Si alguna vez hubiera un incendio en mi casa, sólo tomaría un objeto antes de salir corriendo. Es un cuaderno de tapa roja con una reproducción del autorretrato Las dos Fridas. Sus páginas de papel grueso están habitadas por una escritura a mano. Son las recetas de mi mamá, escritas por ella. Empieza con el mole poblano, el plato estrella de la comida mexicana, que lleva chiles secos, nueces, cacahuates, piñones, especias y, en algunos casos, chocolate. Termina con una descripción de los utensilios de cocina que ella usaba en su infancia: cazuelas y ollas de barro para los guisados, el café y los frijoles y molcajetes de piedra para las salsas.
La historia del cuaderno empezó en 2008 en Buenos Aires, en donde yo ya vivía y trabajaba como corresponsal. La embajada de México en Argentina invitó a un grupo de periodistas a ver un documental que formaba parte de la campaña para convencer a la Unesco de que reconociera a la comida mexicana como patrimonio de la humanidad. Las imágenes del maíz y los chiles emocionaban, pero lo que más me llamó la atención fue la advertencia de que las recetas tradicionales de la comida casera mexicana estaban en riesgo. Nunca lo había pensado. El ingreso masivo de las mujeres al mercado laboral había implicado que muchas de ellas dejaran de cocinar y de compartir sus conocimientos culinarios.
De inmediato pensé en Florita, mi mamá. Era cierto. Ni mis hermanas ni yo teníamos sus recetas. Si no las rescatábamos, cuando ella muriera ya nadie más podría prepararlas. Había que hacer algo.
En mi siguiente viaje a México, llevé a mi papá y mi mamá a conocer el museo de la Casa Azul de Frida Kahlo, en Coyoacán. Florita se conmovió en la cocina. Nos dijo que el horno de piedra y las cucharas de madera de la pintora eran iguales a los que ella usaba de niña.
Al terminar el recorrido tomamos un café en el jardín y les conté del documental. Le pregunté a mi mamá si le gustaría escribir sus recetas para publicarlas en un libro y evitar que se perdieran. Me dijo que sí. A todo me decía siempre que sí. Me metí a la tienda del museo, compré el cuaderno y se lo regalé. Seis meses después me lo envió con una amiga a Buenos Aires. Las páginas estaban escritas en tinta negra y roja. Destacaba la caligrafía cursiva que antes enseñaban en las escuelas. Me dieron ternura los tachones con los que mamá había corregido las recetas que escribía por primera vez en su vida.
Ya con el cuaderno en mis manos, decidí que también contaría la historia de Florita. Para eso tenía que entrevistarla, así que le propuse que habláramos por teléfono las veces que fuera necesario para que me contara su vida. Me dijo que sí. A todo me decía siempre que sí. Durante meses sostuvimos largas conversaciones, ella desde su casita en el centro de la Ciudad de México y yo en mi departamento en San Telmo.
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Nunca supimos exactamente cuándo nació Florita porque siendo muy chica su papá Anastasio Franco y su mamá María Félix Estrada la abandonaron con su madrina Cecilia y su padrino Juan, quienes la registraron como hija propia con una fecha de nacimiento inventada. También tenía otra madrina llamada Eulalia. La madre, el padre, las madrinas y el padrino se conocían de las ferias y los mercados callejeros en los que todos vendían buñuelos con miel de piloncillo, uno de los postres típicos de México.
Foto: Victoria Gesualdi
Florita vivía con su madrina, su padrino y los cuatro hijos de ambos —ellos y mi mamá se criaron como hermanos— en una vecindad de la colonia Morelos, muy cerca de La Merced, el mercado que durante muchos años fue el principal centro de abasto de la Ciudad de México. A ella sólo la dejaron estudiar la primaria porque su madrina prefería que trabajara en el puesto de buñuelos. Ya de adolescente entró a una fábrica de medias, pero no duró mucho porque se puso de novia y se casó con Israel, mi papá. Tenían 18 años. Él trabajaba en una papelería, era impresor. Cuando empezaron a nacer las hijas (las primeras cuatro fueron mujeres) el dinero no alcanzaba y mi mamá tuvo que volver a vender buñuelos en las calles.
Todavía hoy, poner un puesto de comida en un zaguán, una feria, una plaza o un mercado sigue siendo una opción de supervivencia para millones de mujeres en México. Varias de mis hermanas tuvieron que hacerlo, igual que mi mamá, para poder mantener a sus hijos.
Florita tuvo 13 embarazos y cuatro terminaron en aborto. A pesar de la pobreza, cada vez que perdía un posible hijo se ponía muy triste. En la misma vecindad de su infancia también vivimos nosotros, las seis hijas (Rocío, Lupita, Licha, Norma, Cecilia y Claudia) y los dos hijos (Lalo e Israel) que Florita tuvo con Israel. Lourdes, una de mis hermanas mayores, murió muy chiquita, a los 2 años. No alcancé a conocerla.
