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Ilustración: Belén Valverde

Jugar en la arena

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Un hombre de mediana edad recién divorciado vuelve al balneario de su infancia sin saber qué está buscando y se encuentra con una historia secreta de la que huyó cuando era chico. El protagonista de este cuento es Federico Stahl, el personaje central del proyecto literario de Ramiro Sanchiz, representante local del género ficción extraña, quien desde hace años se interesa en las inteligencias no humanas, entre otras premoniciones.

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Lo primero que hizo después de llegar a Punta de Piedra y dejar en la casa alquilada las pocas cosas que había llevado fue caminar hacia el Pueblo Viejo y subir el farallón. Una vez en la cima, tras darle una vuelta a la Casa Solitaria, cerrada y descuidada desde hacía al menos diez años, Federico tomó algunas fotos aprovechando la altura. Lo asombró no sentir nada: ningún rapto de memoria involuntaria, ningún brote de nostalgia, apenas cierta indignación ante el contraste de las construcciones nuevas, en las orillas del lago artificial, con el caserío empobrecido del norte. Tras instalar el teleobjetivo se las arregló para dar con la única calle que recordaba y sacarle unas cuantas fotos. También indagó en lo que habían sido los terrenos de AMRITA, con sus domos en ruinas, que parecían fósiles de amonites incrustados en la roca de una cantera.

Después bajó y compró en el Pueblo Viejo un pedazo de queso, un frasco de aceitunas, un bidón de agua mineral sin gas y una botella de vermut barato. La casa alquilada no estaba lejos: a dos cuadras de la costanera, sobre la avenida Artigas. Pensó en dejar las cosas para la cena y salir a recorrer las calles hasta dar con la que había sido la casa de sus abuelos, pero la decisión no supo sostenerse y Federico se resignó a terminar el día temprano. Se conectó a internet, miró un poco de porno, el wifi falló, se masturbó en el baño, reparó algo alarmado en las manchas de humedad, abrió el vermut y empezó a comerse las aceitunas y el queso mientras armaba una playlist y dejaba que se desplegaran por aquella casa blanca y casi vacía los sonidos de cierta música alemana de los años setenta.

Pasado el divorcio había decidido que no tenía caso esforzarse en buscar una conexión real con su hija adolescente, de modo que su presencia en Montevideo no era en verdad requerida. Empacó unas pocas cosas, entre ellas su colección de cámaras y lentes, la laptop y un montón de libros de los que se sabía incapaz de desprenderse. El alquiler de dos apartamentos en el barrio Brazo Oriental le daría lo suficiente para vivir con una austeridad que no le resultaba ajena y algunos trabajos fotográficos adicionales servirían para sentirse un poco menos ansioso a fin de mes.

En cuanto a la nostalgia, las fotos de aquella calle del caserío sí surtieron el efecto buscado: no tardó en recostarse contra la silla genérica e incómoda que venía con la casa y tratar de ordenar las cosas en su memoria. Había sido en 1989, quizá en 1988. Ese verano aparecieron en el Pueblo Nuevo tres hermanos que vendían pan en bicicleta, dos mellizos casi idénticos y uno mayor. Federico aprendió a llamarlos “los panaderitos” porque así los bautizaron sus abuelos desde el primer día en que les compraron aquellas roscas y panes de campo; una vez los invitaron con Coca-Cola mientras el hermano mayor contaba y guardaba el dinero y uno de los mellizos le preguntó a Federico qué era eso que tenía enchufado a la tele. Es mi computadora, les dijo. ¿Y sirve para jugar o cuenta historias? Para jugar, les respondió, ¿quieren que la prenda? No, no podemos, respondió el mayor, pero en una de esas un día que vengamos a propósito.

