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Fernando Butazzoni.

Foto: Mariana Greif

La disputa de la verdad: con el escritor Fernando Butazzoni

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“El testimonio dejado sobre el cadáver reventado de Herberts Cukurs será por siempre la cifra de aquel asesinato”, sentencia el narrador de Los que nunca olvidarán. Con su espesor habitual, Fernando Butazzoni regresa al verano de 1965 cuando, en una modesta casa de Shangrilá, un comando israelí mató a martillazos al criminal de guerra nazi. Después de tantos libros de investigación, tesis y reportajes, ensayos, películas y musicales, Butazzoni retoma el caso y expone datos falsos, acusaciones, reproches. Desmenuza una compleja y tormentosa industria de versiones: por un lado, Cukurs exaltado como héroe nacional o denunciado como el infanticida y violador “carnicero de Riga”; por otro, uno de los episodios más vergonzosos en la historia del Mosad. En esa búsqueda entre la vida, la muerte y el alma de los hechos, Butazzoni sospecha de la realidad y, al margen de lo efímero y urgente, va al encuentro de la verdad.

“Sin que yo lo supiera ella estaba muriendo, se la tragaban los animales que traía adentro, la oscura historia todavía atrapada en su silencio”, se lee en El tigre y la nieve (1986), el libro que inauguró un modo de investigar y desentrañar los relatos oficiales, exponer sin mediaciones los dilemas morales, las tensiones entre víctimas y victimarios. En obras como Las cenizas del cóndor (2014; del que HBO rodará una serie) y Una historia americana (2017), el autor expandió el procedimiento, y continuó fluyendo por los pliegues de la historia apelando a las herramientas de la ficción para intentar comprender la realidad, modelar sus huellas imprecisas, reparar silencios y olvidos.

Aunque te exiliaste en Chile a los 19 años, fuiste capitán de artillería en el Frente Sandinista de Liberación Nacional y trabajador comunitario en Cuba, ¿nunca te definiste como marxista ni estuviste afiliado a un partido?

Sólo era tupa, o más bien tupita, porque era muy chico. Muchos de los que teníamos la suficiente agilidad para correr, y pudimos llegar a Chile, teníamos 17, 18 años. La verdad es que no soy demasiado gregario, o tal vez la vida me ha ido llevando a eso. Pero me siento incómodo, encajonado en colectivos, aunque he participado en muchos proyectos comunitarios y tuve una vida comunitaria intensa en distintos ámbitos. No es que sea un ermitaño, sólo que no me gustan los partidos.

Sí te identificás con la izquierda latinoamericana de una época.

Exacto. Descontextualizar los momentos históricos te lleva a tropezones o a valorar erróneamente. Una cosa era en los 80, o incluso en los 90, pero después la situación general y mi manera de percibir la realidad fueron cambiando. Eso modificó mi percepción no de ese pasado, sino de sus reminiscencias; me siento más moderno que la izquierda latinoamericana de los 60. Y hay muchos que todavía se sienten muy próximos. Son caminos. Yo lo veo como una etapa terrible pero necesaria en la historia; y algo que se tiene poco en cuenta es el vínculo entre la historia latinoamericana de los 60 y la Guerra Fría. Fue una etapa que se dio porque los caminos conducían hacia ese lugar, pero ya sucedió y ojalá no regrese.

Por 2014 decías que era muy coherente el proyecto de izquierda que se desarrollaba, sobre todo, en Brasil y Uruguay.

Sí, y es que el rumbo siempre cambia. Porque este partido lo juegan todos los actores, no sólo los que pensamos de determinada manera. Y también he llegado a otra conclusión: casi todos los demás actores tienen derecho a jugar. La historia va y viene. No creo demasiado en el progreso, sino en el suceder, en el acontecer. La historia es. A los lugares se llega por determinadas circunstancias. Por ejemplo, el golpe de Estado de [Augusto] Pinochet implicó muchas conquistas para determinados sectores de la sociedad chilena: algunas las pudieron retener un tiempo, pero después las perdieron. La revolución cubana implicó la conquista de muchos derechos pero también se perdieron algunos. No hay proceso histórico al que no le suceda.

