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Ilustración: Sabrina Pérez

Morirse más que yo

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Entre la fantasía de control y la evasión, la protagonista infantil de este cuento de Sonia Budassi busca ordenar el caos de su entorno: un hermano autista, un padre explosivo, una madre que le enseñó a mentir. “A veces hago el ejercicio de saber cómo soy y entonces qué puede pasar”, dice esta niña que observa los detalles cotidianos y las catástrofes con una misma intensidad.

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León era precioso de cara como una muñequita de las peponas de calidad, las más caras de la juguetería, que por eso las muestran en la vidriera, perfume a plástico nuevo cruza con soldaditos articulados a control remoto: se mueven rústicos, con firmeza de acrílico sólido. León así se hacía querer. Yo había aprendido a mentir por encargo, por eso solía repetir lo que mi mamá me decía que dijera si me preguntaban o porque sí: “Es el angelito de la familia”.

Lautara decía que le gustaba la manera en que él sonreía, mirá qué lindo, esos dientitos, y lo buscaba, aunque a veces él se pusiera re arisco, peor que nuestro gato, que te acercás a mimarlo y reacciona como si anduvieras corriéndolo con un látigo y su miedo te sobresalta; más que un angelito, un demonio de Tasmania León. Una piraña con la boca para afuera y adentro; es de temer y sufre él mismo mucho terror. Yo no lo decía. Y Lautara una insistidora, lo busconeaba más bien, y a mí me daba algo de bronca a veces porque me dejaba para estar con él, y convengamos que ella era mi amiga del principio; yo no quería sumarme porque para eso lo tengo todo el día en casa o casi todo, pero por momentos era un alivio, mejor disfrutar un rato sola. Pero, si aprendí a mentir por encargo, ¿cómo no voy a practicarlo para mí misma? Yo sobreactuaba la decepción de que Lautara eligiera jugar con él. Porque suponía que ella ignoraría mis quejas para sentir que ganaba la batalla. Y funcionaba: ella seguía con él, pero, para sentirse más poderosa todavía, tampoco me incluía. Un punto intermedio entre tenerla para mí sola o compartirla con mi hermano, que era un fastidio. Así me concedía a mí misma una soledad adecuada.

Las catástrofes que pasan a mi alrededor tienen bastante que ver con cómo soy. Las soledades que no son graves también pasan por algo mío pero, reitero, no son graves: no soy un monstruo, no tengo esas deficiencias que hacen que los adultos te miren con pena y si son familia te cuiden y si son desconocidos, curas en una iglesia o gente del supermercado te miren mal, se quejen, qué falta de respeto, cómo nadie le enseña a esta criatura, qué maleducada, como pasa con León, que le pasaba además que las compañeras lo evitaran o le tuvieran miedo y sí, a mí también a veces me dejan de lado, pero es distinto.

Las maestras al principio decían León peligroso, nervioso, irascible llorón, pero también pasa que quizá alguna nena lo adopte como mascota o sea su amiga de verdad, como Lautara, y entonces lo prefieren, porque no importa que sea varón, aunque entre nosotras no teníamos amigos varones, pero lo de León y Lautara no nos parecía mal. Él tenía algo con autismo; le festejaron el cumple en un club re lindo con camas elásticas con Lautara, cumplían el mismo día pero ella tiene mi edad y es amiga mía, ya lo dije creo al principio, cuando le mostré el primer día de clases un espejito del patio y las dos fascinadas en la fila y ella le dijo a alguien y al final la directora nos lo quitó; es una piedra preciosa, le dije a Lautara. Hay que aprender a no abrir la boca. Ella es normal. Quizá a León Lau lo quería porque era así, de otro idioma. Quizá haya gente que quiera hacerse la buena y espléndida junto a los seres desvalidos y bonitos a la vez, pero me parece que a Lautara le sale natural, no sé. Como si se quisieran.

