Lo más asombroso de El árabe del futuro, la novela gráfica de Riad Sattouf que evoca sus primeros siete años de vida, una obra devastadora e inteligente, es que el autor haya logrado escribirla y publicarla sin que lo mataran.
Nacido en París en 1978, Sattouf es hijo de un padre sirio suní y de una madre bretona y se crio en Libia, Francia y Siria; esa infancia peripatética es el tema de este libro.
Pero sobre Sattouf conocemos mucho más que sus primeros años de vida. Sabemos que, de adulto, volvió a residir en París; que dibujó un cómic sobre su circuncisión, hecho que sucedió cuando él tenía ocho años; que filmó una película satírica titulada Jacky en el reino de las mujeres (ambientada en un país islámico inventado donde los roles sexuales están invertidos) y que, hasta poco antes de la masacre de París, trabajó en Charlie Hebdo, donde era el único historietista de ascendencia árabe. Sabemos, en resumen, que Sattouf prefirió vivir en Francia y no en Siria. Ahí escribió y dibujó El árabe del futuro, una crítica fulminante sobre su experiencia en las sociedades que había dejado atrás, todo encubierto tímidamente tras unas memorias gráficas contadas desde el punto de vista de un chico.
El primer tomo de esas memorias, publicado originalmente en francés con el título L'Arabe du futur, ganó tanto el premio mayor en el Festival Internacional del Cómic de Angulema en 2015 como el Los Angeles Times Book Prize a la mejor novela gráfica. (Fui jurado en Los Ángeles). El libro está centrado, sobre todo, en el vínculo del pequeño Riad con su padre, Abdel-Razak, un profesor con el anhelo de llevar educación, progresismo y unidad a sus compatriotas del mundo árabe.
El tomo dos —que en 2016 aspiraba a llevarse su segundo premio en Angulema antes de que Sattouf se retirara para protestar por la ausencia absoluta de mujeres en la lista de candidatos— pone el foco en la formación religiosa de Riad en Siria.
En un sentido, estos dos volúmenes son la evocación minuciosa —dibujada con humor y una gran austeridad de recursos— de un chico extraordinariamente observador que es arrancado de Libia (país al que simboliza con un tinte amarillo) para ir a Francia (aquí el color de fondo es el azul) y por último a Siria (de tonalidad rosada). En ese recorrido, nos ofrecen un relato detallado y en primera persona sobre la brutalidad en Siria bajo el régimen de Háfez al Ásad y en Libia a las órdenes de Muamar Gadafi. Pero, tal como sugiere el título, también es posible leer El árabe del futuro en un sentido mucho más amplio. La novela plantea la historia de dos culturas, dos civilizaciones, dos modos de vida: Europa frente a Oriente Medio, Occidente frente a Oriente. Y funciona, en la práctica, como justificación y relato íntimo de por qué Sattouf optó definitivamente por Francia.
La apariencia y la sensibilidad del cómic son por completo occidentales. La obra fusiona la comedia amable de Le petit Nicolas (1959), de René Goscinny y Jean-Jacques Sempé, con el estilo gráfico más alocado de la tira That’s My Pop! (1933), de Milt Gross. El estilo descriptivo de Sattouf es sardónico y al mismo tiempo sobrio, con rasgos que recuerdan a Candide. La perspectiva es la de un chico francés inocente y algo perplejo que va descubriendo el mundo. No es sorprendente que se nos informe (en el segundo tomo) que Riad aprendió francés leyendo Tintín, la bande dessinée protagonizada por un jovencito muy valiente que recorre tierras extrañas y hostiles.
El costado francés de Sattouf, por lo visto, escapó un poco a su voluntad. Aunque es mitad sirio, de chico eso no se notaba en lo absoluto. Dueño de una cabellera rubia y larga, herencia de su madre, el pequeño Riad fue víctima de burlas y golpizas y sufrió un desprecio generalizado en Siria al encarnar el epítome de la otredad: un Yahudi, un judío, aunque no lo fuera. (Yahudi fue la primera palabra que aprendió en Siria y se trata de uno de los máximos insultos).