Ese encuentro no llegó a concretarse, pero Federico sí visitó la casa de los panaderitos en el caserío al norte del pueblo. Su abuelo le había hablado sobre la pobreza, las dificultades, lo desigual que era la vida y los privilegios de los que él debía ser consciente, y Federico terminó por prepararse para que todo aquello fuera mucho más aterrador de lo que finalmente llegó a ser. Jugó con los niños y sus vecinos toda la tarde y prometió volver en pocos días. Les puedo prestar mis libros, dijo, y pensó en preparar un paquete con historietas más algún tomo de MultiAventura. Cuando regresó la semana siguiente los encontró ocupados, distraídos de su presencia. Aun así tenía que quedarse hasta que lo fuera a buscar su abuelo, así que siguió a los panaderitos hasta la casa vecina, donde vivían dos hermanos, Ivana y Simón, quien se convertiría en el centro de la tarde. El juego consistía en contemplarlo: Simón estaba en el baldío del fondo, sentado sobre un círculo de arena; ordenaba ante sí unas caracolas y jugaba con ellas. ¿Qué hace?, preguntó Federico, pero no le respondieron. Simón lo miró y sonrió: tenía la cara lisa y blanda, los dientes pequeños y separados, y eso hacía algo inquietante la mueca en que se convertía su sonrisa. Hay que escuchar, dijo alguien, Federico nunca supo quién. Sorprendido, reparó en que de pronto todo el baldío se había llenado de niños.

Después de esa tarde ya no quiso jugar con los panaderitos. El verano siguiente no aparecieron y se dijo por Punta de Piedra que la familia se había mudado a Castillos. En las fotos, sin embargo, la calle y la casa lucían prácticamente incambiadas, y Federico se propuso caminar hasta allí al día siguiente. Buscó una serie nueva, terminó su cena, vio la mitad de un primer capítulo aburrido sobre una distopía o catástrofe y se durmió, no sin antes hurgar en Instagram las fotos que había compartido de su trabajo allí mismo, en Punta de Piedra, cuando la gran inundación de 2016. No sabía qué buscaba y en sus redes sólo había unas pocas imágenes, las que no fueron incluidas en la crónica escrita por el periodista al que había acompañado, un tocayo suyo de apellido Etxeberri que durante las cenas y los almuerzos no hablaba más que de AMRITA, de inteligencias no humanas y de una anomalía en el campo magnético de la Tierra justo allí, en el Atlántico al que miraba Punta de Piedra.

Al día siguiente se levantó tarde, desayunó el queso que le había sobrado de la cena con un sobre de capuchino instantáneo y partió hacia el centro. El cine se mantenía en pie, cerrado y con pósteres de películas del verano anterior, y la iglesia lucía tan saqueada como justo después de la retirada de las aguas. Le pareció que las manchas en la fachada eran —en virtud de una suerte de gramática de formas y colores— una versión más amplia e intrincada de las que la humedad y el moho habían trazado en el baño de la casa alquilada: historias de la inundación, pensó.

Siguió caminando y llegó hasta el límite del Pueblo Viejo; cruzó la ruta y enfrentó el caserío. Le pareció más desordenado y confuso, casi laberíntico, como si el tiempo lo hubiese sacudido en un cubilete que hacía tiempo había perdido su buena suerte. Dudó de entrar. Son todos estos años de vivir en zonas seguras de la capital, pensó, tratando de avivar algún tipo de culpa de clase. No lo logró, pero sí tomó uno de los caminos de tierra. Después de caminar un rato tratando de comprender la escala del lugar —faltaban los árboles que sirvieran para calibrar las perspectivas y todo parecía tramar una ilusión óptica por la que las cosas lejanas y las cercanas tenían el mismo tamaño aparente—, sintió que de alguna manera había bajado, como si en el centro del caserío se abriese el cráter de un volcán, llenado a medias por aluviones o quién sabe qué tipo de acumulación. Pero allí estaba la casa, y al lado, apenas separada por una medianera baja, la de aquellos vecinos, con el baldío al fondo. Los árboles habían reaparecido, tal como los recordaba: un sauce llorón y unas cuantas acacias. El baldío estaba poblado además por heladeras, calefones e incluso la carcasa oxidada de un Fiat 850, fascinante como el fósil completo de un dinosaurio, y Federico se sobresaltó cuando una voz de mujer le preguntó qué buscaba. Comprendió que había avanzado sin darse cuanta hacia el fondo de la casa, al borde del baldío, exactamente en el mismo lugar donde décadas atrás había asistido al juego incomprensible de aquel niño, Simón. Nada, dijo, perdone, no me di cuenta. La mujer le resultó familiar. Tendría unos cuarenta años y Federico la sintió hermosa, como las primeras mujeres que había admirado ahí mismo, en Punta de Piedra. Creyó recordar los ojos casi grises, las pecas oscuras, y le pasó rápido la mirada por el cuerpo, cubierto por un buzo curiosamente abrigado para la temperatura agradable de aquella tarde. Nos conocemos, dijo, o se dejó decir, y añadió un tímido ¿verdad? La mujer entrecerró los ojos y lo miró como un miope que tantea en la distancia. Yo creo que no lo he visto por acá, respondió, pero...

