África no es un país. Lo dicen los ensayos, lo sostienen los mapas, lo repiten hasta el cansancio sus habitantes. Sin embargo, desde lejos se ha construido una imagen reduccionista, homogénea y lista para ser explicada en cinco líneas de puro estigma.
Para desarmar los clichés —guerrilleros rebeldes, enfermedades y niños de vientre inflado, entre los más gastados— hace falta afinar la mirada sobre un continente acostumbrado al desdén. Y enfocarse no sólo en su diversidad, sino también en su profunda fragmentación.
En su libro África no es un país, el escritor nigeriano Dipo Faloyin menciona que, aunque sólo 30% de las fronteras del mundo se encuentran allí, el continente concentra 60% de las disputas territoriales elevadas a la Corte Internacional de Justicia. La colonización europea separó comunidades con líneas arbitrarias como si se tratara de un juego de mesa sin nombres propios. Muchos de esos trazos permanecen abiertos aún hoy.
Entender África es inabarcable. Por eso, en este texto me detengo en un caso particular: Senegal. Forma parte de un viaje que empezó en Marruecos y avanza hacia el sur bajo la tutela del océano Atlántico, un intento por desentrañar las capas, las texturas y las fisuras que atraviesan el continente y rara vez nos llegan al Río de la Plata.
***
Hice todos los deberes. Dos meses antes había tramitado con la embajada de Senegal en Brasil el permiso para entrar al país. Investigué cuál era el paso más amigable para extranjeros y salí a las siete de la mañana desde Nuakchot, la capital de Mauritania.
Ese día entendí que los policías fronterizos senegaleses no se caracterizan por querer resolver problemas. El documento que llevaba impreso fue ignorado sin mayores explicaciones: según ellos, no valía nada. Volví a Nuakchot pateando piedritas, con la misión de conseguir una visa estampada en el pasaporte. Un uruguayo que había intentado lo mismo un año antes me advirtió que el trámite era difícil e incierto.
Recién tres semanas después volví al puesto fronterizo con la visa correcta y el deseo inútil de encontrar a un oficial distinto en el puesto de control. De todos modos, y más allá de alguna chicana que lo divirtió mientras me tomaba las huellas digitales, esta vez pude pasar al otro lado de la reja.
Para entrar a Senegal desde Mauritania hay que cruzar el río que da nombre al país. A diferencia de otras fronteras africanas trazadas con regla sobre mapas coloniales de dudosa rigurosidad, el río Senegal ofrece un límite claro, aunque no por eso menos conflictivo.
Vista de Dakar desde la isla de Gorea, donde funcionaba el principal centro de comercio de esclavos en Senegal y el más cercano de África al continente americano.
Foto: Franca Levin
Los fulanis o peuls son un pueblo históricamente nómade que se ha expandido hacia el este de África Occidental y hoy representa un quinto de la población senegalesa. Hijos de un cruce antiguo entre los pueblos del desierto y la sabana, durante siglos recorrieron el Sahel persiguiendo pasturas y esquivando sequías, imperios y, más tarde, Estados modernos. Para ellos, el norte de Senegal y el sur de Mauritania no son entidades distintas, sino estaciones de una misma vida en movimiento.
***
Las capitales me abruman. Suelo culpar al síndrome de país chico: Dakar tiene más población que todo Uruguay. Aunque está lejos del vértigo de otras ciudades que conocí —y supe maravillarme con el encanto de su caos—, esta vez me fui rápido. No quería darle tiempo al pavo real para que desplegara sus plumas. Un día fue suficiente para resolver trámites, viajar en un metrobús moderno, perderme en laberintos de ferias coloridas y entrar a un museo con buenas reseñas en Google Maps.
La isla de Gorea está a tres kilómetros de Dakar, apenas 20 minutos en un ferry que cruza varias veces al día. Podría ser un paseo más para el turista exigente, pero se sintió como un viaje en el tiempo. Calles adoquinadas, casas coloniales que me recordaron algunos barrios viejos de América Latina y, al mismo tiempo, el eco más resonante de la esclavitud a través del Atlántico.
Convertida en museo y espacio de memoria, la Casa de los Esclavos fue un punto neurálgico en el tráfico de personas desde África Occidental hacia el Caribe, Estados Unidos y Brasil. Se estima que más de 30.000 africanos fueron vendidos allí, hacinados previamente en pequeñísimas habitaciones de piedra, junto a un pasillo estrecho que desemboca directamente en el océano. Sin intención de perder el tiempo en eufemismos, a esa abertura la llamaron Puerta del No Retorno.
