamos”.

“Para nosotros, los pueblos indígenas, el agua no es un recurso, sino que es un ser, tiene vida y se merece vivir”, dice Guidaí Vargas, maestra, creadora de productos ecológicos e integrante del colectivo charrúa Basquadé Inchalá, de donde surgió el grupo de mujeres que, desde 2023, lleva adelante el proyecto que busca rescatar de las garras de la contaminación al arroyo Pantanoso, en Montevideo.

El proyecto, titulado Memoria, Restauración y Ancestralidad Indígena, invita a mujeres del oeste a participar, desde una “interseccionalidad con el arte, la ciencia y lo que cada una puede aportar”, para mejorar la calidad del agua del arroyo, alrededor del cual viven unas 190.000 personas.

La contaminación es en gran medida producto de la basura, visible en el curso de agua turbia que atraviesa Montevideo, que proviene de hogares y de empresas ilegales de reciclaje, pero también de desechos de Ancap, dice Guidaí. Esos son los principales agentes de la polución. Luego están las curtiembres, los frigoríficos, las fábricas y los criaderos de cerdos cuyos desperdicios van a parar al arroyo.

“Cuando decidimos hacer este proyecto de restauración fue también para poder seguir habitando el arroyo con otras personas, con otras mujeres”, explica Guidaí. “Restaurarlo es necesario también para mantener nuestra cultura vinculada al territorio, por eso queremos que sea un paisaje ancestral, porque guarda una memoria ancestral”, continúa.

En los encuentros, el grupo de mujeres busca canalizar la rabia “a través del arte, poemas, pinturas, dibujos y otras formas de visibilizar la problemática. Hay un alivio colectivo”, explica Guidaí. Para ella, “las mujeres tenemos la unidad, esto de estar juntas, sentir y pensar juntas, y con respecto a la protección del ambiente también la mayoría son quienes crían a sus hijos, entonces sienten una preocupación y una responsabilidad de qué mundo dejar a sus hijos, de qué mundo ser parte”.

A partir del proyecto, comenzaron a trabajar con la Intendencia de Montevideo, que está identificando los puntos de mayor contaminación y colocando biobardas hechas con botellas para que la basura no pase y así poder retirarla.

Su historia de vida está atravesada por ese arroyo. En diálogo con Lento, recuerda que de niña acompañaba a su madre a recoger yuyos y juncos para hacer cestos y que uno de los ancianos que integran Basquadé Inchalá hacía sus hachas y boleadoras con las piedras que recolectaba cuando bajaba el agua. Además, la sede del colectivo, que frecuenta desde chica, está a pocas cuadras del Pantanoso.

Betty Francia en su chacra, en Punta Espinillo.

“Lo que vemos en él es que, a pesar de todo, sigue floreciendo, que la vida aún está presente, latiendo, y eso es lo que también nos refleja a nosotras. Nosotras vemos nuestro cuerpo como un cuerpo territorio. Nosotras somos parte de ese territorio y no solamente nosotras moldeamos el territorio, sino que el territorio nos moldea a nosotras. Entonces, cuando vamos ahí también nos regeneramos, podemos encontrar cierta paz, cierta tranquilidad. Y esa es la reciprocidad que tenemos con el arroyo, que nos demuestra que, a pesar de toda la contaminación, sigue con mucha fuerza dando vida”, manifiesta Guidaí, y comenta que en medio de esa agua oscura persisten garzas, patos biguá, tortugas, entre otras especies de fauna autóctona.

“El arroyo es un lugar invisibilizado, la gente pasa pero realmente no lo ve como es o lo ve solamente como un arroyo contaminado. También nos sentimos reflejadas en el sentido de que las personas con raíces indígenas tampoco somos visibilizadas”, agrega.

Guidaí coincide con Paula en que ese trauma de los descendientes indígenas en el país resultó en una menor conexión con la tierra en comparación con lo que sucede en otras partes de América Latina. Sin embargo, cree que ese vínculo continúa vivo en las zonas rurales del país, donde todavía se mantienen los conocimientos de las plantas medicinales y la observación de la naturaleza.

En 2023, Guidaí obtuvo la Beca Climática para Jóvenes Latinoamericanos y participó en la 28.o Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se celebró en Dubái, Emiratos Árabes. Más allá de que reconoce que la instancia fue una oportunidad para denunciar los efectos de la transición energética que proponen las potencias mundiales y aclarar que “la gente no tiene por qué cambiar su forma de vida para que el norte global tenga más energía, sino que el norte global tiene que bajar el consumo de energía”, considera que allí “se habla más de lo que se hace”, ya que los compromisos que asumen los países no son vinculantes. Es por eso que decidió no seguir su activismo a nivel internacional: “Creo que es más importante que yo esté trabajando en mi territorio”.