No es que haya venido mucho, dijo Federico, aunque sí de chico. 1989, 1990. Acá vivía un niño que se llamaba Simón.

La mujer se sobresaltó. Claro, mi hermano. Federico no tuvo que buscar el nombre: vos sos Ivana; yo pasaba en el Pueblo Nuevo con mis abuelos y una vez vine acá a jugar con los panaderi... con los chiquilines que vivían en esa casa, que vendían pan.

Ahora me acuerdo. Fue una tarde nomás. Me pareció que te dejaban de lado porque no entendías el juego. Después no te vi más. O mentira, sí te vi, te vimos. En la playa, en el puertito, pero siempre estabas con otros gurises. Yo le decía a mi madre mirá, ahí está el de los ojos naranjas.

Se rieron.

Bueno, así me pareció que eran, después los recordé bastante.

Yo siempre tuve presente esa tarde. Pero gracias, no te molesto más...

Ivana le sonrió e hizo un gesto con la mano, como un saludo borroneado, y después de dar unos pasos Federico se dio vuelta para mirarla. Había entrado a la casa, atravesando una cortina de lo que parecía arpillera naranja, igual a la que recordaba de aquella tarde, aunque la pared que la rodeaba cargaba con una versión todavía más intrincada de las manchas de humedad que venían saliéndole al camino desde que había vuelto a Punta de Piedra.

Almorzó en uno de los puestos de pescado en el puertito, volvió a la casa alquilada y durmió una siesta. Todo parecía cansarlo demasiado, pensó, un poco alarmado. No quiso mirar las manchas del baño, aunque por un instante sintió que quizá era buena idea revisarlas, asombrado de la ocurrencia absurda de que pudieran haberse extendido o multiplicado. Salió de nuevo a las siete de la tarde, ya pasada la puesta del sol, y pensó en meterse en alguno de los bares de la costanera. Después comprendió que una intuición tosca y trabada en los engranajes de su mente y su cuerpo estaba convenciéndolo de que allí encontraría a Ivana, y así fue. Trabajaba en uno de los bares, como moza. Tú otra vez, le dijo, no te veo en treinta años y ahora estás por todos lados.

Federico exageró una risa y pidió un gin tonic. No había nadie en el bar; Ivana le dejó la bebida y se quedó de pie junto a la mesa. Sentate, le dijo Federico, pero ella permaneció de pie. Dos turistas brasileros entraron, miraron la carta y prometieron volver. Si no fuera por los brasileros igual no tendríamos nada en temporada baja, dijo, aunque estos ya sé por qué andan por acá. ¿Y tú?

Federico pensó que lo mejor sería contárselo. Soy fotógrafo, dijo, me divorcié hace poco, tengo una hija grande, dejé todo en Montevideo y me vine para acá.

Los brasileros aparecieron de nuevo y preguntaron en la barra si podían hacerles dos daiquiris para llevar. El mesero le hizo un gesto a Ivana, que no se movió. Después Federico volvió a pedirle que se sentara y ella aceptó; ya estamos por cerrar igual. ¿Querés ir a comer? No, le contestó, tenía que estar en su casa. Marido, hijos chicos. O no tan chicos, se corrigió. Después empezó a hablar, como si respondiera una pregunta implícita. Ya que se iba a quedar en Punta de Piedra, Federico tenía que conocer a la gente de allí, la gente de todo el año. Era la misma manera de nombrarla que habían usado siempre sus abuelos para marcar la diferencia con los que solo pasaban allí los meses del verano. Federico recordó el predio de AMRITA y le preguntó a Ivana qué había pasado con todo aquello, la comunidad, dijo, que se había fundado más o menos por la época de la inundación. Buscó un nombre más preciso y recordó que Etxeberri había insistido en entrevistar a un tal Ramírez, gurú, sumo sacerdote o director de aquello que podía ser tanto una secta como un spa saturado de new age (recordó también los domos al estilo Buckminster Fuller que había fotografiado con goce retrofuturista). Ivana asintió con la cabeza. Se tuvieron que ir, dijo, pero algunos de los que trabajaban con ellos eran de acá, los que siempre escucharon al mar. Ahora hacen las ceremonias y pusieron un casino.

