Eran las diez de la noche del 18 de setiembre de 1968 cuando el Ejército mexicano, con “decenas de tanques ligeros, vehículos artillados y de transporte, así como una brigada de infantería, el 12º regimiento de caballería mecanizado, un batallón de fusileros paracaidistas, una compañía del batallón Olimpia, dos compañías del segundo batallón de ingenieros de combate y un batallón de Guardias Presidenciales; en suma, 10 mil efectivos al mando del general Crisóforo Mazón Pineda”, invadía la Ciudad Universitaria.
El recuento entrecomillado corresponde al informe histórico de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (ya inexistente) y fue citado por el periódico mexicano La Jornada el 18 de setiembre de 2008, cuando se cumplían 40 años de la violación y ocupación del campus que precedió en menos de dos semanas a la masacre de Tlatelolco.
A esa hora en que las fuerzas invasoras entraban al campus, en la Facultad de Medicina se celebraba una reunión del Consejo Nacional de Huelga (CNH). En la Torre de Humanidades, mientras tanto, en un baño del octavo piso, Alcira Soust Scaffo, uruguaya nacida en Durazno, maestra y poeta, leía a León Felipe. Aunque de creerle a Roberto Bolaño, lo que Alcira leía en ese momento no era un libro de León Felipe sino de Pedro Garfias, otro español corrido de su país por la guerra. Como sea, ya fuera que estuviera leyendo a Felipe o a Garfias o que estuviera pensando en la inmortalidad del cangrejo, lo que se sabe con relativa certeza es que Alcira Soust Scaffo, de 44 años, estaba en el baño del octavo piso cuando escuchó la gritería y el desparramo de gente provocados por la invasión de soldados y tanques en el campus, así que se asomó a la ventana. Y lo que vio no le dejó lugar a dudas: docentes, estudiantes y padres que se habían acercado a apoyar a los huelguistas eran arrastrados a los camiones por los efectivos militares, detenidos y arrancados del lugar a golpes y empujones, para ser conducidos quién sabe a qué destino. Unas 1.500 personas fueron aprehendidas.
Alcira debe haber razonado, tal como cree la leyenda y cuenta Bolaño, o como tal vez ella misma le confesó a alguien, que si la pescaban en la facultad, inmigrante y sin papeles al día, lo más probable era que terminara, con suerte, deportada de regreso a Uruguay. Así que no lo meditó mucho: se encerró en uno de los cubículos del baño y se quedó ahí, escondida y en silencio a la espera de que el asunto se calmara. Obviamente, alguien tuvo que haber revisado los baños, pero la leyenda cuenta que Alcira se trancó en su cubículo y se encaramó en el retrete para que no se le vieran las piernas, y ahí quedó, quietita y callada hasta que sintió que no había soldados cerca y recién entonces, con cuidado, se animó a apoyar otra vez los pies en el piso.
Pero las cosas no llegaron a este punto de un minuto para el otro.
Desde el 1º de agosto de ese año la bandera mexicana estaba a media asta en la Ciudad Universitaria. El rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, había reclamado ese día en un discurso la libertad de los estudiantes de “la Prepa 1”, detenidos el 30 de julio, y el respeto de la autonomía universitaria. El movimiento estudiantil estaba en conflicto desde bastante antes, pero ese año, en octubre, debían celebrarse los Juegos Olímpicos conocidos como la XIX Olimpíada, y el gobierno estaba resuelto a no dejar que los desórdenes causados por las protestas estropearan la imagen internacional del país. El 2 de agosto se constituyó el CNH, integrado por la UNAM, el Instituto Politécnico Nacional, el Colegio de México, la Escuela de Agricultura de Chapingo, la Universidad Iberoamericana, la Universidad La Salle (México) y otras universidades del interior de la república.
El 7 de setiembre se hizo en Tlatelolco la “manifestación de las antorchas”. Casi una semana después, el 13, la Marcha del Silencio convocó a cientos de miles de estudiantes que desfilaron con las bocas cubiertas con pañuelos o con cintas. El volante repartido por el CNH decía: “Pueblo mexicano: puedes ver que no somos unos vándalos ni unos rebeldes sin causa, como se nos ha tachado con extraordinaria frecuencia. Puedes darte cuenta de nuestro silencio, un silencio impresionante, un silencio conmovedor, un silencio que expresa nuestro sentimiento y a la vez nuestra indignación”.