El mérito era de León, que a veces se tiraba al suelo boca abajo y golpeaba con sus puños el piso mientras gritaba y se daba vuelta o se ponía a rodar y a todos nos daba pena e incomodidad; yo me alejaba, por miedo a acercarme y hacer peor entonces, o me iba o me quedaba quieta, mirando otra cosa. Qué difícil disimular esa sensación de catástrofe de la nada, cotidiana, hacer como que no oís. De más grande aprendí a preguntar: ¿está bien si me acerco, si quiero abrazarlo, si le regalo un chocolate? Igual no suelo disponer de ninguna golosina, algunas preguntas sólo se formulan en mi imaginación. En casa comíamos y comemos todo saludable, super sano, casi un asco por eso de que el intestino y la cabeza se conectan. León, por ser como era, ganaba amigas que antes eran sólo mías y le hablaban con mayor ternura.

Si mamá tiene las cosas bajo control yo también. Por eso a veces hago el ejercicio de saber cómo soy y entonces qué puede pasar. La mayor parte del tiempo me olvido.

***

A León no sé qué animal le gustaba además de los caballos de su equinoterapia. A mí me gustan todos y más los peludos que les caen bien a casi todo el mundo: perros, gatos, zorrinos que a veces aparecen en algún baldío, los carpinchos del barrio de al lado.

Y me hipnotizan las hormigas, en especial las negras gordas, fortachonas; llevan hojas verdes a veces más grandes que ellas, las miro tambalear, se ven como los burros y las mulas cuando suben sacrificados las sierras, lo mismo de esforzados, en otra escala. Si son chiquitos, muñecos y animales resultan más fáciles de manipular. Igual mi sueño era conocer ballenas y delfines. En una vidriera vi un delfín de peluche y si bien es calentito y agradable de abrazar es un bicho de agua. ¿Por qué le pusieron pelo así como de oso si tiene piel gélida aceitosa, tersa, pelada? A veces la ternura te captura y perdonás todo. Hasta que por el desajuste es pura extrañeza. Tocás algo de terciopelo, cándido, y de pronto brota una inesperada sensación de electricidad, un dolor y un rechazo, alejarte de pronto sin saber bien por qué. Es un efecto de la física, aunque te haga mover la mano para quitarla de ahí, se llama estática. Y de las hormigas nos contaron en Naturales sobre su sentido de la solidaridad, de su sana organización laboral para ayudarse entre todas, y a Lautara y a mí nos da culpa querer saber si será cierto eso de la lupa y el sol reflejado sobre ellas.

***

Mi papá manejaba el Chevrolet camino al balneario; le decíamos playa. Mi madre, mala copiloto, no cebaba mate. Desde el asiento de atrás dije ese cartel dice Las Grutas 103 porque quiere decir que faltan 103 kilómetros para llegar. Qué inteligente mi nena morocha linda de ojos negros, dijo mi papá, pero mi mamá lo retó porque no, que cualquier nena de mi edad sabe eso, entonces parece que no soy inteligente sino una nena de mi edad y una del montón. Y además ser morocha de ojos negros tampoco es muy especial, todos en mi familia somos así y a mi papá hasta lo llaman el Negro y a mi mamá la Tana Aceituna. A León no le gusta el encierro pero aguanta el viaje tranquilo, de a ratos duerme, creo. León es grande para pañales pero usa todavía, mi mamá no se da cuenta de que empieza a no oler bien, es una buena oportunidad para quejarme pero como ahora parece que soy tonta me quedo callada para pensar todo mejor.

***

Gran parte de las cosas pasan, entonces, por algo que soy, que tengo, que hago.

Papá, ¿por qué me querés?

Porque sos mi chiquita linda morocha de ojos negros.

Mamá, ¿por qué no me llevabas de viaje con vos cuando papá se murió?

Porque eras muy chiquita.

¿Por qué no puedo ver la serie de la Mujer Maravilla si ya terminé los deberes y de ordenar?

Ya sabés, le contaste a papá cosas mías y del papá de tu amiga. Estás en penitencia.