¿Un casino?

¿Qué tiene de raro? Ivana sonrió. Es un casino con máquinas de verdad. Las digitales son toda trampa, no se puede hacer azar con computadoras. Siempre son cálculos, todo está determinado. Para que haya azar de verdad tiene que haber algo mecánico, una ruleta, cartas.

¿Ahora está abierto?

No, pero si querés ir te dejan entrar y capaz que hasta jugar a algo. Viven al lado del casino, o viven en el casino, depende. Es al este del pueblo, pasando nomás el farallón, ahí al lado del garaje.

Federico no preguntó depende de qué.

Voy a ir, entonces. ¿Viven ahí decís?

Sí, obvio. Es una comunidad. Escuchan al mar.

Era el momento de la pregunta.

Ivana, ¿y tu hermano Simón? Me acuerdo de que hacía unas cosas con unas caracolas...

A Simón lo tuvimos que internar al final, dijo, ya sin la sonrisa, pero igual está bien, sale seguido. Federico asintió y revolvió el gin tonic.

Perdoná, ya vengo.

Ivana pasó al otro lado de la barra y Federico miró con curiosidad a la pareja brasilera, que seguía dando vueltas por la costanera, con sus daiquiris en vasos de espumaplast. Se levantó, pagó el gin tonic y se fue.

Caminó un rato por la costanera, relativamente activa para la temporada baja. Vio a un imitador de Michael Jackson bailando “Smooth Criminal” sobre una tarima precaria y siguió adelante hacia las rocas. ¿Cuántas veces lo había sentido de chico, donde el farallón cortado por la costanera insistía unos quince, veinte metros más allá y, en roca pelada como el hueso de una fractura expuesta, entraba un poco al mar y todo se arremolinaba como el fin del mundo, las nubes, el agua, la espuma, el rumor de las olas? Buscó la sensación con avidez y terminó por encontrarla, aquella insuficiencia, aquella falta envuelta por demasiadas capas de piel muerta: un embrión, una criatura devuelta a sus primeros estadios, dado vuelta su tiempo. Le pareció escuchar música, que lo arrancó del trance. Debía ser el casino. Siguió hacia el otro lado del farallón, en la oscuridad que ya no era Punta de Piedra, y lo encontró, junto a las ruinas del garaje de la Casa Solitaria. Las puertas estaban abiertas y había luz, la suficiente para iluminar unas formaciones de barro y paja, más o menos lo que podían haber sido los domos de AMRITA en su pasado evolutivo o en su futuro posapocalíptico. Entró como había entrado al terreno de Ivana; no sólo había máquinas tragamonedas convencionales sino también una fila de pachinkos, con sus kanjis iluminados por lamparitas diminutas, amarillas y polvorientas, y cuatro maquinitas que reconoció de inmediato como las rescatadas del Club Punta de Piedra tras la inundación —las había fotografiado para aquella nota, como las sobrevivientes que eran—, una Galaxian, una Ms. Pac-Man y una Double Dragon.

Más allá estaban las ruletas y las mesas de blackjack, como grandes anfibios del Carbonífero sumidos en el vaho caliente. Un hombre se desprendió de la profundidad del casino y lo saludó, amigo, estamos cerrados, pero si quiere jugar a las máquinas...

Pensó en pedirle fichas, pero algo más le llamó la atención. Detrás del hombre había movimiento y Federico reparó en que un gran ventanal daba acceso al fondo del casino, al espacio en que se intercalaban aquellas construcciones, biocasas o lo que fueran. Había gente, además. Parecían bailar alrededor de un hombre sentado en el piso, pero para ver mejor tenía que pasar, acceder a aquel salón con las mesas y las ruletas, y el hombre que lo saludó se paraba precisamente allí, en el pasaje, como un guardián.

Federico no dijo nada, asintió con la cabeza y salió.