Al día siguiente, en un episodio aislado, cuatro trabajadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla terminaron linchados en el poblado San Miguel Cano. Según los testimonios, el sacerdote del pueblo instigó a los vecinos para que acabaran con la amenaza comunista, encarnada en los trabajadores y en el hombre que esa noche los había cobijado en su casa.
Como se ve, cuando el Ejército irrumpió en la Ciudad Universitaria, ubicada al sur de Ciudad de México, los ánimos ya estaban muy caldeados.
Otra vez en casa
En el marco de los 50 años de los acontecimientos del 68, la UNAM montó la muestra Alcira Soust Scaffo. Escribir poesía ¿vivir dónde?, que abrió al público el 11 de agosto y se podrá visitar hasta el 11 de noviembre en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) del Centro Cultural Universitario (CCU).
La idea es “recuperar parte de su archivo personal para enfatizar la relación entre su militancia política y poética a través de sus poemas-acción y poemas gráficos”, explican los curadores, Amanda de la Garza y Antonio Santos.
También se presentará la obra Luciérnaga, una ópera de cámara para cantante, actor y ensamble con música de Gabriela Ortiz y libreto de Silvia Peláez, que narra la experiencia de Alcira Soust durante su encierro en la Torre de Humanidades. La obra se presentará en la sala Miguel Covarrubias del CCU los días 10, 11 y 13 de octubre, con dirección musical de José Areán y dirección escénica de Mauricio García Lozano.
Auxilio! Au Secours, una intervención escénico-poética inspirada libremente en la figura de Alcira Soust, se presentará en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) entre el 15 y el 25 de noviembre. Es una creación franco-mexicana del colectivo TeatroSinParedes y el Théâtre 2 L’Acte.
Toda la programación de M68-50 años del movimiento estudiantil de 1968 puede verse en la página culturaunam.mx/m68/.
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Alcira Soust Scaffo, llamada Mima por su familia, había nacido el 4 de marzo de 1924 en Durazno. Se había recibido de maestra a los 20 años y, tras una experiencia de trabajo en escuelas rurales, había llegado a México con una beca de posgrado del Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe (Crefal). Junto con ella llegó el maestro Miguel Soler, quien años después dirigiría la institución.
En Los detectives salvajes (1998), la novela que le valió el XVI Premio Herralde y lo consagró como el nuevo dios de las letras latinoamericanas, Roberto Bolaño dedicó un intenso capítulo al relato en primera persona de Auxilio Lacouture, poeta uruguaya sorprendida por la invasión al campus con los calzones a media pierna y entregada a la lectura de los versos de Pedro Garfias. La Auxilio de Bolaño no es otra que Alcira, su amiga uruguaya, la poeta errante que regalaba versos y dibujos, pintaba carteles, acompañaba manifestaciones y dormía donde podía en los convulsos días de 1968 en México.
Bolaño no lo sabía, y por eso Auxilio, en su monólogo de Los detectives... dice que no recuerda en qué año llegó a México, aunque arriesga que probablemente haya sido en 1965. Lo mismo vuelve a decir Bolaño en la bellísima Amuleto, publicada al año siguiente y dedicada enteramente al delirio de la poeta durante su encierro de 12 días en el baño de la facultad, al que sobrevivió tomando agua de la canilla y comiendo, se dice, papel higiénico.
Pero según cuenta Agustín Fernández Gabard –sobrino nieto de Alcira y autor de Alcira y el campo de espigas, un documental sobre su historia que, si todo sale bien, se estrenará el año que viene– el viaje a México con la beca para el Crefal ocurrió en 1952. La tesis de graduación de Alcira, titulada “La recreación en la estructura de la personalidad”, fue publicada por el Crefal en 1956. Dice Agustín que para defender la tesis Alcira tuvo que presentar un informe oral, en el que fue implacable con los miembros del tribunal que la examinaba. Los trató de burócratas y los acusó de no pisar las comunidades en las que estaban los analfabetos. Les dijo que tenían miedo “del barro y de los piojos”. El presidente del tribunal le rechazó el informe, pero le aceptó la tesis. Era Julio Castro.
