No lo conocí joven. Cuando fui su alumna, en 1996, todavía sobrevivía su fama de seductor, pero no había en él ninguna actitud que no fuera directa y limpia. Gastaba entonces su seducción (que podría entenderse, por etimología, como afán de atraer y de “llevar a alguien separadamente por otro camino”) en las seis horas semanales de aula, disertando sobre Literatura Española en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Docente de la vieja escuela, formado por los primeros egresados del Instituto de Profesores Artigas (como Guido Castillo) y por intelectuales como Domingo Bordoli o Carlos Real de Azúa, confiaba mayormente el poder de la enseñanza a la transmisión oral en la clase, en la que el profesor era el protagonista, siendo su principal tarea despertar admiración y asombro, embelesar al auditorio (“suspender”, diría su bien leído Cervantes).
La voz era, en este caso, un apoyo grandioso. Cada clase de tres horas funcionaba como una conferencia, y jamás miraba un apunte ni una anotación: una introducción, supuestos desvíos, un cierre que anudaba todos los puntos y aparecía como una revelación, quedando en el oyente la impresión de una sorpresa convincente, que se absorbía como conocimiento incuestionable e indeleble, a la vez que estimulante.
El tiempo ha ido haciendo mella en ese método magistral que, justo es decirlo, funcionaba sólo a unos pocos profesores excepcionales que reunían un saber auténtico y profundo con grandes dotes comunicacionales y efectistas (el manejo de los tonos, los tiempos y énfasis, la gestualidad y actitud). Pero todos quienes hemos recibido de ese modo aquellos “análisis y comentarios” de textos, recurrimos de vez en cuando a esas verdades luminosas y salvíficas de Jorge Albistur, que admitían la posibilidad de descubrir en los textos una explicación brillante y definitiva, aunque no tan a menudo nos sintiéramos capaces de llegar a esas revelaciones por nosotros mismos. Algunas veces, incluso, nos escuchamos repitiendo, aun a pesar nuestro, sus opiniones y modos de decir, como ocurre con los grandes maestros.
Si su discurso oral funcionaba en sus clases de los años 90 como un texto premeditado (aunque es probable que no lo fuera, que ya sólo el saber y el oficio de años le permitieran “construir” esas clases en el aire), en sus textos siempre hay una distensión antirretórica que los acerca a la oralidad. El artificio, el control exacto, no se advierten en su escritura –aunque sin duda la sostienen–, que fluye afable hacia el asunto, llevada siempre por el tono jovial y la fuerza que busca lo diáfano y certero, encontrando además en toda temática la implícita celebración del vivir. Todo esto venía apoyado en una especie de optimismo melancólico, un cristianismo bueno, un espiritualismo antirreligioso, tan noventayochista, que conservó de sus orígenes.
Fue crítico de literatura para la prensa periódica, escribió libros de ensayo literario, especialmente enfocados para profesores y estudiantes de profesorado, pero aptos también para un público general, aunque enterado. Muy leído, consultado y reeditado ha sido su libro Literaturas del siglo XX (1986), una panorámica crítica que requiere, como toda buena divulgación, una enorme cantidad de lecturas y una capacidad de síntesis y reflexión que organice, mapee y proponga interpretaciones. Incursionó en ensayos sobre temas más generales y en 2015 se animó con un volumen (En tiempos de incertidumbre) que toma en cuenta, además de la perspectiva humanística, la ciencia y la tecnología, para rodear el concepto de incertidumbre, como marca de estos tiempos.
Como uno de los pocos especialistas que Uruguay ha dado en la obra de Cervantes, en los últimos años fue muy convocado por los homenajes a los centenarios de las grandes obras cervantinas. No creo que nadie que lo haya escuchado en estas últimas conferencias públicas no las haya recibido con el mismo impacto que sus estudiantes de otra época, porque mantuvo intacto el poder de fascinación y la capacidad de dirigirse a los distintos niveles de público, conmoviendo a todos. Fue capaz de mostrar un Cervantes siempre cercano, siempre distinto y vigente, interpelante de la realidad social, revelador agudo y piadoso de las debilidades humanas.
En abril de 2018 invité a Albistur a aportar una contribución para un libro colectivo sobre el Persiles, la obra póstuma de Cervantes, cuyo prólogo, firmado luego de su extremaunción, contiene una despedida y un breve ars moriendi.
Albistur, fiel a su estilo, armó una reflexión sobre sus lecturas de Cervantes, como un circuito perfecto que se abre y cierra con sendas citas de Friedrich Nietzsche. Para terminar eligió, como él mismo ha explicado, “una sentencia jubilosa que expresa un deseo ilimitado, desbordante, una esperanza absurda pero asombrosamente llena de energía. Nietzsche manifestó esta escandalosa satisfacción con el más acá: ‘¿Era esto la vida? Bueno, ¡que venga otra vez! No sabemos si será nuestra última frase en la muerte, pero sí por lo menos en la conclusión de este escrito’”.
Quisiéramos despedirlo con otras palabras, estas de Cervantes, también tan “absurdas” como escandalosamente “llenas de energía”, que bien podríamos suponerle a él en sus últimos días: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!” (Persiles, abril de 1616).
Obra destacada
El rumor de las hojas: libros y reflexiones (Montevideo: Banda Oriental, 1966).
Leyendo El Quijote (Montevideo: Banda Oriental, 1968).
Guimarães Rosa. Análisis de cuatro cuentos (Montevideo: Banda Oriental, 1978).
Literaturas del siglo XX (Montevideo: Editorial Técnica, 1986).
La enseñanza y sus contextos: memorias de un inspector (Montevideo: Banda Oriental, 1995).
El hombre en el fin de la historia (2009).
Grandes novelas del siglo XX (Montevideo: Banda Oriental, 2014).
En tiempos de incertidumbre (Montevideo: Banda Oriental, 2015).