Esa noche le costó dormir. El wifi de la casita alquilada había muerto por completo, así que usó los datos de su celular para googlear AMRITA. No lo sorprendió dar con una crónica del mismo Etxeberri al que había acompañado durante la inundación, aunque el texto debía referir a otra AMRITA, ya que el contexto, más que con new age y sanación mágica, tenía que ver con el calentamiento global y la investigación de variables climáticas, magnéticas, gravitacionales y oceánicas. Federico siguió investigando; resultó que el periodista había viajado a Cuba y escrito sobre la ciudad nuclear de Juraguá, y que su última publicación era un libro sobre las Malvinas y la Antártida argentina. Al rato se quedó dormido y soñó. Estaba en Punta de Piedra con sus amigos Marcos y Agustina y habían decidido caminar hacia el farallón. Pasaban la parte más concurrida de la playa, la de la bajada del Gran Hotel, y se detenían ante las rocas. Allí había otros niños, Simón entre ellos, que les decían que no podían seguir salvo que escucharan, que no podían jugar con ellos salvo que entendieran. Agustina señalaba el mar y los otros niños asentían. Simón arrojaba sus caracolas al suelo y una ola especialmente grande rompía entre las rocas; al retirarse dejaba unas marcas, un arañazo carmesí sobre la arena negra, y mientras el sueño se abría a pedazos Federico sintió que debían ser letras.

Recordó otros detalles avanzada la mañana. Salió a desayunar en el Pueblo Viejo, frente a la iglesia y el cine, y la imagen de Agustina y los otros niños de su sueño se le impuso: era, le pareció, la misma escena que había visto en la casa de Simón, el mismo juego, el mismo proceso indescifrable.

Estaba tomando las últimas cucharadas de la espuma azucarada del capuchino cuando alguien lo llamó. Era el hombre de la noche anterior, en el casino. Al final no se quedó a jugar, dijo. Federico asintió y le indicó la silla libre. No, gracias, ya desayuné, pero lo vi aquí y me acordé de que anda con algo pendiente hace tiempo, ¿por qué no se da una vuelta esta tarde? Vamos a tener ceremonia.

¿Ceremonia de qué?

El hombre miró la silla y sonrió.

Mejor sí tomo asiento. Pablo me llamo, Pumba me dicen, como el jabalí. Mire, usted seguro no se acuerda, pero nosotros nos acordamos. El mar lo recuerda todo y por eso nosotros también. Usted de gurí venía acá todos los veranos; en las ceremonias los recuerdos pasan a ser de todos, el mar nos lo explica todo, y a lo mejor usted se quiere sumar.

Fue como si el viento de pronto soplara desde la cara alargada del hombre —un gitano, pensó Federico, y recordó días remotos de febrero en que su abuela le advertía que si veía gitanos no les dirigiera la palabra ni mucho menos les aceptara nada que fueran a ofrecerle— y con él una bocanada de recuerdos. Pero no atinó a hablar.

Te voy a tutear porque te conozco. Y sé que te cuesta, tanto ahora como aquella tarde. Pero no te preocupes. La ceremonia tiene que ser para todos. Hay que pagar la ayahuasca porque hacerla tiene sus gastos, así que lo que te cueste va a depender nomás de cuánta necesitas tú. Para algunos ya está con un vasito, a otros el cuerpo les pide más. En realidad es para aclararse, no para entender.

Después Federico se repetiría que todo había sido un truco más o menos burdo para convencerlo de gastar lo que fuese que costaba la dosis de ayahuasca —si es que era ayahuasca y no algún preparado más simple— que lo atara a la escucha embobecida de cualquier estupidez entonada por aquellos hippies, pero a la curiosidad no le faltaban aliados y por eso le resultó fácil imponerse. Caminó por el pueblo, compró unas postas de pescado para almorzar en la casa alquilada y después, en el rato que le quedaba antes de salir nuevamente, trató de examinar la mancha de humedad en el baño, casi convencido de que allí había algo parecido a una fila de letras. Por un momento se sintió casi feliz, con fuerzas renovadas y expectativas. Llegó a las cinco al casino y lo primero que le arruinó esa alegría fue la presencia de los turistas brasileros, los mismos de la noche anterior.

Una mujer joven lo llevó al fondo del terreno, donde estaban aquellas estructuras, y le pidió que se sentara en el suelo, en la arena. Federico, contra lo que habría imaginado (pero él, para ser fotógrafo, tenía una pésima intuición del espacio), reparó en que desde allí podía verse el mar. Los brasileros se sentaron a su lado, nerviosos, y también dos parejas acaso más experimentadas. Después apareció una mujer mayor, altísima, del brazo de Ivana, y tras ellas Pumba, que llevaba una bandeja de aluminio con vasitos de plástico blanco llenos de una sustancia amarronada que parecía espesa. Todos bebieron y Federico también.

