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Foto: Víctor Mateo

Una necesidad de lo real

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La crónica periodística habita una frontera difusa entre lo estrictamente informativo y la aspiración literaria. Y cuando las cronistas son mujeres, ciertas especificidades aparecen en forma reiterada, probablemente como resultado de formas también específicas de estar en el mundo. Para esta nota hablamos con María Angulo Egea, coautora de Criaturas fenomenales: antología de nuevas cronistas (La Caja Books, 2023)

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Periodismo narrativo, periodismo literario, novela de no ficción: son muchos los nombres que se han acuñado para referir a un fenómeno que, en rigor, es siempre el mismo: contar la realidad con recursos de la literatura, un ejercicio que socava, dócilmente, las fronteras entre géneros. Desde las crónicas de José Martí enviadas desde Estados Unidos —con la icónica cobertura del juicio a los mártires de Chicago—, pasando por Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, o Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez, que se adelantaron varios años a ese mojón de la novela de no ficción estadounidense que es A sangre fría, de Truman Capote, el periodismo con impronta literaria tiene una particular tradición en América Latina, amplificada, en los últimos años, con el llamado boom de la crónica latinoamericana.

Pero en ese rico derrotero, salvo casos emblemáticos como los de Elena Poniatowska, Alma Guillermoprieto y, en los últimos años y de modo descollante, Leila Guerriero, la presencia femenina en ese fenómeno ha sido, de algún modo, invisibilizada. Es esa ausencia, pues, la que llevó a María Angulo Egea y Marcela Aguilar Guzmán, ambas periodistas y académicas, a recopilar una serie de crónicas escritas por mujeres jóvenes hispanoamericanas, una colección de 20 textos que plasman, en negro sobre blanco, una densidad de la realidad con particular enfoque y sensibilidad de género. Veinte historias, pues, “que no suelen aparecer en los titulares de los medios” y que “aúnan, así, el arrojo periodístico con la reflexión y el pensamiento, la interpretación y la voluntad literaria”.

Para conversar sobre las fronteras entre literatura y periodismo y de la concepción de Criaturas fenomenales: antología de nuevas cronistas, el volumen que compendia estos 20 textos, Lento conversó con una de sus coautoras.

El libro está estructurado en cuatro capítulos: “Tránsitos”, “Cuerpos”, “Violencias”, “Huellas”. ¿Qué temas condensan esos subtítulos tan sugerentes?

Son cuatro palabras clave, cuatro conceptos que en algún punto analizan todas las crónicas publicadas. En algunas, la fuerza está más puesta en el cuerpo; en otras, en la idea de tránsito, migración, cambio: lo trans en todos los sentidos. El cuerpo, en términos de crónica contemporánea escrita por mujeres, es muy importante. Las mujeres nos ocupamos mucho de la enfermedad, de la locura, de la salud mental, algo que aparecía de diferentes maneras. O sea, la enfermedad del cuerpo, controlado, violentado, era algo que aparecía en el conjunto, y allí tenemos, por ejemplo, “Rapto de locura”, de Margarita García Robayo, o “Cómo vi morir de sida a mi padre y a mi hermano”, de Dunia Orellana, que tratan ese tema. La violencia, por su parte, también es un elemento estructurador, te diría, de casi cualquier crónica latinoamericana, incluido el femicidio. Lo que pasa es que en las violencias de las mujeres entran esas otras violencias sobre el cuerpo, como en “Mi secuestro”, de Luisa Salomón, que teme que su cuerpo pueda sufrir cosas diferentes a las de su pareja, estando ambos secuestrados. O lo que experimenta Elena Salamanca como periodista cuando registraba los asesinatos en El Salvador, habiendo perdido ella misma a su propio padre, en “Atravesé el puente en el que mataron a mi padre”. Entonces, las violencias eran, evidentemente, otro subgrupo de mucha relevancia. Y luego, ya en esta etapa más actual, aparece el asunto de las huellas como la reivindicación y la búsqueda de territorios autóctonos, de oficios que se están perdiendo, de tradiciones que están ahí. Me gusta mucho, por ejemplo, el texto de Andrea Ixchíu, “Totonicapán, un bosque”, en el que se define de un modo muy particular, como parte de la comunidad k’iche’, pero también como una persona que tiene una gata y le gusta Star Wars, o sea, una hibridación.

