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Ignacio Suárez.

Foto: Ricardo Antúnez

El hombre que fue canción: entrevista con Ignacio Suárez

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Quien alguna vez, desde una radio al pasar, haya escuchado la voz de Alfredo Zitarrosa o la de Elsa Morán, quien haya escuchado a Fernando Cabrera o a Yamandú Palacios soltar sus voces sobre las manos bien agarradas al mástil de las guitarras, quien haya visto a Gustavo Nocetti, a Dino o a Carlos Alberto Rodríguez quizá haya tenido la suerte de encontrarse con los versos de Ignacio Nacho Suárez. Poeta de la canción popular uruguaya, hacedor y caminante de madrugadas montevideanas y uruguayísimas, ha sido cantado hasta por Mercedes Sosa, y lo cierto es que sus canciones tienen, cada vez, un vuelo propio. De hecho, alguna de ellas recaló, como cita, en la última novela de Lalo Barrubia.

Aunque también fue conocido como el periodista al frente de éxitos televisivos y radiales como Un día en la vida, que se emitía por TNU, o el programa de radio La cofradía de la luna, en el que tantos nocheros encontraron un apalabrado compañero de desvelos, la verdad es que ha vivido siempre en el inconsciente uruguayo en aquel cantabile per tutti que dice “...la soledad, con el alcohol...” al comienzo del estribillo de “Los boliches”, una milonga ciudadana estrenada por Yamandú Palacios, compositor de la música, en el LP Poeta al sur, de 1972. Desde ese momento Nacho Suárez se clava como un hito en la tanguez montevideana, y en la voz de Alfredo Zitarrosa encuentra un empujón que crece y crece hasta hoy, como un infinito eco.

Como podría decir su amigo Horacio Ferrer, Nacho bien podría haberse escapado de algún poema de Tuñón, por lo vagabundo y por lo dandy. Cuando uno habla con él se da cuenta de que está frente a un atorrante delicado, que supo esa forma bruja de mezclar la noche con la academia y el libro clásico con la milonga bordoneada de la viola más criolla. Entonces, claro, aparece un auténtico bohemio, un trotacalles que supo encontrar la madrugada mil veces junto a Enrique Estrázulas y Washington Benavides, o que habitó la voz del Pepe Guerra y le alcanzó su mañanero gin fizz a Vinicius de Moraes en Punta del Este. También escribió para diversos medios cuando las máquinas ponían la tinta y los periodistas la piel, y se lo pudo leer como crítico y cronista. De paso, se coló como protagonista en poemas de Ferrer, de Estrázulas, de Miguel Ángel Olivera, en algún cuento de Hugo Burel.

Entre sus libros podemos encontrarnos con Casi tango: poemas rotos (Rumbo, 2007), Los pájaros azules y otros tangos (Botella al mar, 2009), A pura vida y otras milongas (Botella al mar, 2015), que ya lleva tres ediciones, y el más reciente, Postal montevideana (Postal de poesía, 2019), en la colección que tiene como editor y curador al poeta Diego Techeira, y que espera una siguiente edición. Condensada manera de ver la poesía, en ese libro aparece casi todo el panorama cultural uruguayo, ya sea en forma de protagonistas o de destinatarios. Y ofrece una ética y definición de lo poético: “...es lo que queda / flotando en el silencio de las almas / ese pájaro suelto / al final de un poema”.

Llegamos hasta la Asociación General de Autores del Uruguay, a la oficina en la que trabaja junto a su hijo, el cantautor y pianista Maxi Suárez, para hacerle a Nacho algunas preguntas. Aparecen citas constantes a otros poetas uruguayos, anécdotas, versos inéditos y aprendidos de memoria, incorporados como historias del ejercicio poético. Una agenda sin horarios y con muchas anotaciones, milongas que se le escapan al “último dandy”.

Parafraseando un verso de la canción “Poeta al sur”, te pregunto: ¿es “gris oficio el de poeta”?

Sí, “deber y culpa, tal vez”–dice Nacho, continuando la estrofa–. ¿Qué pasaba en ese momento? Por ejemplo, en el comienzo de una canción que hacíamos entrados los 70 con Yamandú Palacios, decíamos: “Compañeras, compañeros / bajo la tierra estaré / si me sorprende una bala / buscando el amanecer”. Entre otras cosas, ese “bajo la tierra” era porque se estaba haciendo un túnel para que escaparan una pila de tipos, presos políticos. ¿Dónde están el deber y la culpa? Con [Miguel Ángel] El Cristo Olivera lo hemos hablado muchas veces cuando compartíamos la experiencia maravillosa de ese Grupo Vanguardia (años 60); esa época fermental hizo que uno sintiera a veces también la culpa de no estar en aquellos lugares donde, de pronto, estaban los que habían asumido una actitud de transformación de la realidad quizá más valiente que la de uno. ¿Por qué sigo insistiendo con este oficio inútil? Porque no tengo más remedio. Quizá la función de los poetas sea ayudar a vivir mejor, un poco más poéticamente la vida.