¿Por qué no puedo ir con las chicas a jugar a las muñecas?

Porque ya estás grande para eso, tenés que ser responsable y ayudar con la casa y con León.

***

Porque estás yendo a catecismo, tengo que decirte, hijita, que anoche Dios se lo llevó a papito.

¿Qué hubiera pasado si yo no hubiera suplicado ir a catecismo, que lo hice porque iban Lautara y mis amigas de la escuela? Quizá si hubiera rezado más papá se hubiera curado o seguiría vivo, como León, que enfermo y todo no parece que se vaya a morir. No, en realidad tendría que haber suplicado que papá y mamá y León no se murieran nunca, pero si no iba a catecismo no iba a saber cómo rezar, pero entonces, si no iba, por ahí papá no se moría porque yo no podría entender que Diosito se lo tenía que llevar y entonces estaríamos los cuatro juntos.

***

En cambio, lo que León era suscitaba cosas buenas. Salvo lo de ir a los médicos. Pobrecito, daba una pena terrible, y además por la tristeza que invadía a mamá y a papá, y eso debían hacerlo por obligación, por cómo era él de nacimiento. Me explicaron que existen cosas que son neurológicas, del cerebro, malformadas desde el vamos y no tienen cura. A veces oía de tratamientos nuevos, dicen que sí, que cierto dolor y lo de hablar o pensar o mirar puede mejorarse.

A la vuelta del hospital mamá pone al horno el pastel de papa tan delicioso, pero la vuelta del hospital siempre convive con la gravedad porque León había sufrido un ataque y no podía comer y cuando volvés del hospital, por más que se parezca a una concesionaria de autos a la que vas a comprarte un Mercedes Benz y no se desplaza ningún olor feo bajo tu nariz, sino desodorante de ambiente floral y a limpio, a diferencia de las clínicas normales, que huelen a remedio o a viejo, sea como sea, volvés de un hospital y si vas al hospital es porque estás enfermo y eso te aplasta. Me gustaría salir a andar en bicicleta sin comer o llevar el pastel de papas con el microondas a la plaza, pero qué rico olor este plato, qué pena me da disfrutar, todos estamos agradecidos porque el ataque a León ya se le pasó, pero la única que come soy yo.

Los hospitales de papá eran más horribles, pero eso no vuelve un paraíso los de León. Fui pocas veces y fue rápido.

Aprendí a mentir por encargo de manera torpe. Una vez a mamá se le había quemado la carne al horno, más bien, sólo las batatas. Mi papá, a pesar de la ensalada sobre la mesa, preguntó por qué no había guarnición. Yo dije se quemaron y mamá me dio un pellizcón en la pierna, debajo del mantel.

Me callé. Mamá negó mi testimonio, argumentó que León debía consumir menos tubérculos y más hojas verdes esta semana. Pobre papá, fantaseaba desde la mañana con las batatas crujientes.

***

En una playa con precipicios de Brasil vivían los golfiños, o sea delfines, pero todos les decíamos en portugués, suena más tierno aunque la letra d es suave; siempre es elegante pronunciar otro idioma, igual León no tiene nuestro idioma. León no puede mentir. Pero quizá sí pueda simular. León no dice porque no habla y quizá nunca logre hablar, pero papá andaba re feliz con las vacaciones al principio; él había hecho todo, porque mamá no quería saber nada con el viaje y parecía las maestras antes de hacer paro, un quite de colaboración ya a nivel casi sabotaje, protestando que era mucho trabajo, que si pasaba algo, que seguro por la fecha andaba lleno de gente y que lo de ver los delfines en las olas no siempre se daba, según había leído, y además para no quedar varados andaríamos sometidos a los horarios de la marea, porque si sube y no saliste a tiempo no podés volver al pueblo, sólo en helicópteros de rescate del municipio, y si los usás hay que pagar y en caso de que tengas que hacerlo León se va a poner histérico por el ruido y el encierro del vuelo, pero ahí papá retrucaba malhumorado que por qué tenía que ser tan mala onda y prever siempre lo negativo y para mí papá tenía razón porque podíamos cumplir con el horario y todo lo demás, si acá también funcionamos como regimiento. Y ahora noto que no siempre León produce cosas buenas por ser como es, si bien no es como yo, que sí, a veces también hace que no podamos hacer cosas lindas, y me dio una bronca pensar que podríamos viajar y por ahí no por culpa suya.