Vayamos al comienzo. Naciste en el Paso Molino. ¿A qué se dedicaban tus padres?

Mi padre era heladero. Durante años trabajó en un boliche que estaba en 18 de Julio, frente a la plaza Fabini, que se llamaba La Vascongada, y después puso su propia heladería en Las Piedras, pero le fue mal. Hasta los siete años me crie frente a la casa de mis abuelos maternos, que tenían una quinta y hasta un caballo con un carro precioso, fileteado, en el que iba con mi abuelo al mercado, ahí donde ahora está el Mercado Agrícola. Me acuerdo de que mi abuelo –que era un señor muy gordo– y yo circunvalábamos el Palacio Legislativo en ese carro, con un caballo que se llamaba Pronto. Pero después nos mudamos a Las Piedras.

En el liceo de Las Piedras integrabas el grupo de teatro.

Lo armamos entre unos compañeros.

¿Motivados por docentes como Vivian Trías, Carlos Machado y Luis Solari?

Ellos eran fuentes de inspiración: Solari fue mi profesor de Dibujo, Vivian Trías y Carlos Machado mis profesores de Historia. Hugo Achugar también [fue profesor mío], lo que te habla de otro Uruguay y otra forma de abordar la docencia por parte de los profesionales. Porque muchos no eran docentes, pero tenían dos o tres grupos porque les gustaba y porque era muy prestigioso. Así armamos un grupo de teatro y montamos varias obras en las que reuníamos fragmentos de [Federico] García Lorca, todo muy revolucionario...

Y a los 17 años ya eras parte del MLN (Movimiento de Liberación Nacional). ¿Qué impulsó esa convicción tan temprana?

Hubo una situación que fue definitoria para muchos de nosotros: el 68. Es decir, la lucha por el boleto, las manifestaciones, el mayo francés. Había una gran efervescencia política y cultural. A los 15 años leíamos a Mao y discutíamos a [Louis] Althusser. Claro que teníamos un nivel de delirio importante, pero eso nos permitía tener una curiosidad intelectual, filosófica. Eso también contribuyó a discutir, a analizar.

Cuando hablás pienso en las idas y vueltas entre las charlas de Pablo y el Vasco, personajes de tu primera novela, La noche abierta, de 1981.

Ese es el mundo que yo conocía, porque pese a todo, era alguien muy pajuerano: vivía en Las Piedras, había trabajado un tiempo como peón de tambo y a Montevideo venía muy poco. Cuando lo hacía, curiosamente, era para ver teatro.

¿Te acordás de alguna puesta que te impactara?

Claro, la que más me deslumbró fue La Dorotea, de Lope de Vega, en el teatro Odeón, que después se quemó. Con [Antonio] Taco Larreta, China Zorrilla y Villanueva Cosse. Me acuerdo de que me impactó mucho una escena en la que había un duelo a espada magnífico. Y a veces veníamos al cine. Después ingresé al MLN, quedé clandestino y me fui de Uruguay.

Llegaste a Chile cuando el gobierno de Salvador Allende enfrentaba un proceso muy complejo.

Era un país totalmente desbordado: cuando llegué había una gran huelga de camioneros. Cuando se instaló la dictadura de Pinochet, yo ya no estaba, pero me enteré de que el principal dirigente gremial de los camioneros se había convertido en una figura importante del régimen, y varias cosas más, como que Estados Unidos les había dado dinero. Era una situación dramática, con una gran polarización, y un resultado que era previsible. Sobre todo porque la izquierda y el propio Allende se negaron a admitir que no podían hacer la revolución que querían sin someter a la otra parte. Y la otra parte no tuvo ningún inconveniente en someterlos.

Foto: Mariana Greif

Trabajabas en una fábrica de cerveza.

Sí, en una fábrica sobre la avenida Independencia. El trabajo me lo había conseguido un querido amigo socialista que vivía en Chile, Jorge Irisity, que trabajaba como asesor del gobierno de Allende y tuvo una actitud solidaria con muchos uruguayos, que llegábamos sin dinero y con documentos notoriamente falsos.

Lograste irte antes del golpe. ¿Cómo fue la llegada a Cuba?