En 1960 Alcira se casó con un médico mexicano, pero para 1962 ya estaban separados. No se sabe cómo ni de qué vivía entonces, pero parece claro que ya estaba inserta en el ambiente de la UNAM, en donde no tuvo casi nunca un trabajo formal, pero se las arreglaba para ir sobreviviendo con una changa acá y otra allá, haciendo traducciones del francés para algún docente, ayudando a algún alumno, arreglando los jardines y colaborando en lo que podía y le permitían, a cambio de hospedaje ocasional, charla y compañía. No se sabe por qué no hizo valer sus méritos como educadora y pedagoga, por qué no logró (o no quiso) obtener un empleo formal, una vivienda a la que pudiera llamar su casa, una estabilidad razonable dentro de la bohemia en la que se sentía cómoda y activa. Pero no hay que ser un genio de la interpretación para inferir que la salud mental de Alcira tuvo algo que ver. Brillante, cultísima, leal con sus amigos y loca por los niños, era sin embargo altamente inestable. Los mismos que la protegían y la hospedaban terminaban a veces echándola puerta afuera después de algún incidente disparatado. Ruth Peza, funcionaria de la UNAM y su amiga durante décadas, le contó a Agustín que en una oportunidad en que la estaba alojando, Alcira despertó y montó en cólera porque no encontró café. Furiosa, se fue de la casa, no sin antes inundarla. Las relaciones se rompieron durante algunos días, pero finalmente, regalando poemas y dibujos, acercándose de a poco como el zorro de El Principito, Alcira se fue haciendo perdonar. “Eso sí: a mí casa nunca más”, le dijo Ruth a Agustín.
El historiador Edgardo Bermejo Mora recuerda, en una crónica de aquellos años, que así como en la UNAM se le prodigó ayuda y cariño –a veces, hasta caer en el asistencialismo–, se le negó un tratamiento serio y sostenido para su frágil condición psíquica. Estuvo internada en varias oportunidades. En una de ellas, los estudiantes en malón avanzaron sobre el hospital psiquiátrico en el que había sido recluida por la fuerza y exigieron su “liberación”. Contra la opinión médica, lograron rescatarla y devolverla a la vida, que era también devolverla a la intemperie.
“A veces, no muchas, conseguía un trabajo remunerado, un profesor me pagaba de su sueldo por hacerle, digamos, de ayudante, o los jefes de departamento conseguían que estos o la Facultad me contrataran por quince días, por un mes, a veces por un mes y medio en cargos vaporosos y ambiguos, la mayoría inexistentes, o las secretarias, qué chicas más simpáticas, todas eran mis amigas, todas me contaban sus penas de amores y sus esperanzas, se las arreglaban para que sus jefes me fueran pasando chambitas que me permitían ganarme unos pesos. Esto durante el día. Por las noches llevaba una vida más bien bohemia, con los poetas de México, lo que me resultaba altamente gratificante e incluso hasta conveniente pues por entonces el dinero escaseaba y yo no tenía ni para la pensión. Pero por regla general sí tenía. Yo no quiero exagerar. Yo tenía dinero para vivir y los poetas de México me prestaban libros de literatura mexicana, al principio sus propios poemarios, los poetas son así, luego los imprescindibles y los clásicos, y de esta manera mis gastos se reducían al mínimo”. El retrato que Bolaño hace de Auxilio Lacouture es siempre amoroso y respetuoso, jubiloso, podría decirse. Y en el acto de retratarla a ella se retrata a sí mismo, bajo la forma de Arturo Belano, o Arturito, el poeta adolescente que se pega como una lapa a la poeta errante y la acompaña (se acompañan) en insólitas aventuras por un DF de a ratos laberíntico e infernal, de a ratos eufórico, siempre nocturno.
Encerrada en el baño, tomando el agua de la canilla y releyendo una y otra vez a Pedro Garfias, Auxilio Lacouture recuerda que una vez, inflamada de admiración, tocó a la puerta de Remedios Varo, la pintora surrealista catalana que vivía en la colonia Polanco, y cuenta cómo ella le dijo, después de un rato de escuchar a Salvador Bacarisse en el tocadiscos, que no se preocupara, que no se iba a morir en ese baño, que no se iba a volver loca: “Tú estás manteniendo el estandarte de la autonomía universitaria, tú estás salvando el honor de las universidades de nuestra América [...] lo peor que te puede pasar es que te descubran, pero tú no pienses en eso, mantente firme, lee al pobre Pedrito Garfias (ya podías haberte llevado otro libro al baño, mujer) y deja que tu mente fluya libremente por el tiempo, desde el 18 de septiembre al 30 de septiembre de 1968, ni un día más, eso es todo lo que tienes que hacer”. Porque en la novela de Bolaño se superponen las voces de Auxilio y de Alcira así como se superponen los hechos de 1968 y los de antes y los de después. Porque Bolaño construyó el sistema que habría de sostenerlo en la eternidad de los escritores inmortales (antes lo había hecho Borges con similar eficacia) y dentro de ese sistema la coronó a ella, a Alcira Soust, llamada para el caso Auxilio Lacouture, como la reina de los poetas jóvenes de México. Y el título no le podría haber venido mejor.