En la caricatura que hace de sí mismo, Riad es la víctima perfecta para cualquier abusador: una especie de pequeño lord, enrulado y consentido, de voz chillona. Los ojos, dos puntitos sobre dos líneas curvas, están siempre muy abiertos; sus cabellos, vaporosos, no son más que un par de trazos crespos y la boca, por lo general entreabierta, denota asombro. Sus primos árabes, en cambio, aparecen representados como nenes con rasgos de adultos, narices ganchudas y bulbosas, mandíbulas prominentes, cabelleras morochas y bien engominadas y ojos soñolientos que normalmente miran hacia abajo, rematados por un entrecejo recto e iracundo.
***
Si bien Sattouf, tal como esperaríamos del estilo de Charlie Hebdo, hace que casi todas las personas y los grupos a los que retrata parezcan tontos y desagradables, el tema principal del primer tomo es su padre, alguien que se destaca entre el resto de sus parientes sirios. El pelo de Abdel-Razak es más bien ondulado y no lacio, y tiene una mirada gentil y pensativa. Sus emociones están pautadas por las cejas: suelen aparecer arqueadas, para denotar esperanza, o bien rectas en señal de desencanto. No es raro que se porte como un chico. “Mira, soy como McEnroe”, dice mientras arroja una pelotita de tenis sobre un techo. Su hijo lo adora: “Mi padre era fantástico”.
A través de los ojos de Riad, presenciamos la transformación perturbadora de su padre. Al principio, Abdel-Razak es un vehemente académico panarabista, alguien enamorado de las libertades y los privilegios franceses (“¡Incluso te pagan para que estudies!”) y que tiene sueños de grandeza para el pueblo árabe (“Yo cambiaría todo en el mundo árabe. Haría que... se eduquen y se unan al mundo moderno”). Pero hacia el final del primer tomo ya está convertido en un cínico, en un defensor de dictadores, alguien que piensa que la mayoría de los hombres árabes son “vagos e intolerantes” y que requieren una bota sólida y paternalista que los patee un poco para que puedan acceder a un futuro mejor.
¿Cómo se explica semejante cambio? Con una sola palabra: humillación. El drama de El árabe del futuro está en el modo en que las desgracias personales del padre de Sattouf se van acumulando a la espera de un estallido. Sattouf nos da sutiles pistas visuales de los golpes que recibe el ego de su padre: “Cuando mi padre se sentía humillado”, dice, “se quedaba mirando la nada con una sonrisita en los labios y se rascaba la nariz mientras resoplaba”.
Conocemos a Abdel-Razak unos años antes del nacimiento de Riad. Estudia en la Sorbona; es el único miembro de su familia que sabe leer. Lo vemos charlando con una joven francesa llamada Clémentine. Ella intenta sacárselo de encima, pero al final se apiada de él y de su inadecuación social. Salen un tiempo, se casan. Ella tipea y edita bastante a fondo la tesis de Abdel-Razak: “La opinión pública francesa respecto de Inglaterra, 1912-1914”. Él se hace profesor; ella se convierte en madre.
Clémentine es una clave gráfica: unos pocos trazos de pelo largo y lacio, con flequillo, nariz triangular, boca corta, recta y despectiva, ojos casi siempre en blanco, en señal de desdén. Muy pocas veces la vemos sonreír: en una ocasión, por ejemplo, en el tomo dos, cuando comparte su fascinación por las Galerías Lafayette con la esposa rica del jefe de la policía de Homs. Es muy raro que hable, y si lo hace su tono es crítico y escéptico, una suerte de débil coro griego.
La mirada del chico está puesta sobre todo en su padre. Más o menos para la época de los Acuerdos de Camp David a Abdel-Razak le ofrecen, por carta, un puesto como docente en la Universidad de Oxford (ante lo cual Clémentine exclama: “¡Qué nivel!”). Pero los de Oxford escriben mal su nombre y Abdel-Razak, irritado por el agravio, decide aceptar otra propuesta que le llega desde Libia (con el nombre correcto y antecedido por la palabra doctor). Ser profesor en Libia le brinda un atractivo adicional. Le permite cumplir con el sueño de educar a los hombres árabes. Y hacia ahí se van los Sattouf a vivir su primera aventura.