Y para la creación de este último libro, Postal montevideana, hubo una magia entre Diego Techeira, el editor, y vos, gracias a Washington Benavides...

Totalmente. Este libro está hecho fundamentalmente a pedido de Benavides, del Bocha. Está mencionado al principio, dedicado a la memoria del Bocha así como a mi familia más directa, porque él integraba esta colección y me pidió que yo la integrara también. Pero no se quedaba en eso: llamó a Diego para que me editara. Los poetas somos casamenteros, nos gusta juntar a la gente. Hay tipos que se especializan en lo contrario. Nosotros fuimos, en algún momento, medio “nerudianos”, pero después formamos una especia de logia, de fraternidad, de cofradía entre los que amaban a Vallejo. César Vallejo fue para nosotros –para Salvador Puig, para Enrique Estrázulas, para tantos hermanos de la época– un casamentero, nos unió y nos unía. Como dice uno de los pocos poemas de [Mario] Benedetti que me gustan, “como se hacen seña con la luz los autos de la misma marca”. Si te gusta Vallejo, sos de los míos. Algo tenemos en común, que no hemos hablado pero ya lo vamos a hablar, me voy a reencontrar contigo aunque sea la primera vez que te vea. A diferencia de otros, con los que no podés encontrarte aunque te veas todos los días. Vos sentís que no estás solo en esta ardiente paciencia. Debemos ser de la misma marca, y terminamos siéndolo. La poesía te permite jugar, en ese patio atemporal de la memoria, con tus padres niños, o me permite tomar un trago con mi nieto, aún niño.

Esa cofradía de poetas que mencionabas, ¿se juntaba por la necesidad de compartir algo?

De compartir todo. Como te decía antes, función de la poesía es intentar ayudarnos a vivir poéticamente. Entonces, cuando te mamabas hasta las patas en un boliche con un tipo y descubrías que, a pesar de eso, o después de eso, era tan sensible y exquisito como cuando lo leías, teniendo en cuenta que también el alcohol en su llave liberadora te permite ver al imbécil que alguien esconde adentro; cuando te encontrabas con el hermano en la alta noche, es porque ese hermano era de verdad; de ahí viene ese verbito que es compartir. ¿Para qué fue hecha la vida sino para compartirla? Pero, ¿con quiénes? Con aquellos que tienen valores, sensibilidades, compromisos parecidos. Y no hablo sólo de compromisos políticos, que también fueron importantísimos y lo siguen siendo, porque si hemos venido a la vida es para intentar incidir en ella, y si no la conocés, ¿en qué vas a incidir? La poesía también cumple el rol de interpretar la vida para incidir en ella, para cambiar el mundo, que es a lo que hemos venido. No es lo mismo el mundo después de Los boliches, no es lo mismo después de Romancero canyengue [de Horacio Ferrer], después de Romancero gitano [de Federico García Lorca], después de los poemas de amor y la canción desesperada de Neruda, de los Poemas humanos [de César Vallejo]. ¿Quién puede decir que el mundo es el mismo después de leer a Vallejo? Un muerto, alguien que no lo leyó. Y la palabra, la palabra dicha, la palabra oral, en las radios, las palabras. Siempre quise ser una especie de vínculo entre la gente que tiene algo para decir y aquel que está necesitando escuchar, y yo creo que ahora, más que nunca, esa es la misión del periodismo, de la poesía. La palabra. Es vincularnos en tiempos de desastres, de tsunamis, de catastrofismos y de medios de comunicación que nos incomunican. El arte es esa patria sin ayer ni hoy ni mañana donde compartimos con los que se murieron e incluso con los que no han sido. Ese es el compromiso de la palabra: que los jazmines vuelvan a oler bajo el verano de nuestra infancia, en mi patio como en el tuyo.

Dentro del oficio de poeta también elegiste el arte de la canción...