Agustín Fernández logró recuperar un testimonio del último día de Alcira en el baño de la facultad, el 30 de setiembre, cuando el Ejército se había retirado y las autoridades universitarias hacían el repaso de los daños. Cuenta el historiador Alfredo López Austin que cuando recorrían el edificio de Humanidades junto con Rubén Bonifaz Nuño (coordinador) y Miguel León-Portilla (director del Instituto de Investigaciones Históricas), uno de los funcionarios, al que llamaban Pastor, avisó que en el baño había una mujer. Bonifaz le pidió que “no tocara el cuerpo”, seguro de que se trataba de un cadáver, pero, para su sorpresa, Pastor avisó que la mujer estaba viva. “Alcira salió caminando por su propio pie, aunque muy debilitada. Estaba aterrada, y nos decía insistentemente que ella no estaba inmiscuida en el movimiento, sino que había ido a la torre a una ceremonia en honor a León Felipe. Me le acerqué y le dije: ‘Alcira, no somos policías. Mírame, soy yo, Alfredo’; pero Alcira seguía fuera de sí”, contó López Austin a Fernández.
El encierro le costó varios dientes, perdidos por el escorbuto. También fue fatal para su equilibrio psíquico, ya de por sí precario.
Alcira era alta y rubia, aunque el pelo se le quedó tempranamente blanco. Dice Agustín que le gustaba teñírselo, y que varios de los que convivieron con ella en un momento u otro recuerdan que ocupaba el baño durante horas para poder pintárselo de amarillo. Era una de sus coqueterías. Otra era cubrirse la boca para ocultar la falta de dientes, porque nunca aceptó ponerse piezas postizas. Desarrolló la habilidad de mover las manos o abanicarse con papeles para, graciosa y disimulada, ocultar aquel vacío que le estropeaba la sonrisa.
El escritor Hermann Bellinghausen la describe como “la omnipresente Alcira Soust. Una mujer avejentada, que siempre se cubría la parte inferior del rostro con una mano, un libro o una cuartilla de versos suyos o copiados a mano o máquina y te la ofrecía a cambio de unos centavos, una galleta, un café. Entrecana, mal peinada. Sus ojos azules y hondos mirándote derecho y luego desviándose. Todos la protegían y la evitaban. Una refugiada permanente, aunque venía del Uruguay anterior a la dictadura. Decía ser nuestra mamá. Nadie la tomaba en serio”.
Elena Poniatowska, por su parte, recuerda que en 1974, cuando, bajo un diluvio, enterraban a la poeta feminista Rosario Castellanos, muerta por una descarga eléctrica en Israel y repatriada para ser inhumada en México, se fijó en una mujer alta que, con el pelo empapado, repartía poemas de la finada. Era Alcira, que “se había tomado la molestia de escribir a máquina uno por uno y los tendía bajo la lluvia”.
José Revueltas y la deuda de México
En México 68. Juventud y revolución (1978), José Revueltas recuerda el encierro de Alcira y agradece su sacrificio.
“¡Alcira, Alcira Dios mío! Maravillosa, hermosa, qué bella y pura, qué noble, terrenal, amada, entrañable, nada de este mundo. No sé qué decirte. Te amo. Te amaré toda mi vida. Eres un ser insensato y transparente. Estarás en mi vida para siempre, en mis hijos, en todo lo que ame y toque. Nada hay más hermoso que no hayas muerto, que vivas, que seas. ¡Y te dejamos tan sola! ¡Cobardes, sucios, desaprensivos, criminales! Quiero verte y besar tu frente y tus párpados, tus pies maravillosos, tu ser tan verdadero. ¡Qué bella, qué prodigiosa, qué nube, qué agua, qué luz eres!”.