Pumba empezó a hablar, pero a Federico le costó prestar atención. No había sido fácil tragar el brebaje, que le había dejado un rastro en el paladar, la garganta y el esófago, como si por allí hubiese pasado una babosa o, peor, un animal que al avanzar dejaba una estela de pelos o pelusa. Federico pensó en polillas, en pollitos sucios, mientras Pumba decía que en el mar de Punta de Piedra había un nudo de corrientes y una maraña de anomalías. Al menos esa fue la palabra que escuchó Federico: anomalías, que sonaba extraña. El mar era una red de relaciones entre criaturas vivas y también entre variables geológicas, añadió Pumba, y todo eso era mucho más complejo que un cerebro humano, tanto que si de las conexiones entre las neuronas en nuestros cerebros emergía la consciencia, una verdadera inteligencia o consciencia debía emerger a su vez del mar. Una que no podíamos entender por nuestra propia fuerza de voluntad pero que, si ella quería, nos podía dar una mano.

Después debió dispararse el efecto de la ayahuasca porque el mar se volvió inmenso, como si hubiese acaparado demasiado espacio en su visión, y Federico pensó en una ola enorme que golpeaba con una suavidad asombrosa y dejaba un rastro de frío, humedad, espuma, coral, caracolas, algas y quién sabe qué agregado de organismos diminutos. Los otros se habían reunido alrededor de esa resaca y un hombre —era Simón, un Simón de cincuenta años, desnudo, de cara redonda y suave, ya sin aquellos dientes diminutos y con el cuerpo blando y obeso, lleno de pecas— jugaba con las caracolas y las algas. Parecía estar diciendo algo, sonidos que se acercaban a palabras, a medio camino entre el murmullo y una lengua. Y ahora era la mujer mayor quien hablaba, pero su voz era un calidoscopio de voces: acá es donde el mar nos habla, donde aprendemos a escucharlo, y el mar nos cuenta la historia del mundo y el futuro del mundo, porque para el mar no hay tiempo y a la vez todo es tiempo.

Sólo hay que escuchar, dijo, el mar es el futuro. No el futuro humano, sino el futuro de eso en que el mar nos va a convertir.

Federico pensó por un instante en que tenía que haber una manera, que debía haber un músculo a flexionar o una voluntad que ejercer, pero no fue capaz siquiera de acercarse un milímetro a lo que creía ver justo frente a su cuerpo. O era que estaba aún más lejos, tanto como debía estarlo en realidad el mar, pese a la cercanía imposible que le proyectaba aquella ilusión óptica (porque de eso debía tratarse). Simón —aunque ahora ya no era un ser humano sino un cuerpo grande y deforme, con el color de la piel gastada de las focas mayores o los elefantes marinos— casi hablaba o casi cantaba, pero las palabras no aparecían.

Los brasileros lloraban, felices, y las dos parejas se abrazaban. La mujer mayor había desaparecido. Todos miraban a Federico como si reconocieran a un viejo amigo vuelto de un viaje demasiado largo o de una guerra contra las máquinas. Aquella tarde lejana los panaderitos y los otros niños habían jugado un juego que él no pudo comprender y tuvo que irse sin saludar y decidir no contarles nada a sus abuelos; ahora fue mucho más fácil pagar el vaso de ayahuasca y volver a la casa alquilada una vez terminado todo.

Adentro olía a mar. Federico se preguntó qué iba a tener que hacer en los meses que le esperaban para arrancar el olor de las paredes, para limpiar la humedad del baño, para olvidar. Las manchas parecían haber crecido y Federico creyó ver en ellas un embrión seguramente muerto o algo un poco más siniestro. Las marcas estaban por todas partes, además, tan ilegibles como ese futuro que jamás habría de llegar.

Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978) es escritor, ensayista y traductor. Su literatura gira en torno a su Proyecto Stahl, un universo literario con coordinadas fijas y muchas permutaciones. Autor de más de 20 libros entre novelas, cuentos y ensayos, es un representante local del género ficción extraña.

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