***

—Sos demasiado traviesa, por eso andás siempre toda mugrienta, deberías hacer más caso.

—Qué india, por eso te lastimás a cada rato.

—Si por lo menos te quedaras un poco quieta la cabeza no me dolería tanto.

Jugar ensucia. Me vienen las publicidades de jabón en polvo o líquido en las que maestras, profes de gimnasia, padres y madres son personas a veces preocupadas o serias que al final limpian y terminan por sonreír pero nunca maltratan a nadie porque es una propaganda. Yo por momentos creo que esa vida linda existe en la realidad.

Hay manchas que no se ven. Con mi mamá me gustaba un paseo. Aunque me ponía nerviosa llegar en el auto. El estacionamiento pago se volvía gratis si tenías la calcomanía de la discapacidad. Pero acá, en el Mercado Municipal, controlaban si, en efecto, el auto transportaba a un subnormal, un anormal o un angelito o un monstruo; un discapacitado de verdad. Papá vino una vez y le cobraron porque no viajaba con León. A partir de ahí, cuando llegamos con mamá ella me pide que no hable, que mire para abajo y cada tanto haga un movimiento espástico. Por lo menos hasta que estemos fuera de la vista del playero.

Odiaba eso. ¿Tanto le costaba pagar o dejar el auto en la calle? Siempre apurada mamá. Pero pasado el mal momento, sobre el cual aprendí a no quejarme, porque todo se aprende, ya me sumergía en la escenografía ruidosa de negocios, productos, comidas, chucherías que no terminás de recorrer. Comprar pepas de membrillo por peso, queso, crema de leche, mermelada suelta. Las verduras, sobre todo la acelga, tan grandotas, simulaban arbolitos de macetas de gente rica. Hasta cotillón vendían, el local mismo era vivir un rato de celebración especial para el que te preparás durante meses pero al entrar era la previa como si de veras fuera a suceder.

Y todo en un sótano de varios pisos aunque hubiera ventilación, porque las escaleras son desde la calle todas para abajo.

Un paraíso dulce el local de las galletitas por peso. Azúcar, cacao, coco, muchas de animales, pero esas venían juntas todas las formas, no te dejaban seleccionar; yo prefería las de delfines. Al acercarnos a los mostradores le tironeaba a mi mamá la manga: nuestro código para que pidiera que me dieran a probar. Eso funciona como regalo inesperado o que no responde a ningún mérito, como los souvenirs de los cumples, los obtenés sólo por haber ido. Y acá más, como algo ni siquiera merecido, porque mi mamá sabía que yo conocía el sabor de casi todas las masitas, era como una avivada no dañina, una estafa elegante, de travesura, de acto casi delincuente pero legal, consentido por mamá. No hacía falta que le tirara de la manga ya desde la tercera vez, pero quedó como un secreto mecánico, una risa interna, quizá compartida con el señor que nos atendía. León no podía comer esas delicias: este ritual y este botín eran un tesoro sólo mío. Igual, cada tanto, le daba a mi hermano alguna galletita a escondidas. Las que no eran de delfín.