En Trípoli, el pequeño Riad queda maravillado por los retratos de un Gadafi joven y buen mozo que están en todas partes. Pero es ahí donde se empiezan a acumular las decepciones de su padre. Su puesto como profesor adjunto dista mucho de ser la situación privilegiada que él había imaginado. Al igual que todo el mundo, debe entrar al sistema de racionalización de alimentos (les dan más que nada bananas, pan, arroz y Tang), tras formar filas despiadadas (“¡Rápido, idiota!”, “Avanza, cretina!”). El departamento familiar tiene goteras y carece de cerradura: en la Libia de Gadafi durante los años ochenta no existía la propiedad privada. Y un día, cuando los Sattouf vuelven de dar un paseo, descubren que su casa está ocupada por otra familia.
Más allá de las dificultades, Abdel-Razak está contento de haber vuelto a un país árabe. Le gusta particularmente escuchar la radio Monte Carlo y leerle a Clémentine el Libro Verde de Gadafi, que recopila los pensamientos del líder libio sobre una gran variedad de temas, desde las mujeres (“tiernas, bonitas... temerosas”) hasta la raza (“ahora es el turno de que la raza negra domine el mundo”). Si bien le horroriza que Gadafi crea que los árabes forman parte de la raza negra, disfruta del modo en que menosprecia a la “raza blanca”, a los “perros occidentales”, entre los cuales, como le dice en broma a su mujer, está ella: “¡Tú!”.
La sufrida Clémentine piensa que la grandilocuencia de Gadafi es ridícula. Se ríe de los insultos de su marido y de Gadafi como si fueran cosa de chicos. En un episodio, Abdel-Razak le consigue un puesto de medio tiempo leyendo noticias en francés por la radio. Vemos cómo Riad y su padre escuchan orgullosos el programa en el auto mientras ella recita las amenazas de Gadafi:
El coronel Gadafi declaró hoy que las provocaciones de los perros occidentales no van a quedar impunes... Dirigiéndose puntualmente a Francia, aseguró que el ejército libio está listo para enfrentarse a la “prostituta de Estados Unidos” cuando sea necesario.
En ese momento Clémentine tiene un ataque de risa. Abdel-Razak sale corriendo a la emisora para sacarla del aprieto; le miente al director de la radio y le explica que las carcajadas se debieron a que los papeles de los cuales leía estaban mal grapados. Es el fin del trabajo de Clémentine. El lector no sabe qué significa eso para ella ni para el pequeño Riad.
***
Gracias sobre todo a las capitulaciones que va haciendo Clémentine ante Abdel-Razak y ante la cultura libia, a la que evidentemente considera sexista y racista casi de un modo cómico, la familia se abre paso sin grandes contratiempos. Riad tiene amigos y un ego bien nutrido y ve en Gadafi una versión más grande de sí mismo: “Como yo, él tenía mucha gente que lo admiraba y le sonreía todo el tiempo”. Pero cuando Gadafi sanciona una ley que obliga a los docentes a intercambiar su trabajo con los agricultores, la permanencia de los Sattouf en Libia llega a un final abrupto. El profesor Abdel-Razak no tiene ninguna intención de convertirse en hombre de campo; es algo indigno de él. Así que “Adiós, Libia” y otra vez a Francia.
Mientras Abdel-Razak trata de conseguir un trabajo nuevo, el pequeño Riad y su madre se mudan a Bretaña, donde vive su abuela. En Francia, vemos cómo el chico empieza a hacer comparaciones culturales y aprende a vincularse con gente a la que no entiende. Pasea subido a los hombros de su abuelo, un viejo grosero que lo usa para conquistar a mujeres jóvenes. Sale a caminar por las playas de Cabo Fréhel con su abuela francesa, una mujer socialista, supersticiosa y temerosa de los fantasmas que usa unos anteojos muy elegantes. En Francia, Riad hace un descubrimiento. Se da cuenta de que sus compañeros de jardín de infantes, que aparecen dibujados como imberbes con narices de cerdo, apenas si saben balbucear y hacer garabatos. Si bien él es capaz de hablar con oraciones completas y puede dibujar caricaturas de Pompidou, decide ocultar sus habilidades para encajar en el grupo. Balbucea, hace garabatos, es muy popular, es feliz. Entiende que disimular bien es una forma de sobrevivir. Y le gusta ejercer esa destreza.