Periodismo narrativo, novela de no ficción, periodismo literario... son varios los nombres para definir un fenómeno que, en definitiva, es el de contar la realidad con herramientas de la literatura. ¿A qué definición recurrieron ustedes?

La verdad es que no hay una definición canónica, absoluta, entonces, tanto a Marcela como a mí, que venimos trabajando hace ya por lo menos 20 años en esto, siempre nos ha gustado la definición de literaturas posautónomas de Josefina Ludmer, en el sentido de que si entramos en el territorio de la no ficción, se abre bastante el foco y podemos meter allí textos que tienen un carisma más etnográfico, como podría ser “Las chicas de Nordelta”, de Ana Fornaro, o más reporteril, o crónicas un poco más fenomenológicas, como “Rapto de locura”, de Margarita García Robayo, o “La jaula abierta”, de Ángeles Alemandi. Se habla también de macrogénero en relación al periodismo y la literatura, una fórmula que abarca muchos posibles géneros periodísticos, y desde ahí lo vemos. Un macrogénero que no solamente juega con herramientas del periodismo y la literatura, sino también de la sociología y de muchas otras ramas de las humanidades y las ciencias sociales, incluso de la psicología. Creo que en el ámbito contemporáneo nos encontramos con crónicas muy diversas en ese sentido, que se han enriquecido con esas otras perspectivas.

Dentro de la tradición del periodismo narrativo latinoamericano, ¿uno de los primeros mojones podría ser el de José Martí y sus crónicas escritas desde Estados Unidos?

Bueno, sí, es parte de esa crónica modernista muy potente que trabaja Susana Rotker en La invención de la crónica. Esos autores son como unos papás para todos.

Y en España, por ejemplo, podríamos mencionar a Emilia Pardo Bazán y sus crónicas para La Nación de Argentina.

Sí, sí, es una referente cuyo trabajo de crónica, en los últimos tiempos, se está rescatando mucho. Es una pionera.

Otro imprescindible es Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que se adelantó unos cuantos años a A sangre fría, de Capote.

Sí, y además en el tema de Rodolfo Walsh está, detrás y muy reivindicada últimamente, el nombre de Enriqueta Muñiz, a quien él ya reconoce en distintos momentos. Enriqueta Muñiz fue una periodista y escritora que estuvo ahí, todo el rato, ayudando con el trabajo de campo y de documentación de Operación Masacre. Entonces, no es antojadizo, en definitiva, hacer un libro de cronistas mujeres, porque lo que transita todo esto es la idea de que hay temas que una mujer puede tratar de manera diferente.

¿Porque los percibe o sufre de forma diferente?

Es un poco eso, sí. No es que haya temas exclusivos de las mujeres en un modo concreto. Hay un montón de hombres que tienen una mirada de género, pero las mujeres normalmente no tenemos algo en lo que podamos explayarnos con esta libertad que vamos conquistando progresivamente, y por eso creíamos que esta antología era una manera de poner ahí una pica, de decir “bueno, este espacio de la crónica, este universo, también es nuestro”.

Es muy elocuente, en este sentido, “El imperio del falso lacio”, de Irlanda Sotillo, sobre el mandato de alisarse el pelo para encajar socialmente, una violencia cultural o simbólica en la que quizás no hubiera reparado tanto un varón.