La familia que construyeron era un caos. Ocho hijos implicaban ocho problemas diferentes, algunos más graves que otros. Israel había sido abandonado por su papá y, en parte por ello, se había convertido en alcohólico funcional desde muy joven. A diario, al volver de trabajar, se dedicaba a beber. Lo bueno es que no era violento con nosotros —como la mayoría de los hombres del barrio—, ni dejaba de trabajar, ni tenía familias paralelas. Doce años antes de morir, después de una internación, Israel por fin abandonó el alcohol y, entonces sí, se dedicó por completo a nosotros. Padecimos muchas carencias, como hacinamiento, enfermedades, adicciones y un sinfín de líos, pero en medio de todo eso papá y mamá nos inculcaron la certeza de su presencia, ayuda y amor. Su incondicionalidad. Siempre supimos —y comprobamos— que nunca nos iban a dejar solos como sus padres habían hecho con ellos.
También nos enseñaron a bailar cumbias, salsas, chachachás, rocanroles y danzones, así como a apreciar y disfrutar la comida. Fueron los responsables de que en casa hubiera una permanente duda existencial: ¿qué vamos a comer? En el desayuno planeaban la comida; en la comida, la cena; en la cena, el desayuno y entre una cosa y otra, los antojitos: tacos, gorditas, tlacoyos, sopes, quesadillas, pambazos. Los domingos, si tenían dinero, nos levantaban temprano para llevarnos a comer mole a la vuelta de casa o compraban barbacoa en el mercado.
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La compañera fiel de mi mamá en el puesto siempre fue mi hermana Licha, una de las mayores, pero yo extrañaba a Florita, así que un día la convencí de que me dejara ir a vender con ella. Tendría 6 o 7 años. Con el tiempo, lo que empezó como una propuesta voluntaria se convirtió en una pesada obligación, porque en el reparto no escrito de roles que hay en todas las familias me tocó trabajar de manera permanente.
Foto: Victoria Gesualdi
No era fácil. Me daba vergüenza cuando algún compañero de la escuela me veía en el puesto, con mi delantal. Además, me cansaba. Ir a vender implicaba levantarnos muy temprano, a veces de madrugada, cargar bancas, ollas, bolsas de tamales, platos, vasos, braseros, carbón, harinas y, sobre todo, los montones de buñuelos que movíamos con extremo cuidado para que no se quebraran. Ya en la feria, poníamos el puesto, hacíamos la miel y los atoles, freíamos los tamales y atendíamos a los clientes durante horas. A diferencia de Licha, yo no era la vendedora más amable y mi mamá me regañaba por mi mal humor. Ya en la noche, recogíamos y cargábamos todo de vuelta a casa. A veces la policía llegaba de sorpresa a desalojarnos, nos correteaba y nos quitaba las cosas porque no teníamos permiso para vender en la calle. Qué odio les tenía. Luego íbamos a la delegación a ver si nos las regresaban, pero ya habíamos perdido la venta del día. Era muy injusto. En las vendimias o en la casa, mamá me repetía una frase que se convirtió en mi mantra:
—Estudia mucho, mija, para que no andes padeciendo como yo.
Le hice caso. Estudié mucho y a los 21 años, antes de titularme en la universidad, empecé a trabajar como periodista y por fin pude dejar de vender en el puesto. Ella no lo quiso dejar nunca, era su lugar en el mundo. Nuestro amor a la comida nos mantuvo unidas, pero el proyecto del libro nos ayudó aún más. Desde entonces y hasta su muerte, nos la pasamos hablando sobre la importancia de los caldos caseros, cómo hacer una buena sopa, los 15 minutos a fuego lento necesarios para cualquier buena sazón, las diferencias entre los chiles frescos y los secos, el sabor que les da la cebolla a las salsas picantes o la técnica de batir el huevo a mano hasta llegar al deseado "punto turrón" para poder capear carnes y verduras.
A mi mamá le costó hacer el libro porque, al igual que les pasa a millones de cocineras expertas, sabía cómo hacer sus recetas pero no cómo describirlas. Tenía los conocimientos, la memoria corporal, sabía el momento exacto en el que tenía que echar el buñuelo al aceite caliente, la textura que debía tener la masa para poder hacer los tamales, cuánto mole había que preparar para una fiesta de 15 años o una boda con 100 invitados. Medía "a ojo", "a conciencia" o "según lo necesario"; las papas no las cortaba "ni muy grandes ni muy chiquitas" y esperaba que no estuvieran "ni muy crudas ni muy cocidas"; a la carne y el arroz les ponía agua o caldo "suficiente". Fue muy feliz de que rescatáramos juntas las recetas de la comida que disfrutamos toda la vida en nuestra humilde casa, que formaban parte de la cocina mexicana de a diario, la que está alejada de lujos y dogmas, que no lleva aceite de oliva ni pimienta, que es imprecisa porque no sabe de hornos ni de cantidades exactas. Comida sencilla, con sabores a fuego lento y mucho amor, porque es la que las amas de casa de los barrios populares suelen preparar para sus hijos en la Ciudad de México —y diría que en todo el mundo—. "Si no les podía dar a mis hijos la comida más cara, pues por lo menos sí tenía que ser la más rica", me dijo un día Florita al intentar descifrar el misterio de su inigualable sazón.