Fue muy impactante. Estuvimos más de un mes esperando qué hacer, y me acostumbré a comer mermeladas búlgaras, jugo de mango, arroz, y una carne que venía en lata, que era de la Unión Soviética. Durante unos meses hice un curso militar de artillería, y después me fui a trabajar en la construcción, al este de La Habana. Ahí estuve casi dos años, y terminé en una ciudad que se llama Holguín. Trabajé como profesor, escribí un libro, gané el premio Casa de las Américas y me fui a Nicaragua con un grupo grande de uruguayos, porque el Frente Sandinista tenía un problema: esa fue la última guerra de trincheras que hubo en la historia, pero ellos no tenían artillería, y por lo tanto no tenían manera de modificar la situación. Ahí hubo una conspiración entre varios mandatarios, como Fidel, Jimmy Carter, [Omar] Torrijos, que acordaron mandarle artillería, pero como no tenían artilleros, fuimos nosotros. Nos desplegamos en el frente sur y estuvimos hasta la entrada de Managua.

¿Cómo impactó Nicaragua en tu perspectiva de la revolución?

Lo que me impactó fue la guerra. Me quedé con un gusto muy amargo, y es un tema del que no me gusta hablar. Simplemente decir que me impactó terriblemente.

Yendo a tus libros, ya en Los días de nuestra sangre (1979) se advierte un tono personal, y la inquietud de qué hacer cuando las preguntas estremecen. ¿Así surgió tu aproximación a la escritura?

Para serte honesto, mi aproximación a la escritura fue la lectura de algunos autores a los que amé: el primero fue [Ernest] Hemingway, y libros más bien juveniles, como Adiós a las armas, o La expedición de la Kon-Tiki, de Thor Heyerdahl. Siempre me interesó esa posibilidad de convertir en literatura cosas que habían sucedido. Y creo que Hemingway lo hacía muy bien, aunque después tuviera determinados vicios desde el punto de vista literario. Aunque suene muy pedante, mi aproximación a la escritura respondió a un “yo puedo hacer esto”. Claro que después no pude, pero estaba la posibilidad... De niño tuve hepatitis, y como me quedé varios meses en cama, mi padre me traía una serie de libros de la colección Robin Hood: Bomba, el niño de la selva. Así que ya tenía un vínculo con la lectura; me apasionaba la ficción. Y me acuerdo que, de chicos, con mis hermanos escuchábamos cine en la radio. Acá estaba la emisora Radio Sur, que se instalaba en un cine con un relator, que comentaba las escenas en las que no había diálogo, “Pedrito se acerca a Dolores, la besa y le dice...”, y ahí seguías escuchando. Éramos humildes, así que el cine era por radio.

En tu caso, Casa de las Américas, el principal motor de la intelectualidad latinoamericana de la época, ejerció una doble influencia: por un lado, te confirmó como escritor y te acercó a referentes como Mario Benedetti y Julio Cortázar; por otro, te abrió el camino del periodismo.

Si no hubiera ganado ese premio, que era lo más probable, no hubiera seguido escribiendo. Porque además me daba mucha vergüenza, no le mostraba los cuentos a nadie, era algo muy íntimo. Y Casa de las Américas ejerció una gran influencia: lo viví como una beca cultural importantísima, porque hay que entender que, en esa época, Casa de las Américas y La Habana eran lugares donde te encontrabas con gente impensada. Por ejemplo, ayudé a Julio Le Parc a colgar sus cuadros, vi recitales con Silvio [Rodríguez], establecí un vínculo con Cortázar. Fueron muchas cosas durante tres años. Y Benedetti ni que hablar, además de Raúl Hernández Novás, un extraordinario poeta cubano que después se suicidó. Ahí también conocí al cura [Ernesto] Cardenal, con el que pude mantener cierta relación, y descubrí que, además de un grandísimo poeta, era un tipo fantástico. Así que no sólo ejerció una gran influencia desde lo cultural, sino también desde la comprensión y de cómo funcionaba un organismo vivo que trabaja con la cultura. Me rompió los esquemas, los prejuicios, los preconceptos. Fue una universidad.