***
El nombre País Bassari confunde. Al principio pensé que se trataba de un territorio con aspiraciones independentistas, pero esa no parece ser una batalla en la agenda. Es una región al sureste de Senegal, arrinconada contra la frontera con Guinea y habitada por dos de las minorías étnicas más singulares del país: los bedik y los bassari, quienes dejaron trascender el nombre para abarcar algo más que lo suyo.
Mujeres lavando ropa en la aldea Ibel. Cargan varios baldes con agua hacia un árbol de mango que dé sombra y están varias horas ahí.
Bajar del ómnibus nuevo, limpio y con aire acondicionado en pleno mediodía fue como abrir la puerta de un horno industrial. Según mi celular, la temperatura era de 41 grados, aunque parecía una sucursal del infierno con techo de chapa. Dos mujeres se abanicaban con furia desesperada, como si quisieran espantar el calor a fuerza de insistencia. Me pregunté si sólo yo estaba sufriendo el impacto, pero hasta mi anfitrión resoplaba cada cinco segundos, librando su propia batalla contra un enemigo invisible.
Seydou sonreía ancho y constante, como si su energía vital dependiera de absorber los rayos UV con los dientes. Es de la etnia peul, como todos en Ibel, un pueblo musulmán sobre la única ruta que da forma a País Bassari. Vive con su mujer, dos hijos y sus padres. Por esos días también se alojaban en su casa su hermana y sus sobrinos. Las casas tradicionales son cabañas circulares de barro con techos de paja desperdigadas como islas sobre la tierra seca. La cocina está aparte y el baño es apenas un hueco en el suelo escondido tras una cerca de paja.
Durante el día, el calor abrazaba hasta sofocar, incluso bajo la sombra generosa del árbol de mango. A la noche, la brisa minúscula no lograba colarse en una cabaña sin ventanas. Saqué el colchón para afuera. No había mosquitos que arruinaran el placer de contar estrellas hasta quedarme dormida.
En Ibel viven unas 1.000 personas. Hay una escuela primaria con un gran logo de Unicef gastado por el sol y los años —“lo único que hacen es pintar paredes”, me dijo Seydou cuando pasamos por la puerta— y una escuela secundaria a la que sólo llegan unos pocos. Cada terreno familiar repetía una disposición similar a la que había visto en la casa de Seydou, con alambres o cercos marcando discretamente la propiedad. No había trancas y, en muchas ocasiones, ni siquiera puertas. Los niños correteaban entre predios, vacas y cabras que buscaban refugio en sombras minúsculas.
Era el final de la temporada seca y el amarillo gobernaba el horizonte. Los baobabs, árboles míticos de Senegal, se alzaban como esqueletos retorcidos y grises. Las mujeres cargaban baldes rebosantes en la cabeza desde los pozos comunes porque hacía rato que se había acabado el agua de lluvia. Un cerro de 400 metros rompía la monotonía. Irrumpía de golpe, como el chichón en la frente de un niño hiperactivo.
Subir el cerro Iwol no es un paseo pintoresco ni un desafío deportivo: es atravesar una frontera invisible. En la cima hay una aldea de la etnia bedik en la que vive un puñado de familias en —aún más pequeñas— cabañas de barro y paja. Comen lo que cultivan en una granja comunitaria y dependen de unos pocos paneles solares para cargar algunos teléfonos que los conectan con el mundo exterior.
Mientras en Ibel se habla peul, en la cima de ese cerro se escucha bedik o mandinga. Abajo son musulmanes; en Iwol son animistas e incluso hay algunos cristianos. Tienen una iglesia circular con banquitos de madera en la que celebran misas los domingos. Mientras en el valle ayunan durante el Ramadán,1 en la aldea de arriba las mujeres pelan maní junto a un cartel del almacén que promete Coca, Fanta y cerveza.
Los bedik llegaron a la cima de los cerros escapando de las guerras tribales en el Imperio de Mali, entre los siglos XIII y XV. Históricamente animistas, rechazaban la islamización y huyeron en busca de tierras seguras. Cuatro familias llegaron juntas y fundaron la aldea Iwol. La altura del cerro les daba cierta protección, pero por precaución salían a buscar comida únicamente de noche. El cerro se transformó en refugio y trinchera frente a quienes los amenazaban. Un borde, un escondite. Un mundo aparte.
Apenas recuperé el aliento, empecé a recorrer el pueblo. Algunas mujeres extendían paños en el piso para dar la bienvenida y ofrecer artesanías. Los collares y las pulseras con carozos de fruta o piedritas del entorno perdieron la pulseada frente a las mostacillas chinas que compran en la ciudad más cercana. También los piercings tradicionales que usan las mujeres al llegar a una edad madura cambiaron de formato. Antes se perforaban la nariz con espinas de puercoespín y ahora usan los palitos de chupetín que algunos visitantes llevan de regalo a los niños de la aldea.
