Te tapás la nariz, hay algo en el aire. No te gusta la naturaleza, odiás la naturaleza pero querés probar. Está prohibido ingresar con autos. Dejás la camioneta entre vacas con cuernos que se ponen negros en las puntas; exportamos cueros, te va a decir la niña más tarde, y vas a pensar que desde cuándo las niñas manejan exportaciones.
El olor lo llevás vos. Está en la suela de tus zapatos. Aplastaste una chicharra y ahora respirás el líquido que alguna vez llevó en su cuerpo. En la portera, atado con alambre, hay un cartel: “Pequeña Estancia”, y más allá, la cabaña de los dueños. Te recibe una niña. Al entrar sentís tus huesos protegidos, una olla cuelga sobre fuego y suelta humo dulce, vino con canela. La sala parece un hogar pero también una oficina, y eso te pone algo triste, hace meses que trabajás sin parar. Necesitás olvidarte, sí, pero tenés el uniforme puesto. Lo notás cuando la niña señala el logo de tu chaleco: un eucalipto envuelto en un sol de rayos filosos, idéntico a una sierra eléctrica circular, cosido a la tela de tu bolsillo, a la altura de tu corazón. Explicás con orgullo que trabajás para la forestadora más grande del país. La niña sonríe, te invita a sentarte y te ofrece galletas de miel. Abre un cajón y saca una almohadilla de tinta que cae sobre su pierna, dejándole un cuadrado negro en el muslo. Se limpia y con la misma mano se rasca y se deja una mancha en la punta de la nariz, ahora tiene un hocico.
—¿Me das tu dedo? —dice.
La mirás a los ojos, duro. No sabés a qué están jugando. Entregás la mano derecha y el pulgar se oscurece. Tu huella acaba de ser absorbida por un papel.
—Ese papel lo hacemos nosotros —decís y te señalás el corazón, la sierra eléctrica, el logo soleado de la empresa.
La niña te lleva contra una pared y te saca una foto.
—Señorita, ¿qué estamos haciendo?
Intentás ser amable.
Ella se toma unos minutos para responderte, como si las conversaciones fuesen lo que no conocés, un poco de tierra y charcos largos de silencio.
—El pasaporte para entrar a la reserva. Ya casi.
Caminás hacia la puerta, querés dar con algún adulto, pero la vocecita te pide que no te vayas. Estira el brazo y te entrega una bandera minúscula, hecha con un escarbadientes pegado a un papelito pintado con draipen.
—Qué linda bandera —decís, y de verdad lo pensás. La bandera tiene dentro una montaña oscura y en el medio de la falda, cuatro manchas blancas. Te preguntás por qué hay dientes en esa montaña, pero de golpe entendés que son pozos iluminados y enseguida dejás de mirar, porque el dibujo te confunde.
—Bienvenido a mi país. Se llama Pequeña Estancia.
Habla como una persona grande. Nunca te gustaron las niñas maestras, tan correctas en sus cuerpos ínfimos. Querés llegar a tu cabaña, darte una ducha caliente, meterte en la cama, leer noticias, dormir, hacer nada.
—¿Y tu escuela?
—Mía —contesta la niña con desinterés.
—¿Queda lejos?
—La dirijo yo —dice y señala un quincho minúsculo, de paja, a través de la ventana.
—Qué inflamable. ¿No sos chiquita para dirigir una escuela?
La niña sonríe. Las paletas nuevas, recién crecidas, con bordecitos de serrucho, se le salen entre los labios; tanto se le salen que no puede cerrar la boca. Capaz que así sea su cara y ese gesto que le ves repetir no sea una sonrisa.
—Falta que declares los bienes.
—Nena, ¿cómo te llamás?
—Olivia. ¿Me mostrás qué hay en el bolso?
—¿Puedo ir a mi cabaña? ¿Tu papá tiene la llave?
Olivia no contesta, está distraída doblando el papel que tiene tu huella.
—Tu pasaporte —dice y te entrega una grulla en origami.
—Dame la llave. Vine a descansar, estoy trabajando en el pueblo. Muerdo niñas cuando pierdo la paciencia.
La seguís, cansado, por un camino de piedras. Las nubes son bajas y tapan las estrellas. No hay nadie más que ustedes dos y no parece haber otras casas cerca.
—Preparé la cabaña más linda —dice la niña, abriéndose paso en lo oscuro. No te gusta andar atrás de una persona tan bajita. En el medio del camino frena, da media vuelta y dice:
—No podés arrancar plantas ni apilar piedras, ¿ta? En el campo de al lado los turistas viven apilando piedras y también se las llevan para sus casas, entonces todas las piedras de la sierra terminan en una repisa y unos años después en la basura y acá las piedras se precisan en serio, esta sierra es una reserva natural.
Te preguntás cómo puede decir una frase tan larga con esos pulmones chiquitos. Ahora tenés las llaves. Quedás solo, en la puerta de la cabaña, de espaldas al campo.
Amanece con desayuno incluido. La niña sirve leche caliente, tostadas tibias, jugo de naranja helado. Te preguntás si es legal que una niña se encargue de una estancia turística. Tenés ganas de recorrer todo, abrir las puertas, entrar a los galpones, buscar algo, a alguien más, pero Olivia llega con una fuente colmada de dulce de higo; es tan grande que podrías hundir la cabeza en ella.
—Es casero —anuncia.
En tu teléfono, siete mensajes de la empresa. Vas a contestar más tarde. Es tu día de descanso, hace meses que estás lejos, muy lejos de tu casa, conviviendo con la gente de un pueblo que duerme siesta la mitad del día y es incapaz de hacer trámites a la velocidad que necesitás. Viniste a comprar tierras, hectáreas y hectáreas, a firmar contratos, hace unos días te deprimiste y le dijiste a tu jefe que sentís que el lugar se resiste a vos, que mejor mande a otro empleado.
