Nacida en Córdoba, en 1954, María Teresa Andruetto es una voz reconocida en la literatura argentina actual, con una obra en la que problematiza la escritura y la literatura, desde la que ha hecho valiosos aportes al debate en torno al campo de la literatura infantil y juvenil (LIJ), pero también de la lengua. Fue una de los fundadores del Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil, que funcionó entre 1984 y 1995 en Córdoba, y que fue un ámbito fermental de reflexión y actividad de la LIJ a la salida de la dictadura. Entre sus libros se destacan las nouvelles Stefano (2001), La niña, el corazón y la casa (2011), las novelas Tama (2003), La mujer en cuestión (2009), Lengua madre (2010) y Los manchados (2015), los poemarios Palabras al rescoldo (1993), Pavese (1998) y Sueño americano (2009), y una vasta obra para niños y jóvenes que incluye Huellas en la arena (1998), El país de Juan (2003), El árbol de lilas (2006), Solgo (2011) y el más reciente Clara y el hombre en la ventana (2018), entre muchos otros. A su obra de ficción se suman varios ensayos en los que pone en cuestión y reflexiona acerca de la literatura, como Hacia una literatura sin adjetivos (2008) y La lectura, otra revolución (2012). En 2012 obtuvo el premio Hans Christian Andersen, el máximo galardón en el ámbito de la LIJ. En su escritura, que se caracteriza por un trabajo amoroso y minucioso de la materia lingüística, que se manifiesta como una fuerza poderosa, bucea en heridas hondas y se apropia de la particularísima voz de cada personaje, de su singular sonoridad.
Andruetto estuvo de visita en Montevideo, donde participó en el Tercer Encuentro “Entre libros y maestros”, organizado por la editorial Penguin Random House en la Biblioteca Nacional, y aprovechó la ocasión para presentar la reciente reedición de El país de Juan (2018, con ilustraciones del uruguayo Matías Acosta) y su libro de cuentos No a toda la gente le gusta esta tranquilidad (2019), y se hizo un ratito para conversar con la diaria.
El país de Juan tuvo su primera edición en 2003 y la segunda en 2018. ¿Se podría ver como una metáfora de Argentina?
Sí, porque lo escribí en un contexto, en un momento que después, con los años, parecía de otro tiempo: como si el libro hubiera salido evocando una cosa lejana que, de pronto, se volvió otra vez muy actual. Uno quisiera que no fuera así. El desarrollo de nuestras vidas –me refiero a Argentina– en lo económico, en lo social, en la distribución de los recursos para los ciudadanos, tiende a volver de un modo cíclico, como la misma novela plantea. Se pierde, se mejora, se vuelve a perder. Indudablemente, como sociedad no hemos aprendido a pensar mejor y a defender mejor la cosa pública.
De alguna manera, el final es una reivindicación de la tierra, de las raíces.
Mientras lo escribía, ese verano estábamos mudándonos al lugar donde vivo ahora, un lugar más rural que aquel en el que estábamos, y eso se mezcló. Pero hay una idea que aparece ahí, que a mí me atraviesa profundamente. Yo me he criado en un pueblo y he vivido casi siempre en pueblos pequeños, cerca de la ciudad o no tan cerca, en lo que sería el interior del interior. Muchas veces veo que hay esa ilusión de la ciudad: en la ciudad se está mejor, hay de todo. Y bueno... hay de todo para algunos, y a veces sucede que las personas que tienen un saber en sus lugares, que sirve para esos lugares, en la ciudad se pierde. Por ejemplo, en el lugar donde vivo hay gente que conoce de caballos, del trabajo en cuero para hacer riendas, lazos; esos haceres, esos saberes, en una ciudad no sirven. Siento que a veces, si se queda en su propio lugar, a uno le va mejor, en la medida en que hay una red que sostiene.
La ciudad aparece como una promesa que no se cumple.
Es una idea muy profunda que creo. A veces me han preguntado de dónde viene. Mi papá era un inmigrante, un italiano que vino a la Argentina en 1948, después de la guerra. A él no le fue mal: tuvo un buen trabajo, hizo una pareja bonita con mi madre, tuvo sus hijos, su casa. Sin embargo, yo sentía que nada de eso alcanzaba para cubrir la tristeza por el desarraigo. Y esto vale tanto para la migración de un país a otro como para la migración de los lugares rurales a las ciudades. En la Argentina hubo un aluvión muy importante en la época del peronismo: la gente se iba de sus lugares hacia la ciudad; allí eran despreciados por negros, por originarios, por pobres.