El capítulo francés de la infancia de Riad se interrumpe muy rápido cuando su padre, que supuestamente estaba buscando trabajo en el país, acepta un puesto como profesor en Damasco. De modo que se van a Siria.
Los Sattouf se mudan a Ter Maaleh, cerca de Homs, donde vive la familia ampliada de Abdel-Razak. A Riad el cambio no le gusta demasiado. Por todas partes hay retratos de Háfez al Ásad y Riad no siente con él la misma cercanía que sentía con el carismático Gadafi. “No era tan buen mozo ni tan atlético... y tenía un aspecto un poco turbio. Casi no se le veían los ojos”.
¿Y Abdel-Razak? Aunque está encantado de haber vuelto al hogar tras diecisiete años de ausencia, es ahí, en el seno de su propia familia, donde tiene lugar su mayor humillación. Mientras estuvo afuera, su hermano más grande vendió buena parte de la propiedad familiar sin consultarlo. Se trata del terreno en el que Abdel-Razak había soñado con edificar su casa. “El terruño es lo más importante”, le explica, triste, a Riad. “Cuando tienes tu propia tierra no te puede pasar nada malo”. Despojado de sus terrenos en su país natal, el padre de Riad se muda con su familia a una casa fría y vacía. Vemos los gestos gráficos que revelan esa humillación: sonríe, se rasca la nariz, resopla.
Podríamos suponer que, ante un revés semejante, Abdel-Razak juntaría sus cosas y se iría, o bien que se enfrentaría al hermano, pero no pasa ni una cosa ni la otra. Este profesor, que tuvo la puntillosidad necesaria como para rechazar un trabajo en Oxford porque su nombre estaba mal escrito, parece dispuesto a tolerar cualquier agravio y cualquier daño, ya sea sobre su propia persona, sobre Clémentine o sobre Riad, siempre y cuando provenga de su familia o de su cultura. Le encanta comer los platos de su infancia y le fascina abrazar a su madre.
Clémentine y Riad deben soportar la peor parte de ese mundo misógino, violento y antisemita en el que acaban de desembarcar. Al ver la cabellera rubia de ambos, los chicos los llaman “judíos asquerosos”. Y Abdel-Razak, que supo ser un profesor progresista, comparte esa alegre aversión hacia los judíos: “La peor raza del mundo”. Vemos cómo Clémentine, al igual que las otras mujeres de la familia, debe comer las sobras y los huesos roídos que dejan los hombres. Su pasividad es pasmosa. ¿Por qué tolera todo eso? Sattouf no tiene respuesta. Es casi como si eso hubiera escapado a su mirada satírica.
El pequeño Riad se mantiene extrañamente imperturbable, incluso cuando se trata de sus propias dificultades. Vemos cómo sus primos pendencieros tratan de golpearlo siempre que pueden. Y en el tomo dos conocemos a su maestra, una mujer salvaje y corpulenta, con velo y pollera corta, que usa una cartera decorada con joyas falsas y un palo con el que les pega a los alumnos que no elogian a Ásad en voz lo suficientemente alta o no aprenden las suras del Corán con la presteza necesaria. ¿Por qué Riad no se queja? ¿Por qué no les cuenta a sus padres la vida terrible que lleva? Quizá porque sabe que su padre va a interpretar sus miedos como signos de su afeminada identidad francesa.