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“La conocí en el callejón de la Universidad antes de una marcha. Ella estaba sola, era anciana, alta pero encorvada, con su pelo blanco largo y despeinado, era muy extravagante, tenía un halo de locura, y creo que por eso estaba sola: la locura genera rechazo. Y creo que también por eso nació mi vínculo con ella, porque prefiero las Alciras a las ‘normales’. Siempre marchábamos juntos, era una época de muchas movilizaciones, fines de los 80 y principio de los 90, y yo iba solo a las marchas y ella estaba sola, así que nos esperábamos. Yo iba al callejón porque siempre estaba por ahí. Siempre hablaba de México; ella no era uruguaya: ella era mexicana por amor. Siempre me regalaba poemas, que aún conservo”. Así la recuerda Marcelo Otero, militante social que, hace ya varios años, la homenajeaba en Facebook con una nota y la publicación de algunos de sus dibujos-poemas y una foto en la que se la ve, blusa blanca y bolso de colores, avanzar como mirando algo hacia adentro, hacia el fondo del pensamiento.
“La última vez que la vi fue en el entierro de José Germán Araújo, en 1993”, me dice Marcelo. Ella se le acercó, lo saludó con un beso y luego se arrimó al féretro, sobre el que todo el mundo depositaba flores, y dejó un manojo de poemas. Eran sus flores.
Marcelo recuerda que siempre andaba cerca del callejón y cree que probablemente durmiera allí, cobijada entre las columnas de la Biblioteca Nacional. Dice que le gustaban mucho los niños, y en esos años había muchos viviendo allí, en plena calle. Trataba de vincularse con ellos (“nunca dejó de ser maestra”, dice Agustín), aunque no siempre con éxito. A veces se burlaban de ella, y según Marcelo el dolor de esas burlas se le notaba, aunque no dijera nada.
Alcira volvió a Uruguay en 1988. La embarcaron en un avión sus amigos mexicanos, Ruth entre ellos, después de haberse puesto en contacto con la familia para explicarle que ya no podían seguir cuidándola como antes. Que tenían que pasar la posta. Avejentada, con 64 años de edad y unos cuantos más de aspecto, desembarcó en Montevideo con una carta del médico que la había atendido en el hospital de San Rafael y con las pastillas que le habían recetado.
“Se ha llegado al diagnóstico de psicosis delirante crónica de características paranoides; cuando recibe tratamiento mejora y se controla la sintomatología, sin embargo su situación social y laboral en este país es precaria pues está bajo el cuidado de sus amigos, quienes evidentemente no pueden proporcionar el ambiente de estabilidad que la paciente requiere para su manejo a largo plazo”, dice el texto firmado por el doctor Ricardo Colin Piana, jefe de Servicio de la Clínica San Rafael.
En Uruguay, dice Agustín, su familia hizo por ella todo lo que ella le permitió hacer. “La primera noche la pasó en mi casa. Yo tendría seis años y creo que me mandaron a dormir al living. Mi hermano menor todavía no había nacido. Después se fue para Durazno con mi abuela (su hermana) y pivoteaba alrededor de la casa de mi madre, la casa de mi abuela y la casa de mi otra tía abuela, en Flores, en donde le gustaba estar en el campo”. Le tramitaron una pequeña pensión para que tuviera algún dinero propio, pero ella no era muy amiga de dejarse ayudar. A veces vivía en alguna pensión, pero pedía que si le iban a acercar dinero “se lo dejaran al bolichero de la esquina, para que ella después lo levantara”. No encontró acá algo semejante a la UNAM, pero estuvo bastante cerca de El Galpón, una institución que, como ella, se había vuelto también un poco mexicana.
Un buen día le perdieron el rastro. En la familia se empezó a correr el rumor de que se había ido a vivir a Buenos Aires con gente del teatro, aunque ahora Agustín piensa que era una idea un tanto inverosímil. Una vez llamó a su hermana (“mi abuela”) y le dijo que fuera a buscar papel y lápiz, que le iba a pasar los datos del lugar en el que se estaba quedando. “Pero cuando mi abuela volvió, ya no estaba al teléfono. Esperó toda la tarde que la volviera a llamar, pero nada. No se supo más”.
En algún momento, Marlene Yacobazzo, que había sido su alumna en la escuela rural de Durazno y que conservaba de ella un buen recuerdo, descubrió que había muerto, de una infección respiratoria, el 30 de junio de 1997, en el Hospital de Clínicas. Tenía 73 años.