—¿Querés subir a la sierra? Hacemos paseos guiados.
—¿Quién guía?
—Yo.
—¿Vos, tan chiquita?
—Soy grande por adentro.
—Grande por dentro —repetís—. Seguro.
—Grande por adentro, sí. Aunque me veas así —dice, haciendo el gesto de sostener una hormiga entre dos dedos.
Por eso no tenés hijos. Preferís ver crecer a los eucaliptos. El sonido de la sierra eléctrica cuando los tritura. La corteza volando en pedacitos diminutos te hace pensar en un cumpleaños, la caída del papel picado. La semana pasada te dejaron subirte a una máquina. Te sentiste inmenso, cargaste un pino de acá para allá. Así se siente un padre llevando a un hijo dormido hasta la cama, pensaste.
Con un movimiento torpe, te encimás al cuerpo pequeño.
—A ver, grande por dentro. Vamos a ver hasta dónde me llegás —decís.
Medís a la niña y sentís alivio de ser tan alto; ella apenas sobrepasa tu ombligo, vos llegás hasta tu cabeza.
Pasás la mañana en la reposera de hierro, al sol. Querés salir a caminar, pero sólo hay señal cerca de la cabaña y no te gusta quedarte sin señal. Mirando la copa de los árboles, te imaginás comprando la Pequeña Estancia, su reserva natural, todo lo que te rodea: la sierra, las cabañas, el monte. Pondrías tu propia forestadora y una planta de celulosa, un corazón blanco en la ruta con una arteria largando humo al cielo, siempre prendida. Tendrías tu logo y serías firme pero comprensivo con tus empleados. Ya ves la lluvia de aserrín, los álamos cayendo. Estás dormido. Un bicho enorme te camina por el pie, es una mano haciéndote cosquillas.
—¡Está la comida! Parecías muerto. ¿Sabés correr?
Olivia te lleva corriendo hasta el comedor de la estancia. Comés y comés y comés. Hay cordero y papas y boniatos rebozados en harina de maíz. Hay arroz con leche y limón y torta de chocolate. Antes de vaciar el último plato, ves entrar por la puerta de atrás a una mujer. Deja un balde en la pileta y se va.
—¿Era tu madre?
—Es Patricia. Viene a ayudarme. Sé cocinar y arreglar la ducha, pero el generador todavía no lo entiendo.
—¿No eras grande y sabías hacer todo?
—Dije grande por adentro. Como una serpiente finita cuando se come un animal grandote. Como yo, que mido un metro veinte, pero mis intestinos miden como seis. ¿Sabías que si juntás las venas y las arterias de una persona y las ponés una después de la otra, llegan a medir cien mil kilómetros y pueden dar la vuelta al planeta? Si te cortás en pedacitos y atás todo lo que tenés adentro haciendo una cuerda toda larga, no precisás avión ni nada porque así todo unido, pedacito a pedacito, una parte de vos, o sea, vos, puede llegar hasta cualquier país.
—¿Y eso lo aprendiste en tu escuela?
Olivia sube los hombros y te pregunta si querés conocer su cuarto. Te dice que tiene muchos juegos.
Fingís no escucharla, querés agarrar la camioneta e irte.
—¿A quién le pago? ¿Llamás a tu madre?
—Estaba rica la comida, ¿verdad? No podés salir todavía. Falta el escáner.
La niña arrastra una caja de cartón del tamaño de una heladera.
—Tengo que revisar que no hayas robado piedras ni plantas.
La niña te empuja suave, te resistís, no querés tirarla al suelo, tenés medio cuerpo dentro de la caja. Ella pasa las manitos ínfimas muy cerca, auscultando el cartón.
—¡Basta!
Salís de la caja, te vas a la cabaña. Enredás tu ropa, la metés en la mochila y caminás hacia la portera. A lo lejos ves la ruta y sobre la ruta, en tu camioneta, brilla el mismo logo que llevás en el chaleco. Podrías estar manejando, llevando papeles de acá para allá, haciendo chistes con tus compañeros. Pero estás a pie y el camino de salida se te hace largo, largo. Sobre la falda de la sierra caen parches de sombra violácea, no te interesa mirar. Te sentás encima del bolso y dejás caer la cabeza entre las manos. Estás cansado, querés culpar a alguien de algo. Le sacás una foto al cielo: un caldo rosado con nubarrones gruesos y una luna hinchada. Avanzás unos kilómetros. No tiene sentido, no llegás a la ruta y ya no ves tu auto. Hace rato que el rocío te humedeció la ropa y algunas gotitas ocupan tu cabeza. Lo que no aparece es el borde del campo, no ves el alambrado. Das un paso y otro y otro, hay árboles a los costados, cientos de árboles tocando las nubes y las estrellas, todos más altos que vos. Te enloquece ese grupo de álamos que no te deja ver, querés acostarlos, abrirte paso a zancadas, que venga la niña, que te muestre el camino, alcanzar la portera de una vez. Estás empapado como si hubiese caído una lluvia fina. Te arrancás el chaleco, la camisa. Te mirás las manos: parecen cada vez más chicas en el espacio inmenso. O es el espacio que se está agrandando. Mirás tus pies y ves dos puntos. Lo verde se estira abajo. Lo negro se hincha arriba. La tierra, el cielo. Sentís una arcada. Caminás rápido, corrés, pero no alcanza. La sierra se está haciendo grande por dentro.
Gabriela Escobar (Montevideo, 1990) es escritora y música. Su novela Si las cosas fuesen como son ganó el Concurso Literario Juan Carlos Onetti en 2021 y fue publicada en Chile, Argentina y España.