Sí, hay cosas que a nosotras nos surgen de una manera más evidente, ¿no? También el texto de Marcela Ribadeneira, “Cómo dejar de ser invisible a simple vista”, sobre lo conflictivo de ser taxista mujer en algunas ciudades, expuestas a ciertas agresiones y violencias verbales, y cómo esas mujeres se hacen fuertes en ese territorio. O, por ejemplo, la mirada, la delicadeza y la generosidad con la que mira Daniela Rea a estas mujeres mayores que están encerradas en la pandemia en “La vejez desde la ventana”. O también, por ejemplo, Mónica Baró, que es cubana y en “Agáchate, puja y tose” trata esa violencia de las miradas hacia su propio cuerpo, tras haberla detenido en una manifestación, y lo que le hacen a ella y no les hacen a sus compañeros periodistas varones, también detenidos. Porque el cuerpo de una mujer parece que es como del dominio de cualquier gobernante o de cualquier autoridad, ¿no?

Se ha hablado, en los últimos 20 años, de un boom de la crónica latinoamericana, con autores insignia como Leila Guerriero, Martín Caparrós, Juan Villoro. ¿Por qué te parece que surge ese fenómeno?

Bueno, yo creo que, en realidad, allí hay mucho de estrategia de marketing. Porque de la crónica no come nadie, que yo sepa, o muy pocos. Si tú sales a la calle y preguntas por Leila Guerriero, pues la conoce sólo alguna gente. Entonces, yo creo que tiene que ver un poco con una estrategia en un momento determinado para potenciar este sector. Y así es como surgen “la generación no sé qué”, “los jóvenes de no sé cuánto”, más como un producto que como un hecho real. Entonces, yo no creo que haya un boom de la crónica. Sí creo que desde hace ya bastante tiempo hay todo un interés por las escrituras de lo real. Estamos en una era con un gran interés por lo documental.

Un fenómeno que, en la literatura, podría extenderse a las llamadas “escrituras del yo”...

Sí, creo que hay cierta demanda por relatos factuales, y esta factualidad se construye desde muy diversas fórmulas. Entraría ahí el periodismo narrativo, la crónica, las cuestiones de autoficción, la narrativa documental, relatos que están basados, por ejemplo, en una investigación. Entran ahí terrenos híbridos, relatos factuales, la palabra facticia: hay un gusto por eso.

¿Por qué?

Creo que, en un punto, ese potenciar lo real responde a una demanda de cosas más tangibles debido a la digitalización tan bestia que habitamos. Creo que, como contrapunto de la pantalla, de lo intangible, necesitamos historias de vida que nos alimenten y que nos hagan pellizcarnos y decir “¡ay, vale, somos carne!”. Desde finales del siglo XX hasta todo lo que llevamos del XXI se han incorporado herramientas como el testimonio, que hacen que ese interés por lo real sea muy fuerte. Porque, por ejemplo, en España ya han pasado unos 50 años de una dictadura que ha dejado como un trauma heredado, y todo eso se quiere contar.

¿Qué pasa con la distancia entre ficción y realidad en estos relatos que, en definitiva, están narrados desde un punto de vista personal, subjetivo?

Esa es como la pregunta matriz del tema de la crónica, ¿no? ¿Hasta dónde se puede jugar con las herramientas de la retórica o de la poética? Es muy difícil ese límite y yo tampoco me atrevo a decir hasta dónde sí y hasta dónde no, ¿sabes? Es verdad que hay algunos recursos un poco controvertidos, pero bueno, si ya te metes en el territorio de la literatura autónoma, o sea, esa idea de no ficción, el campo se abre mucho. Ahora, desde el momento en el que cualquier hecho noticioso se realiza a través de un artificio o de una mecánica como puede ser la escritura o la cámara, ya hay una artificiosidad sobre la materialidad en sí. Hay una mirada proyectada, una elección del tema, un recorte, unas palabras, unos testimonios que sí y otros que no. Ya hay un artificio.

O sea, está la aspiración de objetividad, pero la subjetividad siempre va a estar presente, como en toda actividad humana.