Fue muy difícil para mí. Mis abuelos estuvieron enfrentados en Masoller, las dos palabras que ubican el enfrentamiento de ellos eran “patria” y “república”. Y tenía un enfrentamiento cultural, también, entre la familia materna, que venía del concepto de la cultura “de libro”, y la familia paterna, que venía del espectro cultural del campo, de la cultura “de la sangre”, como yo le llamo. Y las canciones estaban vistas como por sobre el hombro. Yo recuerdo recitar desde la ventana de la casa solariega el Tabaré o La leyenda patria, de Juan Zorrilla de San Martín, y “cayó la flor al río / los temblorosos círculos concéntricos / balancearon los verdes camalotes / en el silencio del juncal murieron...”. Dentro de eso, la canción estaba mal vista, como estaba mal vista la murga, o los cantores criollos, o el fútbol. Eran cosas populacheras. Hasta que descubrí que la canción podía ser algo que no hiciera concesión alguna con la poesía. Eso lo decían Estrázulas y Zitarrosa, allá en 1972. Entendí que para la poesía de una canción había que subir al pueblo, no bajarlo, y se sube a través de la sensibilidad. Nosotros queríamos acercar el tango al canto popular que, en ese entonces, estaba muy marcado por las canciones de proyección folclórica, fundamentalmente argentinas. Yo vi gurises que se sacaban los mocasines pocitenses y se calzaban las alpargatas para participar en un espectáculo de canto popular. Había una vivencia ciudadana que el canto popular no estaba rescatando; con Poeta al sur acercamos el tango a esa corriente.

En una entrevista con Gabriel Soria, en Buenos Aires, dijiste que habías hecho cosas para vivir y cosas para ganarte la vida, ¿lograste que coincidieran?

Sí, con gran dolor y dificultad. Yo vengo del siglo pasado y de diferentes etapas políticas del Uruguay. Y sin que nadie me lo pidiera asumí una especie de misión que era la de romper con tanto silencio, y lo hacía con mis cófrades, hablando, por ejemplo, por la radio, de cosas que nos tocaran realmente el corazón, para que no sólo se hablaran pelotudeces. Y me he pasado la vida para entender que yo soy el que estoy. Soy el que está ahora contigo; no el que fui, ni el que seré. Soy el que estoy, acá, entero. Estoy acá muriéndome, compartiendo la moneda del pobre que es la vida, como diría Líber Falco. Eso es lo que yo he hecho en la radio, por ejemplo: ir a compartir la vida; con errores, con aciertos, con sueños, sin miedo a caer en la cursilería, porque cuando incorporé –para mí– la canción en el estatus de la poesía escrita, aprendí a respetar la creación del hombre, la cultura. En la última entrevista que le hice a Rubén Lena le pregunté qué era la cultura y me respondió: “Todo lo que hace el hombre”. Cultura es todo lo que hace el hombre, entonces, para defenderla tenía que proyectar en los medios de difusión todo lo que hace el hombre. Yo empecé en la televisión siendo un antihéroe; no tenía le physique du rôle, como dicen los franceses, ni las pilchas, ni la voz, ni la cara, ni era el hijo de nadie. ¿Por qué hacía eso? Porque la diferencia entre un coleccionista y un comunicador es que el coleccionista puede despertarse a las tres de la mañana y, en su soledad, disfrutar casi onanísticamente los tres mil no se qué que tiene, y el comunicador no puede, porque en su angustia, necesita despertarse a las tres de la mañana y codear a alguien para decirle “pero mirá esto, pero escuchá esta música, pero mirá este poema”. El comunicador necesita comunicar para que alguien viva y vibre con él; incluso para ser útil, ya que tanto hablamos del utilitarismo y hasta lo levantamos como bandera filosófica y política. Y capaz que hago esto para ayudarte a sufrir, para llorar, pero lo hago para vos, que sos mi semejante. Eso se reafirmó mucho en La cofradía de la luna, programa que hice en épocas muy duras. Y también he llegado hasta a relatar un desfile de modas que Cristina Morán no podía cubrir, y yo qué iba a hablar de las modelos, pero si había una chica vestida de verde ahí decía “verde que te quiero verde”, y bueno, me seguían contratando, era algo diferente. Pero nunca salí a vender chorizos, no porque estuviera mal, sino porque creí que había que defender el espacio que, poco a poco, o mucho a mucho, habíamos ganado. He pasado muy bien, mucho más de lo que merecía, y otras veces, muy mal. Pero defendí el hecho de que si alguien creía en mí por lo que decía, no viera luego a alguien vendiéndole un chorizo que, además, estaba podrido. “Cómo te voy a contratar a vos”, me han dicho, “con lo caro que debés ser”. Y para mis adentros, para uno de los tantos que soy, pensaba “qué bien me hubiera venido el uno por ciento de lo que pensabas pagarme” ese día que, a lo mejor, no había comido o necesitaba diez pesos para llevarle la leche a mi hijo chico. Plata que a veces me la prestaban las muchachas perfumadas de la noche o los mozos de los boliches. A veces costó mucho hacer coincidir lo que me hacía vivir con lo que me hacía ganarme la vida. Hice surf sobre olas jodidas, pero he podido.