Esto, de alguna manera, se vincula con algo que decías en tu discurso en el Congreso Internacional de la Lengua Española, el año pasado, acerca de poner en cuestión esa centralidad del español y de tener en cuenta que el español de los americanos es mestizo e impuro.
Esa es la riqueza, ese mestizaje cultural. Más allá de que soy descendiente de inmigrantes –mi papá era piamontés, así como mi mamá y su familia–, soy mestiza culturalmente. Todos lo somos, porque vivimos en una sociedad cuya cultura es mestiza, y ahí hay riqueza. Por una parte, me crie como la hija de un inmigrante en cuya casa la palabra era que fuéramos de acá [de Argentina], que no fuéramos las hijas de un italiano, sino argentinas. Supongo que era el deseo de que fuéramos de alguna parte, que arraigáramos, porque el desarraigo había sido tan fuerte, que generó ese deseo de identidad. Por otra parte, en algún momento de mi vida la vida me llevó a estar muy próxima y muy compenetrada con gente del noroeste argentino, donde hay mucha presencia originaria y negra: está muy escondida la presencia negra en Argentina, pero existe.
Ese deseo de tu padre de que fueran argentinas ha sido un poco el proceso, también acá, de los inmigrantes, que los llevó a perder la lengua madre en la segunda generación, por ejemplo.
Era una necesidad de sobreadaptación de la migración pobre, en realidad. Porque en el caso de Argentina, los italianos, los gallegos, son las inmigraciones aluvionales pobres de toda pobreza, campesinos; en cambio, hay otras que han sido más específicas, artesanos franceses, alemanes o ingleses que llegaron más en comunidad y que mantuvieron más la lengua. Los italianos lo hicieron menos, entre otras cosas porque ser descendiente de italianos en Argentina casi no sería ser inmigrante, de tan grande que es esa inmigración. Pero claro, algunos añoran una Italia que se supone que era maravillosa, pero que no sería tan maravillosa porque se vinieron...
En tus libros, y en particular en No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, la lengua aparece permanentemente como protagonista.
Tiene que ver con todo esto que te digo. De dónde es uno. Uno habita un país, una cultura, un territorio, pero habita sobre todo una lengua. Y esa lengua está marcada por toda esa diversidad y esas penetraciones, violaciones, abrazos, entrelazamientos entre lo que ya había, lo que llega, las distintas modalidades. Me interesa mucho la música de la lengua, porque por ahí la gente de otro país va a Buenos Aires, pero Argentina adentro –en La Rioja, en Jujuy, en Catamarca– hay unos usos de la lengua muy distintos de los que hay en Buenos Aires, en la llanura productiva cordobesa, en Santa Fe, en la Patagonia... ¿Por qué? Porque hay distintas imbricaciones, enlazamientos, influencias. Por eso, también, la lengua no sólo no es una en España, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú, sino que tampoco es una sola país adentro. El castellano donde me crie tiene un sustrato fuerte de piamontés, de dialectos italianos, y también de lenguas originarias, pero no es igual, aunque nos entendamos, al que encontré en el oeste cordillerano, donde no solamente hay una marca indígena fuerte, de distintas etnias, sino también la marca de un español más arcaico, muy elegante, que en otros lugares se ha perdido. No hay uno mejor que otro, son distintos modos de manifestarse. Por eso me interesan las hablas. Un personaje, un narrador, es su habla. No hago hablar a nadie que no haya oído en mi interior. El lector tiene que comprender todo de ese personaje a través de su modo de decir. El tono, la atmósfera, la velocidad, la pausa, el apremio, lo sutil, lo melancólico, lo eufórico, son todos matices de la lengua que uno puede encontrar para hacerle decir a un personaje su verdad. Todo es eso, esa conjunción, porque lo que se dice está en el cómo se dice. No hay una historia y después un modo de contar, o al menos mi proceso de escritura es así. Uno va encontrando lo que cuenta cavando en la lengua.
Solés definir la escritura como un lugar de disenso.