Sí, yo prefiero hablar de honestidad, es decir, de una búsqueda de la objetividad en el sentido de aspiración, de que tengo que tener todos los datos, documentarme todo lo posible, entrevistar todo lo posible, preocuparme de que las palabras verdaderamente expresen lo que quiero que digan, que no sean vacuas y que sean importantes, que no sean mentirosas o falsas, que no recreen cosas que no existen. Intentar contar lo más honestamente posible un hecho.

En un mundo en el que, supuestamente por falta de tiempo o por competencia con el audiovisual, la gente lee menos, ¿cómo se explicaría este interés por leer crónica, y extensas, en muchos casos?

Bueno, si bien no creo en un boom, sí creo que se ha ido generando una tradición de este tipo de lecturas. Desde siempre hay comunidades lectoras. Yo no sé si se lee más o se lee menos, pero en cuanto a la mecánica de leer, leemos mucho, por ejemplo en WhatsApp. Pero en lo que viene a ser la lectura en concreto de estas crónicas, si son de largo aliento en formato libro o si son reportajes más o menos extensos, creo que hay una comunidad lectora que siempre está, que es fiel, se ha leído estos textos o no como crónica. Los géneros son sólo una manera de clasificar. La persona que lee lee porque le gusta, no repara en el género. Pero además, dependiendo de las tradiciones, saben más o menos encasillarlos en ficción o no ficción. Por ejemplo, La llamada, de Leila Guerriero, siendo un perfil, se ubica como una biografía, de hecho, apareció en la colección Narrativas de Anagrama, no en la de crónica. Se vende como una biografía porque esa biografía tiene más implantación, pero son sólo terminologías.

Aparece esta mayor visibilidad o cultivo de la crónica en un momento de crisis absoluta de los medios de prensa. ¿Qué pensás de esa coincidencia?

Yo creo que cuando empezó esta crisis de los medios de comunicación, por lo menos lo que yo vi en algunos lugares fue algo así como “si no me van a pagar, por lo menos hago lo que quiero”. Y si bien no creo que haya un boom, sí creo que se lee en el propio gremio periodístico. Si antes todo periodista tenía una novela debajo del brazo que en algún momento lo iba a colocar en un lugar de prestigio, ahora publicas una buena crónica, un buen reportaje, un perfil o lo que sea y ya te colocas en ese lugar de prestigio. Creo que en eso sí que ha habido un cambio.

Un caso elocuente es el del Nobel a Svetlana Aleksiévich.

¡Claro! O sea, que le hayan dado un Nobel a una periodista cien por ciento está muy en sintonía con la tradición que hay en todas esas zonas de Europa del Este, muchísima tradición de periodismo narrativo, con el claro caso de Ryszard Kapuściński.

¿Dejaron mucho material para un segundo volumen?

Sí, y de hecho al final del libro incluimos una cartografía de cronistas hispanoamericanas actuales, o sea, podríamos hacer un segundo y hasta un tercer libro. Lo que pasa es que no es tan fácil encontrar un acomodo para este tipo de libros. Pero estamos muy contentas, pues el libro ha tenido bastante repercusión en España y lo hemos hecho desde un conocimiento de este macrogénero que nos apasiona. Y todas las mujeres que hemos puesto en este trabajo nos parecen, desde luego, criaturas fenomenales.

Ángeles Blanco es periodista cultural, crítica literaria y docente. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad de la República), estudiante avanzada del Profesorado en Literatura (Instituto de Profesores Artigas) y cursó la Maestría en Ciencias Humanas opción Literatura Latinoamericana (Universidad de la República). Comenzó su trabajo periodístico en El País Cultural en 2004 y más tarde lo continuó en medios como Brecha, Dossier, Galería de Búsqueda y, actualmente, la diaria y Lento. Fue docente de Periodismo de la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República por casi una década y actualmente se desempeña como docente de Literatura en Educación Secundaria. Ha sido columnista radial y coautora de compilaciones de narrativa y periodismo.

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