Las calamidades de la vida en la Siria de Sattouf, grandes o pequeñas, tienen un curioso regusto autodestructivo. En una ocasión, por ejemplo, la familia ve a un alumno que toma un trago de una fuente y después hace pis apuntando directo al bebedero. En otro episodio, Riad le lleva de regalo a su abuela una bolsa de manzanas. Sus primos se acomodan junto a la mujer, mordisquean las frutas y las tiran al suelo mientras miran fijo al pequeño Riad. La abuela se ríe y abraza más fuerte a los primos.
***
Casi todos los gestos del libro parecen actos de violencia o daños destinados a establecer o restablecer el orden y la jerarquía. En la Siria de Sattouf se lucha constantemente en pos del poder y el prestigio, y cualquier signo de debilidad recibe su escarnio y a menudo su castigo. En una escena se golpea a un cachorrito con una pala hasta matarlo y después se lo clava en una horqueta mientras todos se ríen. Los fuertes y los poderosos gozan de admiración, aunque obtengan (y retengan) ese estatus victimizando a los demás. En un momento, mientras descansa en el suelo vestido con su djellaba, Abdel-Razak le cuenta a Riad, con beneplácito, la historia del modo en que Háfez al Ásad tomó el poder y pudo sojuzgar a los suníes (el grupo al que pertenecen los Sattouf):
¡Es un hombre astuto!... Es alauita, de modo que no es un verdadero musulmán, pero aun así... Viene de una familia pobre... [y con] mucho trabajo y determinación pudo organizar un golpe de Estado para convertirse en presidente. Aprovechó la oportunidad. Les dio todos los puestos importantes a los alauitas ¡y ahora somos sus esclavos!
En algunos aspectos, El árabe del futuro recuerda a Maus, las innovadoras memorias gráficas de Art Spiegelman, ese cuento con gatos y ratones ambientado durante el Holocausto y publicado hace ya más de veinticinco años. Ambos abordan diversas variantes en torno a la crueldad y sus repercusiones en la familia. Escenifican tipos de antisemitismo totalmente opuestos: uno en la Polonia bajo el yugo nazi de finales de la década del treinta y comienzos de la del cuarenta y el otro en Oriente Medio cuarenta años después.
Ambos se apoyan en la memoria de una persona (la del padre de Spiegelman sobre Auschwitz en el caso de Maus, la de Riad Sattouf en El árabe del futuro) para contar una historia traumática que excede la vida de un solo individuo. Ambos libros ponen el foco en un padre dañado visto a través de los ojos atentos de su hijo. Y ambos ignoran un poco a la madre y su historia personal, aunque por distintos motivos. En el caso de Spiegelman, fue porque su madre se suicidó y su padre, desconsolado, quemó los diarios que ella había escrito sobre el Holocausto. En el caso de Sattouf, porque se trata de una madre pasiva casi al punto del ridículo.
Y, sin embargo, a pesar de los paralelismos entre esos dos libros, El árabe del futuro es más deprimente. En Maus, por muy dañado que esté el padre, resulta fácil empatizar con él. Sus deficiencias personales —una tacañería incapacitante y un impulso hacia la acumulación— tienen orígenes entendibles, vinculados con su experiencia durante la guerra, y no parecen acarrear ningún peso para el futuro del mundo. Las deficiencias de Abdel-Razak, por el contrario, insinúan un pesimismo profundo y no sólo para su familia. Si un panarabista culto como él es capaz de terminar así, ¿qué queda para los demás?
Abdel-Razak no es malo. Jamás le pega a su esposa. En general es amable con su hijo. Es sólo un hombre que fue acumulando humillaciones y quiere llegar a ser algo en este mundo, alguien que admira a los ricos y a los poderosos, que desdeña a quienes considera débiles o inferiores, en particular las mujeres, la gente negra, los judíos y los animales.
Si Sattouf tan sólo viera a Abdel-Razak como un padre dañado en Siria, El árabe del futuro no sería un libro tan lúgubre. Pero en cada rincón de la Siria de Sattouf los valores del padre se manifiestan y se amplifican. En la escuela, las maestras golpean a los chicos pobres por no llevar los libros correctos o el uniforme adecuado. Los pájaros que resultan demasiado chicos como para servir de alimento terminan muertos a tiros. Las mujeres deben comer las sobras que dejan los hombres. En este libro prácticamente no hay nadie, sea chico o adulto, que no refleje de algún modo esos valores, o como víctima o como victimario.