Como un lugar de disenso y como un lugar de desvío. ¿Con respecto a qué? A lo esperado, a lo esperable, a lo que debe ser, a lo políticamente correcto. Por eso creo en la lectura como una práctica, y la importancia de la construcción de lectores radica en que en la literatura, o en esa relación del lector con lo que lee, hay una forma de resistencia a una imposición de pensamiento global, único, a unos modos de pensar estandarizados. Muchas veces somos hablados por otros, por los medios de comunicación o lo que fuere, y así es como decimos en contra de nosotros mismos; incluso, a veces votamos en contra de nosotros mismos, porque no hay un detenerse a pensar. La literatura nos puede ofrecer un poco de eso, un espacio para poner en cuestión ciertas cosas, un espacio para entrar en disenso. Porque, ¿qué hace un escritor con respecto a su potencial lector? Lo obliga a correrse de sí para mirar desde otro ángulo, el ángulo del narrador, del personaje, de quien cuenta esa historia. Entonces uno, mirando desde el lugar del otro, quizá pueda entender –porque el narrador es la conciencia del relato– que hay otro que puede tener una conciencia diferente de la nuestra, que nos permite mirar el mundo de otra manera y ampliar y descubrir que hay otros modos.
Decís también que la ficción es una manera de mirarnos a nosotros mismos.
Hay que preguntarse para qué existen las ficciones, para qué existe la literatura, para qué existen los relatos. Donde hay una sociedad, donde surge un grupo humano, hay un relato, hay un mito que cuenta, que habla sobre cómo esa sociedad se formó. Entonces, ¿qué sería la literatura de un país, más allá de los libros? Sería los distintos modos en que una sociedad elige contarse a sí misma para construir, en la suma de relatos, el relato de la identidad. Es una suma de relatos divergentes, complementarios, superpuestos, opuestos. Ese conjunto haría el modo, o los múltiples modos, en que una sociedad se mira a sí misma.
¿Qué me podés contar de tu participación en Quien soy/Quién soy, sobre un tema que es una herida en la historia de nuestros países?
El tema de la dictadura aparece en varios libros míos: en La novela en cuestión, en varios cuentos de Cacería, en un par de No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, en Lengua madre, en Los manchados. La editorial Calibroscopio, que además son gente amiga y editores queridos, en una articulación con Abuelas de Plaza de Mayo, pensó en la ficcionalización de cuatro historias de nietos recuperados. Me lo propusieron y, aunque no suelo trabajar por encargo, acepté porque tenía un acuerdo absoluto con el tema y la propuesta. Y eso fue exactamente el problema a la hora de escribir, porque cuando escribo estoy movida por algo que me hace ruido, que me aparece como un disenso, y acá no tenía disenso, sino acuerdo. Demoré mucho. Creo que fui la que más demoró en entregar. Varios enfrentamos dificultades por distintas razones, una de ellas era que son unas historias tremendas que dan para una novela, entonces ¿cómo tomar un solo episodio? Tenían que ser de nietos reales, que a su vez ellos accedieran a contar y a que se contara algo de sus vidas, y que no fueran los más conocidos. Por una sucesión de cuestiones, tomé la historia de los mellizos Marcelo y Victoria Ruiz Dameri. Me costó mucho, pero encontré una veta en el gusto de Marcelo por los autos. Él es un nieto que, en ese momento al menos, no era militante por los derechos humanos y tenía un discurso muy desacatado, llamémosle. Yo agradecí que fuera así, porque eso me permitía encontrar alguna fisura. Su fascinación por los autos le permitía recordar que él iba en un auto con alguien de la mano, que era su hermanita, que recuperó su identidad mucho después –él fue uno de los primeros– y luego el auto del médico que lo lleva a una casa... Que él recordara tanto eso me permitió encontrar un hilo que no fuera del deber ser. Me quería correr de ese lugar de un discurso de derechos humanos, a la vez que quería colaborar con la causa. Fue un equilibrio delicado. Me costó mucho, creo que fue una de las cosas que más me han contado, justamente por esa razón. Estoy contenta de haber participado porque ese libro permite mucha discusión sobre esa tragedia nacional en escuelas... La historia que más me gusta es la de Iris Rivera en la que la niña habla con Athos, el perro. Me parece que ahí ella encontró una narradora muy interesante y esa contraparte, que sería este perro, al que ella le puede decir cosas le permite contar la historia.
¿Cómo ves la LIJ en la actualidad?