En el sector de los pescados, un olor terrible del cual se quejan varios pero a mí, sinceramente, no me disgusta. Lo superponía a la transformación armónica entre esta instancia, llevar las bolsas en el auto, mamá poniéndolos en la sartén en una época y ahora o ya desde hace unos años, cuando le agarró esa obsesión por las comidas especiales, menos graciosas, al horno. No sé quién empezó a creer que los intestinos llegan a la cabeza y vamos a propiciar salud de neuronas en León con esa disciplina. Según el médico nuevo, uno de los tantos, si no logramos que la cosa vaya mejor por lo menos lo peor no va a pasar gracias a probióticos, vitaminas, comidas naturales, pescado y no sé qué más. Sabrosos por suerte la merluza, el lenguado, el pejerrey de mi palacio subterráneo y mi cárcel de estacionamiento, el Mercado Municipal. Alguna vez papá me llevó a pescar a una lancha alquilada. Me insolé porque olvidó ponerme gorra y protector pero igual volvimos contentos, aunque lo más que sacamos fueron rayas, devueltas al agua cada vez, y a la noche me dio fiebre. Me dejaron una ensaladera llena de agua con hielo y un pañuelo en la mesa de luz. Al poco tiempo era un menjunje caliente, pero por suerte en un momento me dormí.

***

Los grandes se jactan, en general, de que no ha de agredirse o molestar a los enfermos. Sí cuidarlos. Pero eso esconde un ímpetu de poder, de decidir sobre el otro. Autoritarismo y dominación sobre el débil. A mí me protegen, en general. Si es con ternura y no con exigencias y retos me gusta. Por ejemplo, tomar una chocolatada, que suelen darme en ocasiones, algún cumpleaños o el día de la independencia que hacen en la escuela. O que me estiren la colcha sobre la cama para que quede parejita, o las veces que papá me puso un sahumerio para mí sola en la habitación. Pero si no lo hacen quizá se deba a lo que yo soy. Y tampoco puede vivirse de fiesta y permisos, aunque si tenés una condición duradera como León quizá sí. Y quizá doy como que soy fuerte y puedo prescindir del desayuno o el almuerzo en la cama. Lo de tomar la fiebre sí se cumple y si se olvidan yo ya sé cómo hacer y aislarme del pobre León, eso sí, a rajatabla, porque si lo contagio, supongo, él, por cómo es, va a pasarla peor; él sí puede ponerse grave y quizá hasta morirse más que yo.

A veces es difícil evitar su acercamiento, me da demasiada pena. Si me pide, en su idioma tosco, lo abrazo aunque me pegue al instante y dudo de si en realidad él me lo pidió.

Me puedo arreglar sola hasta que me pongo super sana y entonces sí necesito, quiero, pido volver a la escuela.

***

En la parte de tierra del patio del colegio, que es casi todo de un cemento áspero que raspa, una canilla siempre queda perdiendo. Cuando nos dimos cuenta del encharcado con las chicas improvisamos una palita con ramas y maderas y escarbamos hasta armar un canal, se nos partieron muchas porque la tierra a la que no había llegado la humedad era una dureza. Nos llevó varios recreos; los varones jugaban al handball pasando nuestro Edén.

Cuando las maestras no nos veían abríamos la canilla para que nuestro arroyo creciera, ¿así serían los esteros del Iberá o los oasis de las películas? Seguro eso no, los oasis aparecen en medio de la arena y acá es seco y ventoso pero pura piedra, tierra y sin tanta desolación. Rodeamos los pocos arbolitos y plantas. El desafío era no ser descubiertas. Le pusimos “el paraíso”. En catecismo aprendimos después que Dios inventó uno de verdad, en el Cielo.

Nuestra aventura consistía en mantener este. Y, recreo tras recreo y horas libres, que la de Naturales faltaba siempre, hacerlo crecer: la ambición alcanza la idea de llevar el canal hasta el paredón del fondo. No iba a ser fácil, habría que bordear la polvorienta cancha de handball de los varones. Un juego inentendible, sólo sería alegre con garras de dinosaurios de dibujitos. Y además meter goles, cómo la complican, si en la calle todos juegan al fútbol. ¿Por qué no disfrutan la pelota directamente?

