Explorador del campo entre literatura y política –sus ensayos sobre el Facundo de Sarmiento son ejemplares–, codirector de la revista Punto de Vista desde fines de los años 70, estudioso de la cultura de los movimientos de masas, el correntino Carlos Altamirano se ha convertido en un referente para la investigación del devenir de los intelectuales en el continente.
Hoy a las 18.00, en el Espacio Interdisciplinario (José Enrique Rodó 1843), Altamirano cerrará las V Jornadas de Investigación del Archivo General de la Universidad de la República (Udelar). “Lo que voy a exponer en mi charla es la visión del problema argentino que, según creo, se desprende de los escritos del historiador Tulio Halperin Donghi sobre la Argentina del siglo XX. Es en los textos de Halperin donde esos dos temas –la crisis, que se hace recurrente desde 1930, y el peronismo– van a encadenarse. Esta será la hipótesis que desarrollaré en la disertación”, dice.
En 2001 usted editó Peronismo y cultura de izquierda. Allí citaba la frase de JW Cooke “el peronismo es el hecho maldito del país burgués” para afirmar que el movimiento tampoco fue un “hecho venturoso” para la izquierda. ¿Cambió algo en esa relación tras los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández?
Sí, cambió, sobre todo con los gobiernos de Cristina, quien les abrió espacio a sectores procedentes de la izquierda peronista y a contingentes de otras familias de la izquierda –por ejemplo, los comunistas–. La izquierda de tipo nacional-popular que se agrupa en torno a Cristina es hoy mayoritaria en el campo de posiciones radicales en la Argentina. ¿Cristina pudo ligar estas izquierdas procedentes mayoritariamente del universo de las clases medias con el conjunto del peronismo? Me parece que no.
¿Cómo ha sido su tránsito desde la sociología y la literatura hacia la historia?
En realidad, el único título académico con que cuento es el de licenciado en Letras. El título de sociólogo es periodístico, por así decir. O sea, atribución de periodistas para quienes el hecho de que yo empleara esquemas o nociones extraídas del vocabulario sociológico me hacía un sociólogo. Tengo lecturas de sociología, claro, que comenzaron cuando me propuse llevar adelante un trabajo de tipo sociológico con los hechos literarios. Libros que escribí en colaboración con Beatriz Sarlo en los años 80 tienen ese perfil.
¿Cuál es hoy su idea de lo que debería ser la historia intelectual en nuestros países?
La historia intelectual, en nuestros países y en el mundo, se declina en plural, y me parece bien que así sea. He aprendido de estudios de historia intelectual concebidos desde puntos de vista muy diferentes. Ahora, si me pregunta por la perspectiva que he buscado alentar y con la que identifico mi trabajo, la expuse ya hace unos cuantos años en el artículo “Para un programa de historia intelectual”. Allí planteaba que la historia política y la historia social de las elites culturales ofrecían recursos para el análisis de las formaciones discursivas, aunque este análisis, si quería hacer justicia a los textos, tenía tareas y recursos específicos.
¿En qué medida la historia intelectual es una serie de empresas nacionales y en qué medida es un esfuerzo continental?
El nombre de “historia intelectual” para designar un campo de estudios, antes que una disciplina, tiene sólo unos pocos años de vida en nuestros países, aunque debo decir también que muchas de las cosas que se hacen bajo ese nombre uno puede descubrirlas bajo otras denominaciones en investigaciones y ensayos muy anteriores. Pienso, por ejemplo, en varios de los estudios de Carlos Real de Azúa, un ensayista que admiro. Volviendo a su pregunta, diría que sí, que la historia intelectual sigue constituyendo predominantemente una serie de empresas nacionales, pero desde hace unos diez, ocho años, más conectadas y comunicadas que nunca. Este año se celebra en Chile el IV congreso de historia intelectual latinoamericana; en varios de nuestros países hay grupos de investigadores que se comunican y saben lo que están haciendo los otros. Hay baja institucionalización de estas relaciones, pero el sistema laxo de redes ha funcionado muy productivamente.
Ha dirigido trabajos colectivos, como la Historia de los intelectuales en América Latina y el volumen Ensayos argentinos, con Sarlo. ¿Qué dejan esos cruces?
Poco antes de la Historia de los intelectuales... había encarado otro proyecto que me dejó muy contento y me animó a hacer la prueba de una historia que no existía, la de los intelectuales. Fue un vocabulario de términos críticos de sociología de la cultura hecho por estudiosos latinoamericanos y con la idea de que, por ejemplo, la entrada “sociología de la religión” no se limitara a dar cuenta de las escuelas y las orientaciones europeas y norteamericanas en la disciplina, sino que registrara también contribuciones de la investigación de nuestros países. Este paso me llevó al ambicioso proyecto de la historia de los intelectuales, para la que conté con la ayuda de distinguidos colegas de todo el subcontinente. Con Beatriz, una mujer muy inteligente y culta, escribimos varias cosas juntos. La pregunta me hace pensar que me gusta esto de armar sociedades intelectuales, que soy un buen socio.
¿Cómo valoraría hoy el alcance de Punto de Vista? ¿Qué cree que fue para la historia intelectual argentina y qué lugar ocupa en su trayectoria, en su experiencia?
La revista nació de la idea de generar un espacio de disidencia bajo la última dictadura militar, cuando la cultura intelectual argentina entró en un túnel de oscuridad y miedo. Comenzó a aparecer en marzo de 1978 y, vistas las cosas desde hoy, diría que Punto de Vista fue fruto de un reflejo militante cuando, de hecho, ya no éramos militantes de ningún agrupamiento político. Algo había que hacer, pensamos. Subjetivamente éramos de izquierda –de extrema izquierda, en realidad–. En las páginas de la revista hicimos nuestros primeros ensayos de revisión de la cultura literaria nacional y de sociología de la literatura. Aprendimos también a hablar y valorar la lengua de la democracia política. Punto de Vista fue igualmente un campo de prueba y aprendizaje para otros intelectuales que integraron el núcleo de quienes, bajo la dictadura, acompañaron la experiencia, como Hugo Vezzetti y María Teresa Gramuglio. Publicamos a Ángel Rama, a Real de Azúa, a Raymond Williams; hablamos de autores condenados o silenciados por el establishment cultural, como Jean-Paul Sartre o el argentino Juan José Saer. Entrevistamos en sus páginas a escritores exilados o comentamos sus libros. Después de la dictadura, la revista ya no ocupó el lugar marginal de sus primeros años. Creo que Punto de Vista colaboró en la renovación del análisis cultural en mi país, pero respecto de su importancia, no soy el más indicado para estimarla.