Foto: Victoria Gesualdi
Sólo hay algo de lo que me arrepiento. Ya en la etapa de diseño, le pregunté a mi mamá a quién quería dedicarle el libro. Me dijo que a sus madrinas y escribió una frase en una servilleta que todavía conservo.
Quiero recalcar que este libro, junto con estas recetas, se las dedico a mis dos madrinas Cecilia y Eulalia, con todo cariño y agradecimiento, porque fueron más que unas madres para mí.
—¡Pero, mamá! No te dejaron estudiar y a sus hijos sí, nomás te tuvieron trabajando, no te trataron bien —le dije enojada por mis recuerdos. De niña la había visto llorar después de regaños de la tía Cecilia, como llamábamos a su madrina. También me dolía que sólo la hubieran dejado estudiar la primaria a pesar de que le gustaba mucho la escuela y sacaba buenas calificaciones.
—Pues sí, mija, pero podría haber sido peor. No me dejaron en la calle, por lo menos me dieron de comer, me dejaron vivir en su casa y me enseñaron a trabajar. Y cuando tuve a tus hermanas y me vi en muchos apuros, me dejaron venir a amontonarme acá con ellas en la vecindad —me respondió.
Absorta en mis rencores, nunca lo había visto de esta manera. Ya no le rebatí, pero al día siguiente mamá me llamó por teléfono y me dijo que lo había pensado bien, que iba a cambiar la dedicatoria.
Este recetario lo hice con todo cariño para mis hijas, como un recuerdo de la auténtica comida casera mexicana.
Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que había obligado a mi mamá a reformular su historia. Ella había construido la narrativa de su vida y estaba tranquila con eso. Es lo que hacemos todos, pero no la respeté e hice que volviera a pensar en momentos muy tristes. Años después le pedí perdón. Nunca más volví a contradecirla cuando hablaba de sus madrinas, pero todavía me remuerde la conciencia.
El libro fue una autoedición de 100 ejemplares y lo titulamos Nostalgias con sazón. En la portada pusimos una foto de mi mamá en el puesto. Viste uno de sus delantales de colores y sonríe al mostrar a cámara un buñuelo y la cacerola de peltre con la miel de piloncillo. En la contraportada posamos las dos en el puesto, frente a las ollas de los atoles, mientras yo la abrazo. Adentro hay una de las pocas fotos que tengo de niña —no teníamos cámara y no existe registro de esa época, cosa que agradezco—. En esa imagen estoy en el puesto con mi hermano Israel, un año mayor que yo. El cabello espeso y desordenado me llega hasta el cuello y me cubre parte del rostro. Tengo 10, 12 años y los bracitos delgados. Me sorprende la amplitud de mi sonrisa. Cualquiera pensaría que era una niña feliz. Mi delantal está manchado, lo que significa que ya hemos comenzado a trabajar hace horas. Apenas si toco el hombro de mi hermano, que mira a la cámara sin dejar de limpiar sus lentes.
Foto: Victoria Gesualdi
Cuando estábamos por publicar el libro, mi papá se enfermó y meses después murió. En pleno duelo, fui a México y organizamos una presentación en un bar con toda la familia. Mamá llegó muy elegante. Le encantaba arreglarse, ponerse medias, tacones, vestidos bonitos y maquillarse. Habló al micrófono y al final firmó ejemplares y hasta bailó danzones con mis amigos. Todos la querían. Los había conquistado con su sencillez y, obvio, con su comida. Fue su fiesta. Vendimos casi todos los libros, le di las ganancias y le dije que eran sus regalías. Ella estaba contenta y, creo, orgullosa.
De esa noche ya pasaron 15 años. Mamá murió hace cinco y desde entonces me dedico cada vez más a la cocina porque es una manera de volver a estar con ella. También me gusta hojear cada tanto el cuaderno de Frida, ver la letra de Florita y sus tachones y releer nuestro librito o escuchar los audios de nuestras charlas para recordar sus consejos.
—Ma, ¿cuál es el secreto para cocinar bien?
—Ah, pues el secreto es tener paciencia, mucho cuidado y pensar en la gente que quieres. Ya cuando sabes hacer el platillo para que tenga el sabor correcto puedes hacerlo más rápido, pero para aprender primero debes tener tiempo y ganas de ir experimentando, sólo así vas a saber de qué manera queda más rico. Date tu tiempo, no andes a las apuradas, sobre todo tú, que heredaste mis nervios. Entre más practiques, mejor te va a salir. Fuego lento, acuérdate siempre. Si te agarran los nervios, espérate tantito y piensa en a quiénes les estás cocinando. Relájate, porque si no la comida te puede salir mal por los apurones. Yo todo lo aprendí en mi niñez y adolescencia, pero con el tiempo fui inventando y haciendo pruebas para hacer más apetitoso lo que les cocinaba a ustedes en la casa y a mis clientes en el puesto. Creo que me sirvió.
Cecilia González (Ciudad de México, 1971) es una periodista que cocina y una cocinera que escribe. Vive en Buenos Aires desde 2002.