Al leerte, uno intuye que viviste tensiones como las de Ernesto, el vecino de “Cuando comienza la noche”.

Creo que hay una notable diferencia entre la verdad y la realidad. Si contás un hecho verdadero tenés que conocerlo en profundidad, aunque no lo detalles. Es la teoría del iceberg: podés omitir mucha información, pero si sabés, aparece, el lector lo percibe. Si sucede lo contrario, se hunde. Mis experiencias eran lo único que me alimentaba. Siempre fui bastante negado para la ficción pura. Aunque lo intenté y publiqué varios libros así, evidentemente no era lo mío. Me di cuenta de que sólo trataba de descubrir nuevos pliegues de mi universo; siempre tenés la curiosidad de saber qué otros pliegues guardan tus mundos, porque a veces uno se asusta de lo que escribe. Pero creo que trabajar con hechos que ocurrieron te obliga a continuar. Ese es el mayor desafío. Y nunca más leí esos libros, ¡hasta reniego de ellos!

En tu primer libro le dedicás un cuento a Nelson Berreta. Ahora, casi 50 años después, se procesó al soldado que lo mató por la espalda. Fue un homenaje al ejecutado “antes de que la noche lo copara por los cuatro costados, antes de que los sonidos se alejaran vertiginosamente de su cuerpo, antes de caer sobre el estruendo con los ojos abiertos al asombro del barrio”.

La batalla por la memoria –mal llamada batalla por el relato– es muy importante. Es un territorio que hay que defender permanentemente. Nelson Simón Berreta era un querido compañero que mataron en 1972. Estaba preso, no soportaba más las torturas del régimen democrático, y pidió para salir a delatar, pero era falso. Y cuando salió corriendo, esposado, le dispararon.

Esos dos primeros libros los escribiste desde la revolución consumada. No hay reconstrucción personal de la desaparición ni de la tortura, como sí hicieron la mayoría de los que abordaron el período, como Carlos Liscano, [Mauricio] Rosencof o las mujeres de Cabildo. Tratás de desentrañar esas experiencias compartidas desde la distancia.

Y desde la literatura, o desde cierta concepción de la literatura. Hay mucha literatura testimonial en la que el testimonio opera como limitante estética y reflexiva. El único que se salva de esto en la mayoría de sus libros es Rosencof, que ha construido un universo muy peculiar, y para mí extraordinario, sublimando sus experiencias de la cárcel, de su infancia, del mundo de los judíos pobres, del barrio, del tablado. Mi interés es no hacer ficción con el testimonio.

“Me encontré con un camino al que me he ido apegando cada vez más: ser más un cronista que un novelista”.

Con la democracia cambia el relato, tu acercamiento a la escritura, a la historia reciente, a la memoria. Hay una desarticulación de la primera persona que se mantuvo hasta La noche abierta. Te acercás desde el lugar del escritor motivado por la investigación.

Sí, porque en determinado momento descubrí que no tenía sentido ficcionar cosas que habían sucedido, sino investigarlas, y después, en todo caso, ficcionalizar la investigación. Esto fue por 1983, cuando estaba en Suecia y me enfrenté con la historia de El tigre y la nieve, y me parecía que sólo debía ponerme en los zapatos del que me había contado la historia y narrarla. Así me encontré con un camino al que me he ido apegando cada vez más: ser más un cronista que un novelista.

El tigre y la nieve inicia un procedimiento. Ahora llevás 40 años investigando asesinatos o suicidios inducidos. ¿El proceso de escritura te llevó a descubrir este abordaje?

Sin duda, fue una explosión. Cuando tenía 40-50 páginas escritas me di cuenta de que había otra cosa, que de alguna manera era una continuación de lo anterior, pero había puesto el foco en otro lugar. Aunque experimenté, ensayé con otras cosas, siempre tuve esa investigación como faro, como gran tarea.

¿Qué procedimientos has descubierto en ese ir y venir, en esas lecturas entre líneas de expedientes y recortes de diarios, de cotejar versiones, escuchar mentiras, visitar lugares tan distintos?