***

Le robé cinco gajos de malvón a mamá y los metí en la mochila, dentro de una bolsa de plástico ya vacía de las galletitas de animales del Mercado Municipal. Las chicas estaban excitadas, contentas, una pidió prestada una cuchara del quiosco de la cooperadora; cuando le preguntaron para qué, dijo que para una actividad de Actividades Prácticas. En el departamento es todo cemento, por suerte las macetas dan verde y algunas hasta flores. Hacía unos días nos habíamos bautizado, luego de una larga discusión, como Comando del Paraíso. Era mi nombre favorito y gané. Ahora un nuevo debate pero más corto: para mí primero habría que meter los gajos en frascos con agua, esconderlos bajo la palmera y esperar el crecimiento de las raíces. Lautara propuso meterlas directo en la tierra: prenderían, dijo, si manteníamos la humedad. Ganó su moción. Mi sistema resultaría más peligroso por visible, más fácil de descubrir y destruir.

Con los vasitos o botellas los regamos a los recién llegados y a los arbolitos bebé residentes previos y hasta a la palmera vieja.

Como León a veces agarraba, rompía o acariciaba las plantas, pensé que mamá no iba a notar la falta de las ramitas robadas para el Paraíso. Porque por cómo era él, le daban más permisos, podía hacer cosas libres sin que lo retaran. Algunos secretos son simples y otros serían más complicados, como las charlas de mamá y sus peleas, que al final no sé cómo funcionan. Logré, logramos con papá lo de la playa de los golfiños.

***

Empezamos con el Comando del Paraíso a llevar al Paraíso juguetes chiquitos para el canal, lo llamábamos río o arroyo. Ni siquiera llegaban a flotar, se encallaban, algunos no eran de goma ni para agua, sino los que vienen de regalo con los chocolates o las hamburguesas de las que yo no comía casi nunca por culpa de León y su dieta, pero cuando las chicas los traían poblaban con otra clase de habitantes el lugar, daban un color de estridencia plástica entre tanto verde oscuro y marrón barro. Nuestro paraíso debería esconder un tesoro, dije. Podíamos robar joyas y esconderlas, enterrarlas y, cada tanto, desenterrarlas sólo por la gran alegría de comprobar que seguían ahí. Era nuestro terreno conquistado. A Lautara se le ocurrió que escribiéramos partes de nuestras charlas, chismes y críticas al otro grupo en papeles de carta también. Conseguí más bolsas de nailon y traje la “palita de jardín”, así nos la habían vendido, con ese nombre, en el Mercado Municipal, aunque nosotros en casa tuviéramos apenas balcón, no patio.

***

Alquilamos auto apenas llegamos. León andaba fastidioso atado a su silla al lado mío, aunque tampoco tiene edad para sillita. Papá puso una canción clásica italiana, o por ahí era nueva pero a mí me resonaba. Giró y besó a mamá. A ella le dio risa. Él cambió a un reguetón y mamá volvió a reír otra vez. No escuchábamos a León y sus mugidos y chillidos, como si esta vez los tres lo aisláramos a él, que a veces nos unía demasiado, nos empastaba como un Poxiran húmedo que no termina de permitir separar cada pieza si te arrepentís de intentar ese arreglo. Ahora mamá agitaba la mano al ritmo de la canción mirándome por el espejo retrovisor. Sentí la familia feliz que éramos en aquel momento.

Cuando me peleaba con Lautara le gritaba con odio “callate vos, inútil con familia perfecta”.

El agua del mar era calentita, las olas grandes no te aplastaban, te hacían efecto calesita, remolino de juego amable. Los delfines cumplían el horario prescrito por la marea. El agua tan transparente no era de verdad, me pareció la primera vez. Hasta aquel momento creí que todos los océanos serían como los de nuestro balneario cercano o nuestro arroyo del Paraíso, color opaco, marrón.

Cuando un delfín me rozó la pierna me asusté y papá se me rio: estás acostumbrada a las aguavivas. Llegué a ver a un delfín bebé pasándome por arriba, cerquísima.