Hombres de la etnia diola en una ceremonia de iniciación, en la región de Casamanza.
Foto: Franca Levin
Junto a la casa del jefe, un quincho con techo de paja a dos aguas daba sombra a quienes se atrevían al sol del mediodía. Contra una columna, un papel escrito en francés con letra cursiva de maestra decía: “En Iwol viven 618 personas...”. El deterioro amarillento sugería que no lo actualizaban con cada nacimiento o muerte, pero me llamó la atención la especificidad del número. Para una tribu que batalla por la supervivencia, cada vida carga con la responsabilidad de sostener mucho más que a sí misma.
A simple vista, era difícil entender cómo se distribuían las casas. No vi cercos ni divisiones claras entre los terrenos. Tampoco cocinas. En algún claro se amontonaban las ollas junto al fogón. No había calles ni caminos definidos, sino que se zigzagueaba entre construcciones, fogones y vasijas de barro para conservar el agua lo más fresca posible.
Lo que sí vi fueron mujeres trabajando: cargaban agua en la cabeza, amasaban arcilla, pelaban maní, hilaban algodón, armaban collares, cocinaban para toda la familia, lavaban ropa, regaban la huerta. Muchas con bebés atados en la espalda. Los hombres fumaban un cigarro a la sombra de un gran árbol mientras esperaban días —tal vez semanas— para reiniciar las tareas en el campo.
Tanto en esa aldea bedik como en Ibel y en el territorio bassari que visité unos días después, Seydou fue mi traductor. Con su sonrisa ancha y una remera del Che Guevara pintada a mano, habla ocho idiomas. La diversidad étnica de Senegal es una máquina de producir políglotas, aunque no tengan perfil en LinkedIn.
***
Viajar desde el País Bassari hacia Ziguinchor, la capital de la región sureña de Casamanza, fue una odisea: dos días enteros y tres vehículos para una distancia similar a la que hay entre Montevideo y Artigas.
La forma más extendida —y lenta— para moverse por el país son los sept-places: autos de los años ochenta, en su mayoría Peugeot 504 con dos filas de asientos traseros, que salen cuando se completan los cupos. Aunque supuestamente se venden siete asientos, siempre hay lugar para alguien más si se pone voluntad. No sólo desafían las leyes de la física rodando por calles de tierra a 70 kilómetros por hora con un tetris de equipaje apilado en el techo, sino —especialmente— la paciencia y el estado de ánimo de sus tripulantes.
Los dos primeros tramos transcurrieron sin demasiados contratiempos, pero apenas empezó el tercero, el auto frenó al costado de la ruta. Un oficial se acercó y nos pidió los documentos. En esas situaciones intento imitar lo que hacen los demás pasajeros, así que bajé del auto y los seguí hasta una casa antigua con un cartel que decía “policía fronteriza” escrito a mano en la pared.
Un oficial le entregó los papeles en una ventanilla a un policía malhumorado que intentaba dispersar a la multitud a fuerza de gritos y amenazas. Mi confusión era total: ¿por qué policía fronteriza si no estaba cruzando ninguna frontera? Anotó los datos en una planilla y empezó a llamar a los titulares por su nombre. Algunos tuvieron que pagar 5.000 CFA (unos ocho euros), quién sabe a cuento de qué. A mí me devolvieron el pasaporte sin marcas ni coimas.
El viejo Peugeot cantó flor apenas salimos del control policial. Bajo la sombra de un árbol, cuatro hombres y seis herramientas improvisaron un taller tan rudimentario como inútil. Una hora después apareció un reemplazo igual de destartalado que el anterior.
Mujer del grupo étnico bedik hilando algodón en la aldea Iwol.
Foto: Franca Levin
Los controles fronterizos se repitieron cuatro veces más, pero ya sin el efecto sorpresa. Bajarse del auto, entregar el pasaporte, esperar a que anotaran los datos en una planilla y sonreír con cara de yo no fui, una danza protocolar que aprendí a bailar en el segundo intento. El sol de la tarde me pegaba de lleno en el primer asiento del sept-place, pero era el costo a pagar por el privilegio de estirar las piernas. Por la ventanilla, el amarillo árido de la Senegal profunda se deshacía en un verde frondoso, campos de arroz y promesas de aire costero.
Entrar a Casamanza es adentrarse en uno de los conflictos menos conocidos del África contemporánea. Una “guerra civil de baja intensidad”, dice la primera búsqueda en internet, que desde 1982 se ha cobrado más de 5.000 vidas, 60.000 desplazados y al menos 200 pueblos abandonados. Aunque en febrero de este 2025 se firmó un nuevo acuerdo entre el gobierno senegalés y las Fuerzas Democráticas de Casamanza, nadie se atreve a decir que la paz sea definitiva.