Voy a hablar de Argentina, que es lo que más conozco. Hay un crecimiento muy grande del campo de la literatura infantil y juvenil, tanto del campo teórico, las discusiones, como de la producción misma. Por supuesto que hay de todo. Todavía hay mucho predigerido, esta cosa que se habla de un libro que tiene que dar una enseñanza. Lo que pasa es que han cambiado las enseñanzas; es el libro de ficción utilizado como un espacio de militancia para buenas causas, las causas que fueren. Eso siempre es un peligro, un riesgo, porque para eso hay otras cosas: los libros informativos, las conversaciones con un maestro, con un profesor. Es importante el grado de opacidad que tiene la ficción, porque permite desplegar distintos sentidos de un texto. De todas maneras, en la calidad literaria hay un crecimiento muy grande, así como en la calidad de la edición y en la calidad de la ilustración. Creo que hay algunas zonas más peligrosas. La presencia de nuevas formas de moralidad que pongan en retirada la escritura, la literalidad de los libros, la sugerencia de los textos, en función de las buenas causas, es una zona de riesgo. Otra zona de riesgo es la producción con el ojo demasiado puesto en el cliente cautivo que sería la escuela: producciones que van en busca de cubrir los requerimientos de la currícula escolar, poniendo también en riesgo la capacidad de sugerencia de los textos. Y por último, creo que dado el poder maravilloso de la imagen y el trabajo espléndido que en Argenina hacen los ilustradores, es necesario cuidar que eso no esté al servicio de “nada”, en el sentido de que a veces la capacidad de ilustración de esos artistas se usa para imágenes sin narratividad al servicio de escrituras muy pobres. Se corre el riesgo de que un libro ilustrado, en lugar de ser un cuento o un libro álbum, se convierta en una exposición de hermosas imágenes. Esas tres son las zonas de riesgo a las que, a mi juicio, uno debe estar atento.
Hay un exceso de cuidado al lector niño.
Esa sobreprotección. Hay que pensar que un libro habla de distintas maneras a los lectores, y uno no tiene que pensar en un libro para todos los lectores ni para muchos lectores, ni de tal edad ni de tal otra, porque el encuentro de un libro con sus lectores es siempre misterioso. Hay libros maravillosos que tienen un caudal de lectores no tan grande, pero eso no invalida su belleza. En otros casos pueden ser más masivos. Depende de muchas cosas: del costo de edición, de la calidad de la edición, de si tiene ilustraciones o no. Hay un avanzar, a veces, sobre la posibilidad de sugerencia que tiene un texto en busca de un lector garantizado. Pero no hay un lector garantizado; no debiera haberlo. Hay fenómenos de mercado, pero eso no siempre se sostiene en el tiempo, me refiero al verdadero encuentro con el lector. El mediador verá qué ofrece y si en ese ofrecimiento el otro entra. Un buen libro es un libro que no se gasta, que se sigue leyendo y sigue diciendo cosas, aunque haya sido editado hace 20 años. Estamos también en un mundo en el que importa la novedad y una cosa tapa a la otra, pero no necesariamente la novedad es lo bueno ni necesariamente la novedad es novedosa: hay novedades editoriales que son más de lo mismo y que no son novedosas para nada.
Hablás de la literatura como intemperie.
Y, sobre todo, de la importancia de la dificultad en los procesos de construcción lectora. Me interesa ver si podemos pensar algo más que lo rápido, lo fácil. Convertirse en lector, en un buen lector, en un lector que a veces lea a contracorriente y que entre en desvíos y en disensos, nunca ha sido algo sencillo, siempre implica un esfuerzo intelectual. Entonces, trabajar para que otros sean lectores es también ayudarlos a hacer ese tránsito, que no siempre es sencillo, que entraña cierta dificultad, y que en la dificultad encuentra su belleza, su recompensa. Convertirse en lector no es sólo una cuestión de cantidad de libros, sino del modo en que se lee, de la intensidad con que se lee. En Argentina hubo una conferencia muy interesante de Graciela Montes, que se llamó “El placer de leer. Otra vuelta de tuerca”: frente a una lectura moralizante o pedagogizante que abundaba hasta los años 80, más o menos, luego vino una idea de la lectura como algo placentero, que hasta ahí está bien, pero también es vista como algo cómodo. La comodidad se volvió tan frase común, que se dejó de lado el desafío y el intenso aprendizaje que implica convertirse en un lector perspicaz. Se ha repensado socialmente eso de diversas maneras, y yo voy por ahí. Hay que salir de la comodidad.