Papá me dijo que yo era un ser especial, como las sirenitas de las leyendas. Que hasta las mamás de los delfines querían conocerme y presentarme a sus bebés. Era cierto. Las personas alrededor no tenían tanta proximidad con esas bellezas. Mamá tampoco pero porque no lo intentó: nos miraba desde la orilla. A veces volvía temprano al hotel con León.

De verdad parecía que las familias delfines quisieran ser mis amigas, me imaginé viviendo en comunidad, pero en el paraíso de la escuela no estarían seguras. Lo charlé con papá, lo pensamos juntos y decíamos cualquier cosa, un descuido divertido hasta la próxima ola. Hablamos un montón. La boca salada, el pelo, perfume a arena, algas, sal. No quiero bañarme en la ducha nunca más, esa es mi sensación. Me había sentido como volando, libre entre esas olas, risas que te salen sin querer, torbellino en las piernas, las familias golfiñas y la mano de papá sobre mi mano me cuidaban. Se había acordado del protector solar, de la gorrita. Papá mismo podría saltar sobre mí como un delfín.

Entonces yo venía contenta, con la idea de conseguir un delfín de juguete para el Paraíso, había visto de lejos en los puestos de artesanos, pero me sobresalté: papá manejaba el auto hacia el hotel y empezó a levantar la voz.

No fue de un momento a otro esa tarde. En el mar, entusiasmados, conversamos mucho, y es lógico que papá se fuera cansando, pasaron demasiadas horas. Y el celular con protección de agua que él llevaba al cuello era el de mamá porque sacaba mejores fotos que el suyo. Siempre usábamos el de ella. No, en realidad casi nunca; pocas veces sacábamos fotos. Esta era una ocasión especial y estrenábamos ese protector justamente para poder registrar bajo y arriba del agua una experiencia única: los golfiños tipo selfi con él y yo, las pancitas blancas sobre mí, por fin las vacaciones.

Papá gritaba casi como León en uno de sus ataques. De ángel a demonio de Tasmania. De delfín a tiburón. Miré para otro lado, por la ventanilla, como cuando me parecía mejor hacer que no pasaba nada con los brotes de León para no empeorar las cosas; abajo del precipicio la playa, sobre la bahía caía el sol. Por suerte no nos cruzamos otro coche en la ruta. Mamá repetía calmate por favor que están los chicos.

Con León conectamos como hermanos de una manera única, me tiré sobre su sillita y él en vez de asustarse de mi abrazo invasivo me agarró también, sentí saltos y un freno de golpe. El auto se detuvo en la banquina. Papá giró, ¿están bien, chicos? Perdón, ¿están bien? Mamá lo mismo, las lágrimas olas en su linda cara. Perdón, perdón, está todo bien, no se preocupen.

Pensé si sería posible alzar a León y salir corriendo. Recordé las trabas de seguridad infantil. Rogué que León gritara más que ellos, que los callara.

***

Si tengo todo bajo control quizá pueda ayudar a mamá. Pero a veces me olvidé o no me di cuenta. Las preguntas de papá me parecían normales. Al fin y al cabo, somos familias amigas. Nada malo. Nunca entendí del todo la vez de la penitencia de no dejarme ver la serie de la Mujer Maravilla. Días antes mamá había evitado llevarme a la casa de Lautara y me dejaba cuidando a León para hacer mandados y los trámites de la obra social.

Papá debía estar enfermo de antes. Y por eso sus enormes deseos de viajar, disfrutar, darme el gusto de los delfines y vacaciones para todos, lejos de hospitales y del balneario de siempre; visitar un paraíso de verdad. Porque no lo dije: apenas bajamos del avión el cartel que luego leímos en el hotel, los caminos, las playas decían: “Bienvenidos al paraíso de la ciudad del Salvador”.

Sonia Budassi (Bahía Blanca, 1978) es escritora, periodista y docente. Fue editora de Anfibia y de la revista de elDiarioAR. Sus últimos libros son Animales de compañía y Donde nada se detiene. Literatura y resto del mundo.

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