***
Sattouf dice que él no es un caricaturista político. Durante sus años en Charlie Hebdo, entre 2004 y 2014, jamás dibujó a Mahoma, Jesús, Buda, Moisés ni el papa. Trabajó, en cambio, en una tira cómica algo amarga titulada La vie secrète des jeunes (La vida secreta de los jóvenes), supuestamente basada en charlas entre adolescentes, en general tontas, absurdas o desagradables, que escuchaba al pasar por las calles de París. Renunció a fines de 2014, dijo, no por motivos políticos, sino porque la vida adolescente de Francia le parecía demasiado desalentadora.
En cuanto a El árabe del futuro, le dijo al medio Jeune Afrique que se trata sólo de “una descripción de la vida cotidiana... No quería hacer un libro político... Me da vergüenza cuando los artistas se involucran con la política”. A pesar de su título general, El árabe del futuro, parece sugerir Sattouf, no intenta conceptualizar el carácter o la patología árabe ni diagnosticar el problema árabe. Y desde luego no busca ofrecer una historia sobre Siria o Libia en los años ochenta ni una explicación de cómo se vincula todo aquello con este presente caótico. No se mencionan, por ejemplo, los movimientos de resistencia a Háfez al Ásad ni las violentas respuestas del gobierno.
En el libro hay, de todas formas, un destello de protesta. En el segundo tomo de El árabe del futuro, Sattouf nos presenta a la sobrina de Abdel-Razak, Leila, una viuda de treinta y cinco años que se interesa por las destrezas artísticas de Riad y le enseña a dibujar en perspectiva y a convertir sus bocetos de Pompidou en una caricatura de Ásad. Se trata de un episodio en que el lector ve, al menos por un momento, una luz de esperanza. Excepto que más adelante, en la escena más tremenda del libro, vemos cómo esa mujer termina asfixiada hasta morir a manos de su padre y de su hermano. Un aterrorizado Riad —presenciamos el asesinato tal como él se lo imagina— accede al relato del hecho a través de la puerta de la habitación de sus padres. Escucha que su padre le explica a su madre que, como Leila estaba embarazada sin haberse casado, tenía que morir para salvar la honra de la familia. A la mañana siguiente ya nadie habla sobre ese “crimen de honor”. La vida sigue como si nada hubiera pasado. Cualquier chispa de resistencia acaba de extinguirse.
Sattouf recibió elogios tanto de la derecha como de la izquierda francesas. Puede que eso se deba a que su estilo parco les permite a algunos lectores creer que le está echando la culpa del caos actual en Siria y Libia a la cultura violenta e intolerante de la dictadura, mientras que otros pueden creer que está culpando a la cultura árabe en líneas más generales. Pero, más allá de las interpretaciones que se puedan extraer de esta obra, se trata, en esencia, de una historia personal y familiar.
Después de leer estos dos tomos quedé perpleja ante la perspectiva precaria de Sattouf y tuve miedo por su vida. Si estos libros retratan fielmente su experiencia, me resulta asombroso que un chico que se crio con el padre y la familia que vemos en esas páginas se haya convertido en un hombre capaz de escribir El árabe del futuro, una obra sensible y cáustica. Sattouf sobrevivió a la publicación de estos dos volúmenes. Está claro que al menos uno de los árabes del futuro es el propio Riad Sattouf. Y ese es el mejor final imaginable.
Artículo publicado originalmente como “Growing up Arab” en The New York Review of Books, 27 de octubre de 2016. Copyright 2025 Sarah Boxer. Sarah Boxer escribe para The Atlantic y es autora de dos novelas gráficas, In the Floyd Archives: A Psycho-Bestiary y su secuela, Mother May I? A Post-Floydian Folly. El árabe del futuro 1: una juventud en Oriente Medio (1978-1984). El árabe del futuro 2: una juventud en Oriente Medio (1984-1985). Traducción: Juan Nadalini.