La curiosidad y la desconfianza. La búsqueda de dónde está la grieta en esa historia, y la constancia en la investigación. He estado parado durante un año porque alguien no me respondía algo que necesitaba para seguir adelante, y en determinado momento te desesperás, pero siempre vuelve. Me doy cuenta de que tengo cierta mirada: cuando hago las entrevistas para mis libros no grabo una palabra, porque trato de entender por qué miente o dice la verdad, por qué se calla determinadas cosas, o se emociona, y eso me lleva toda la atención. En la gran mayoría de los casos, cuando les doy mis apuntes, me dicen que son certeros.

Y en esa búsqueda de la grieta, ¿siempre tratás de eludir la representación de lo real para empezar a desentrañar la verdad, para comprenderla?

No sé si eludirla, pero por lo menos la sospecho; parto de la base de que hay algo antes. Te diría que hurgar es una palabra clave: hurgar en la gente, en los hechos, en las palabras, en los lugares. A la escritura. Cuando escribí Las cenizas del cóndor me propuse no hacer trampas literarias, generar suspenso de si lo matan o se salva.

“Este es un modo de abordar algo; es una manera de disputar el territorio de la memoria, ya que la única manera con la que se puede disputar es con la verdad”.

Son temas muy complejos, además. Es un posicionamiento.

Exactamente, porque creo que esto no se puede manipular. Una vez tuve una charla muy elocuente con Elena Poniatowska: le pregunté cómo había hecho para no ficcionar su historia de La noche de Tlatelolco, y ella me dijo: “Ay querido, estás equivocado, está lleno de ficción. Pero la ficción no es inventar lo que dice la gente: yo ficcionalicé al editar los textos, al elegir dónde ubicarlos y cortarlos”. También uno hace ficción con otras herramientas que no necesariamente responden a la invención. Este es un modo de abordar algo; es una manera de disputar el territorio de la memoria, ya que la única manera con la que se puede disputar es con la verdad. Es muy importante dar a conocer la verdad que se oculta detrás de la realidad. Después cada uno procede como quiere. En el libro de Cukurs planteo que hay un dilema ético: ¿en algunos casos está bien matar a una persona? Esa es una línea sobre la que hay que reflexionar.

Y es un procedimiento que fuiste perfeccionando desde El tigre y la nieve.

Exactamente, incluso con algunos enojos. Porque cuando escribí el libro sobre la ejecución de [Dan] Mitrione hubo compañeros que se sintieron ofendidos, y cuando les pregunté qué datos estaban mal, me dijeron que ninguno. Sólo que creían que había cosas que era mejor no contar. Me queda la tranquilidad de que hablé con todos los protagonistas que estaban vivos, desde el que lo secuestró hasta el que lo tuvo retenido, el que le curó el balazo, o lo subió a la camioneta y le pegó un tiro.

El libro sobre el asesinato de Cukurs, en cambio, fue sólo con documentos

Documentos y cotejo. De la instancia de ejecución, por ejemplo, había versiones muy distintas. Cada uno de los protagonistas tiene una visión. Ver qué piezas del rompecabeza encastran es parte del trabajo. Y ver si es posible que eso haya sido así.

En este caso se resquebrajan casi todas las certezas.

Por eso fue un trabajo de mucha paciencia y de mucha ayuda, porque tuve que trabajar con documentos en idiomas que no domino, como el alemán, el hebreo, el letón, el ruso. Y no sólo tuve que encontrar traductores y personas que rastrearan documentos, sino tener la confianza de que fuera una traducción certera. Fue un trabajo alucinante.

Foto: Mariana Greif

En el transcurso del libro, ¿se alcanzaron pequeñas victorias frente al olvido?

Creo que cuando trabajás con estos materiales siempre se alcanzan, pero nunca son victorias definitivas. Es muy útil rescatar ciertas cosas, como también ponerlas en su lugar, y, a partir de eso, que cada uno saque sus conclusiones. Cuando alguien se hace amigo de alguien y por dentro está pensando cómo matarlo, hay que contar quién es esa persona, esa vida que comenzó en Alemania. Me resultó muy útil investigar y encontrar esos perfiles humanos que contribuyen a entender qué fue lo que sucedió. Los acontecimientos no sólo se rigen por razones políticas e históricas, también hay fuerzas personales, pasiones, rencores, miedos. En este caso, tanto Cukurs como su mujer, Yaakov, y hasta el primer ministro de Israel tenían sus razones personales. Son seres con historia y memoria. A mí me parecía fascinante, por ejemplo, el empeño de Cukurs en negar lo evidente, y su audacia para hacerlo. Pero le funcionó, porque si el Parlamento alemán no hubiera decidido discutir el tema de la impunidad, a Cukurs nadie le iba a hacer nada.