Y como periodista, ¿cómo ves el periodismo hoy?

Tengo varias cofradías, pero tengo un grupo, el de los “periodistas jurásicos”, y he oído a muchos amigos añosos diciendo que ojalá pudieran transmitir algo de lo que han vivido a las nuevas generaciones. Tuve una productora, Ignacio Suárez Producciones, que luego no pude mantener, pero con la que hicimos unas cuántas cosas, y ahí recibía, en un edificio de la plaza Cagancha, a alguna magíster, licenciadas o licenciados que venían de Madrid o de no sé dónde, con conocimientos que yo más que cuestionar, envidiaba, porque nosotros tuvimos que formarnos como periodistas robando oficio, y eso te quita mucho tiempo. Creo mucho en la formación académica, sería absurdo negarlo, pero en esa mixtura que hablaba hoy de la cultura con mayúsculas y con minúsculas –como si hubiera diferencia– también creo en las vivencias. Entonces les preguntaba a algunos de los que llegaban con sus títulos debajo del brazo de dónde venían en ese momento; si venían de 18 de Julio y Ejido y preguntaba qué habían visto, qué había en el trayecto, la respuesta siempre era “nada”. Creo que por compromiso con las generaciones que nos formaron a nosotros, teníamos mucha vergüenza de no saber y una exigencia enorme para con el mundo y con nosotros, una exigencia que a veces también nos permitía quebrarnos. Antes queríamos saberlo todo y a veces nos castigábamos mucho; luego entendí que debimos permitirnos quebrarnos más, como todos.

También comentaste, en un entrevista con Alberto Silva, que la cultura aporta al país más de lo que la gente cree; ¿más que otros sectores “tradicionales”?

Absolutamente. Desde mis comienzos en los años 60 en la televisión oigo repetidamente “Nacho, déjese de joder con eso de la cultura, por favor”, dicho por jefes, directores y demás deudos. Una vez estaba en Buenos Aires, me estaba haciendo una entrevista Hugo Guerrero Marthineitz, de El show del minuto, y en determinado momento me dice: “Vamos a decirles a los porteños, nosotros que venimos de afuera, la maravillosa ciudad que tienen: ¿qué cosa le asombró a usted la primera vez que vino?”. Le contesté que me sorprendió que los buzones realmente fueran carmín, como en el tango, y que eso yo ya lo sabía. Y siempre pongo ese ejemplo. Hay cosas que sabemos, pero que no sabemos que sabemos, gracias a la cultura, que nos permite vender un país. Y la cultura tiene enorme vínculo con la industria turística, por ejemplo, de integración y desarrollo, que es fundamental. Por eso, mientras tengamos gente que cree que es gastar plata el hecho de invertir en la cultura, vamos para la mierda, por la sencilla razón de que no saben y no conocen. Si tuviéramos la posibilidad de que el uno por ciento de los turistas que vienen a Buenos Aires cruzara para ver la casa de Julio Sosa en Canelones o el San José de los Canaro, otro gallo cantaría. Y ni que hablar de “La Cumparsita”: estaríamos vendiendo más zapatos para tango, y más churrasco y lo que fuera. La cultura da mucho trabajo al país, ayuda mucho. Esto que estamos haciendo, esta charla nuestra, en este momento a alguien le está favoreciendo, alguien está ganando. Entonces la importancia que tiene la cultura es absolutamente fundamental y genera mucho más dinero que industrias tradicionales que, toda la vida, y lo sé porque vengo de ahí, han llorado cundo ganan y cuando pierden.

Sabiéndote creador y hombre de tango, te digo, “decime quién sos vos”...

Yo soy aquella mascarita. Yo soy varios. La buena noticia es que se puede lograr un equilibrio inteligentemente sensible, de tal suerte que nos podemos divertir mucho entre todos nosotros. Soy varios que se andan buscando, y cuando se encuentran, siempre tienen tema para charlar.

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