***
Senegal fue principalmente colonia francesa, pero su interior también conoció influencias portuguesas y británicas. El efecto más evidente de ese pasado fragmentado es la República de Gambia, el país más pequeño de África continental, antigua colonia británica convertida en un corredor fluvial que partió Senegal en dos.
Al sur de Gambia y aislada del resto del país queda Casamanza. Las diferencias no son sólo geográficas o económicas —su clima húmedo la convirtió en el granero del país—; son, sobre todo, culturales.
En Senegal los diola —o jola— son una minoría étnica, pero esa proporción se invierte al llegar a tierras sureñas. Una vez más, las fronteras administrativas revelan su fragilidad frente a comunidades originarias separadas por líneas en un mapa. Los diola se reparten entre Gambia, Guinea-Bisáu y Casamanza, con su corazón cultural en la ribera del río que da nombre a esta región y la ciudad Usui.
Ahí vive el rey diola, junto a sus cuatro esposas y 17 hijos. Visitarlo como extranjera es posible, aunque la identidad de la región no se revela en una charla de cortesía —traductor mediante— en un patio cercado por vallas tan altas que no dejan ver qué hay del otro lado. Sin embargo, una mañana que prometía ser tranquila en el albergue, recibí una invitación inesperada: una ceremonia de iniciación en un pueblo cercano.
Después de 20 minutos por la ruta asfaltada, la moto se desvió y empezó a maniobrar por senderos estrechos. Patios vacíos con ropa tendida, fogones con apenas el humo tímido de algún tronco impertinente y casonas sin el eco habitual de las corridas infantiles. Las voces de mi cabeza empezaron a inquietarse: “¿A dónde me están llevando? Acá no hay nadie”. Sólo cuando vi a la multitud reunida bajo una gran sombra pude escuchar el retumbar de los tambores. Estaban todos ahí.
En las etnias animistas, las ceremonias de iniciación son el rito de pasaje a la vida adulta. Sólo después de atravesar ese umbral los varones pueden casarse y formar una familia. Aunque comparten rasgos con los rituales bedik o bassari, los diola tienen sus propios tiempos y tradiciones. En este pueblo, la última celebración había sido en 2017. En otros, pueden pasar hasta 30 años entre un rito y el siguiente.
Carretera que le da forma al País Bassari. Todas las aldeas se esparcen al costado de la única ruta asfaltada de la región.
Foto: Franca Levin
La plaza era el corazón de la ceremonia, con árboles ancestrales y una estructura de paja en el centro desde donde los tambores marcaban el paso. Alrededor, cientos de hombres bailaban con el torso desnudo sacudiendo machetes y cuchillos. Era un desfile circular con los iniciados abriendo la fila, seguidos por adolescentes y niños que deberán templar la paciencia hasta que les llegue su turno. Las mujeres acompañaban caminando al costado, rociándolos con maní, caramelos y un talco que los teñía de cierta épica guerrera. Algunas también golpeaban el piso con ramas de palmera para limpiar el espacio de malos espíritus. Cada tanto las bombas de estruendo dejaban vibrando los tímpanos y sacudían hasta las raíces más antiguas.
Una. Diez. Cuarenta veces vi pasar las mismas caras en ese desfile sin pausas, sin cortes, sin silencios. Al día siguiente, los iniciados acamparán en el bosque por una semana —previa circuncisión obligatoria— para aprender de los mayores sobre el éxito de un matrimonio, la satisfacción de una mujer y otros secretos celosamente guardados de su tradición. Volverán siete días después, con las heridas cicatrizadas y convertidos en buenos hombres diola.
A pocos kilómetros de ahí, en una mezquita de pueblo chico, se celebraba el final del Ramadán.
En África, muchas fronteras fueron trazadas sin ojos ni oídos y siguen sin entender a quienes las habitan. Pero hay otras, más sutiles, que no figuran en ningún mapa. Basta cruzar un río, subir un cerro, adentrarse en un bosque o caminar hasta un pueblo vecino para entrar en otro mundo. Tan suyo. Tan propio.
Franca Levin es profesora de Matemática egresada del Instituto de Profesores Artigas y hace años se fue de Uruguay para perseguir una vida nómade, buscando historias. La vida de viaje la fue llevando por los carriles del periodismo narrativo y la fotografía documental, con proyectos propios y colaborativos. En sus redes sociales es @dementeconmochila.
-
Noveno mes del calendario islámico. Durante ese período, los musulmanes ayunan desde el amanecer hasta el anochecer como forma de purificación espiritual. ↩