Por más que conocías el caso, el puntapié inicial fue cuando le dedicaron un musical.

Fue brutal, y está en Youtube, lo descubrí después. En la historia hay un clima pronazi muy denso, parte de algo muy complejo que se contagia rápidamente. No es gente aislada sino una corriente de pensamiento que se expande, y me parecía importante advertir lo que veía.

Desde El tigre y la nieve hasta Los que nunca olvidarán hay una confirmación de que la memoria cumple pequeños actos de justicia.

La cumple, al menos para el autor y los lectores. Son personales. He recibido comentarios muy gratificantes. Muchos judíos, que han sido grandes lectores de este libro, no tenían idea de que esto había pasado en Uruguay.

También contraponés el relato oficial, los discursos hegemónicos, la imagen homogénea de la víctima y el victimario. Te interesa sondear las contradicciones, los matices.

Creo que los victimarios también son víctimas, y aunque no tengan nada de poder, a veces las víctimas se ponen en el rol de victimarios. No es que haya un cambio de roles, no es el síndrome de Estocolmo, es que en cada ser humano habita todo. Los discursos tajantes, hegemónicos, han hecho mucho daño.

¿Cómo es eso de que la creación cultural es, ante todo, un dilema moral?

El cuerpo, cuando le falta alimento, lo expresa. El alma no. ¿Dónde se expresa la espiritualidad? A través de la cultura. Construir es una cuestión moral. Porque también podés apuntar a otro tipo de construcción en la que apuestes a la eficiencia, la competencia individual, el éxito. Esto implica valoraciones morales. Uno no tiene que orientar, tiene que ofrecer opciones. Cuando arrancamos con la idea de relanzar el ballet, estaba la idea de que no iba a caminar, y lo mismo sucedió con la Orquesta Juvenil del SODRE. Sin embargo, fueron emprendimientos que tuvieron un impacto extraordinario en la vida de miles de personas en Montevideo y en el interior. Fui a funciones que se hacían en canchas cerradas, y la gente iba con su silla, su termo y su mate cuatro horas antes para estar cerca. Esos no eran los que tenían los recursos como para venir en su auto a Montevideo; era gente que nunca había visto ballet en su vida. Con la Orquesta Juvenil ocurrió lo mismo: me emociona pensar cuando en la primera fila había un preso que había ido a ver a su hijo que estaba en la orquesta. Es una cuestión moral.

Como presidente del SODRE decías que colaborabas con un proyecto de país en el cual creías. Y en esa línea, por ejemplo, fuiste el impulsor de Julio Bocca al frente del ballet. ¿Qué proyecto se está defendiendo ahora?

Un modelo capitalista en el que lo individual prima sobre lo colectivo. En el que la gestión prima sobre la política, y la política sobre lo jurídico. En el que la publicidad prima sobre los actos. Es una parte del proceso que se desarrolla en la historia de la sociedad uruguaya. Y aquel es un proyecto en el que sigo creyendo: un país en el que la competitividad sea superada por la solidaridad. Porque para construir una sociedad hay que construir comunidad. El gran problema es que el capitalismo es un sistema que arrasa con todo, y también depreda la familia, el espíritu, y convierte a los ciudadanos en consumidores, en productos, en números. ¿Realmente es razonable que la economía sea el centro de la vida de las sociedades? Han armado un castillo de naipes en el que, si la economía no funciona, se viene todo abajo. Y la gente, obviamente, lo siente.

Así como un día, en la redacción de Brecha, Carlos María Gutiérrez te contó que había visitado 43 países y vos quisiste saber a cuál regresaría, hoy te extiendo la pregunta: ¿a dónde volverías?

Al principio.

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