Cuidadoras

“Mientras nosotros estamos pensando en abrir la canilla y sacar agua dulce, quienes están detrás de los grandes capitales están pensando para adelante 30 años en cómo hacerla bien redituable, cómo hacer del agua un verdadero recurso natural económico”, reflexiona Betty Francia, antropóloga y productora agroecológica desde hace más de 20 años, quien integra el colectivo Mujeres del Río Santa Lucía y el grupo de mujeres de la Red de Agroecología. Betty siempre vivió en el medio rural y actualmente vive en Punta Espinillo, Montevideo, donde cultiva nueces pecán.

El colectivo de mujeres de la Red de Agroecología se formó en 2019. “Empezamos a ver que teníamos algunas cuestiones en común las mujeres, como por ejemplo la invisibilidad de nuestro trabajo, cuando la mayoría de las veces somos quienes tenemos el predio al hombro; muchas podemos estar viviendo solas con nuestros hijos en el campo, cuestión que a veces es impensada. Hay muchas”, cuenta, y agrega que “en el imaginario social siempre está el varón en el campo, el varón productor, y no se imagina que la mujer tiene mucho conocimiento acumulado y que puede llevar adelante su proyecto”.

En el grupo hay productoras, vendedoras, técnicas y consumidoras. Lo que las une, según Betty, es el vínculo con la tierra, que está relacionado con el rol de cuidadoras, “un lugar en el que la sociedad nos pone”. “Tenemos una profunda conciencia del cuidado de la naturaleza, por eso muchas estamos vinculadas también a otras actividades de militancia ambiental”, comenta.

“Las mujeres tenemos un despertar en relación con lo ambiental que es impactante. Siempre hay una mujer que está poniendo el pienso y que está armando una estrategia mucho más allá de lo concreto, mucho más allá de los números, que le está dando un significado profundo y, además, poniendo el cuerpo”.

“Es ancestral”, dice sobre los registros de hace 5.000 años que demuestran que entonces las mujeres cuidaban y escondían semillas. “Cuando uno lo dice suena hippie, porque además en Uruguay tenemos un gran problema, que es que como hubo una matanza de nuestro pueblo originario, esa conexión profunda con nuestra tierra se intentó matar también, se intentó estigmatizar”.

Para Betty, la amenaza más grande que atraviesa el país en materia ambiental es la pérdida de biodiversidad, producto de la extranjerización de la tierra y la agricultura extensiva, con los monocultivos de soja y eucaliptus. “Esas cosas son muy preocupantes porque desplazan el monte nativo, desplazan nuestras hierbas nativas, generan la muerte de insectos”, considera.

Como agricultora de Montevideo, plantea que es necesario preservar el suelo rural alrededor de la ciudad y le preocupa la instalación cada vez mayor de productores convencionales, que ven posibilidades de obtener una buena rentabilidad debido a la cercanía del puerto. A diferencia de la agroecología, que nutre la tierra y cuyos productores deben obtener una certificación, el agricultor clásico no necesita pasar por esos controles y afecta el entorno. Y pone un ejemplo: un vecino resolvió cortar 15 hectáreas de durazneros para plantar acelga, que atraía a los caracoles. Entonces comenzó a fumigar y los caracoles iniciaron un éxodo hacia el terreno de Betty. “Más inteligentes que el productor, cruzaban la calle. Vos caminabas y con un pie podías matar tres”, ilustra. Otro vecino contaminó su semilla de maíz al plantar maíz transgénico a 100 metros de su predio. Las plantas de Betty crecieron, pero no dieron ningún fruto.

Además, señala que cada vez más se instalan canchas de fútbol, que les van sacando agua a los productores, porque requieren de riego durante el día y la noche. “El suelo es una esponja. Vos tomás el agua de más abajo y para quienes tenemos los pozos más arriba nuestra captación no llega, entonces se desplaza la disponibilidad del agua para la producción de alimentos y encarece su llegada a las ciudades”, explica.

La mirada del ecofeminismo

Con 40 años de trayectoria, Lilián Celiberti, integrante del colectivo ecofeminista Dafnias y fundadora y coordinadora de Cotidiano Mujer, observa que el ecofeminismo ha pasado por posturas más esencialistas, como la de la india Vandana Shiva, que postulaba a las mujeres como “salvadoras del planeta”, así como por otras más económicas, como la de la estadounidense Nancy Fraser, que cuestionan la “acumulación primitiva” producto del trabajo no remunerado de las mujeres con los cuidados en el sistema capitalista, y otras de índole espiritual orientadas por las teólogas feministas.

Sin embargo, en América Latina han sido “el extractivismo y el saqueo de los territorios” los aspectos que “más han contribuido para que esas perspectivas se encuentren”, señaló, en referencia al ecologismo y el feminismo. “No es que una perspectiva ecofeminista o un movimiento genere una lucha, sino que las mujeres liderando luchas del territorio comienzan a problematizar también su realidad patriarcal”, explica.

Paula Padilla en su casa, en el balneario Las Vegas.

En su experiencia, el encuentro con organizaciones de mujeres indígenas del continente, en 2010, durante el Foro Social Mundial, fue muy significativo. “Fueron las que nos enseñaron, en el sentido más pragmático, a considerar que podemos ponernos de acuerdo en una cantidad de temas, pero que tenemos un desarraigo de la tierra. ‘Ustedes están escindidas de la tierra y para nosotras no existe un derecho por fuera de la relación con la naturaleza’, nos decían”. Eso plantó una semilla en Lilián que la llevó a seguir aprendiendo sobre el movimiento ecofeminista. No obstante, aclara que la perspectiva ecofeminista “no ha sido necesariamente natural”. Basta observar los casos de líderes indígenas que “han tenido rupturas con sus comunidades porque el patriarcado va más allá y aparecen estructuras coloniales patriarcales que se impregnan en todas las sociedades como un ámbito de diferenciación de roles”.

En 2017, Cotidiano Mujer trajo al país a la referente ecofeminista española Yayo Herrera, a un encuentro de debate, y luego, en 2018, comenzó a impartir cursos anuales de ecofeminismo, en los cuales participaron unas 500 mujeres. Después surgieron el colectivo Dafnias y Huertizate, un curso de huertas en espacio reducidos, que se lleva a cabo en el Municipio B dos veces al año e incluye un taller sobre ecofeminismo, en el que participan sobre todo mujeres pero también varones y donde se problematiza el tiempo dedicado a los cuidados y el deber de cuidar el ambiente. “Aparece el ‘tengo’ como un problema, porque es una sobrecarga para la vida de las mujeres. Es interesante porque también uno piensa que no es el ‘tengo que cuidar’, sino que es cómo vivimos, cómo transitamos una nueva relación con el ambiente, que no es algo externo a nosotros; está en nuestro cuerpo, es lo que comemos”.

El objetivo del curso no sólo pasa por plantar, sino por “generar nuevas relaciones con la naturaleza”, explica Lilián. “Justamente, la lógica del cuidado pasa por pensar en la vulnerabilidad de los cuerpos y en la necesidad que tenemos de las otras, de los otros, de los otres, y por eso enfrentar cualquier perspectiva que nos aísle”, expresa.

Las defensoras ambientales consultadas para este artículo coincidieron en que entre los principales agentes contaminantes del agua está la empresa finlandesa de celulosa UPM, que en 2023 fue responsable de un derrame en el arroyo Sauce, tras lo cual el Ministerio de Ambiente hizo un informe que sentenciaba: “No se pudo apreciar la existencia de ningún tipo de pez ni crustáceo en el curso”. Esa vez el río Negro también se vio afectado. Fue uno de los cuatros vertidos de tóxicos de la empresa que fueron registrados en los últimos dos años. En 2024 también fueron responsables de vertidos de tóxicos al agua Ancap y la otra empresa de celulosa que produce en el país, Montes del Plata.

La producción de hidrógeno verde es otra de las preocupaciones. En Tambores, localidad compartida entre Paysandú y Tacuarembó en la cual viven 1.500 personas, la comunidad se resiste al proyecto del consorcio Belasay SA, integrado por la empresa alemana Enertrag y la uruguaya SEG Ingeniería, que busca producir ese combustible abasteciéndose de los “abundantes recursos hídricos, particularmente de aguas subterráneas del acuífero Guaraní”, que se extienden en la zona, según el informe preliminar del consorcio. A su vez, la empresa HIF Global, con sede en Estados Unidos, firmó un contrato con el Estado para la producción de 313 millones de litros anuales de combustible sintético a partir de hidrógeno verde en una planta que se abastecerá del río Uruguay.

Asimismo, recientemente la empresa noruega PGS Exploration, que se dedica a vender información a las petroleras sobre la presencia de hidrocarburos, desembarcó en la plataforma marina uruguaya. “La problemática sigue viniendo con esta lógica de saqueo y colonización, de querer hacer sus proyectos acá en América Latina sin consentimiento y participación, desde arriba”, reflexioná Guidaí.

Lilián considera que Uruguay desde el inicio se conformó como Estado dentro de una estrategia imperialista. Desde su perspectiva, el exterminio indígena y el alambrado de los campos forman parte de ese proyecto capitalista. Cree que es importante “asumir que esos comunes como el agua y el aire son básicos para nuestra vida y, por lo tanto, cuando peleamos por las cuencas de agua para que no se contaminen y se preserven, cuando cuestionamos a empresas como UPM, que utilizan el agua para su producción y después lo que llega al agua son sus desechos, estamos trabajando sobre la idea de un común, que no es de esa empresa y no es ni siquiera de estas personas que habitamos este país que se llama Uruguay en el 2025”.

Carla Alves es periodista y escribe sobre temas sociales. Es editora web de la diaria.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesó este artículo?
Suscribite y recibí en tu email la newsletter de Lento, periodismo narrativo y ficción de la diaria.
Suscribite
¿Te interesó este artículo?
Recibí en tu email la newsletter de Lento, periodismo narrativo y ficción de la diaria.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura