“Mi abuela traía bolsas de papas y las escondía en su dormitorio para no darnos, porque nos detestaba. ¡Era un odio que tenía! Parecía que estaba enamorada de mi padre. Nunca quiso que mi madre estuviera con él. Cuando nacía algún hijo nuevo decía: “Ya parió otra lacra”, cuenta Julio Sosa, Piel Kanela, sobre su niñez en el capítulo 2 de Kanela, el adiós a una leyenda, la biografía que repasa la vida y la obra del artista, a cargo de los periodistas Fernando Tetes y José Cozzo.
Julio Sosa, destacada figura del carnaval y la cultura uruguaya, nació el 5 de setiembre de 1933 y murió el 28 de diciembre del año pasado. Quiso el destino que, desde sus primeros pasos, viviera a los saltos, metido en aventuras de intensos amores, con drama, profundo dolor, soñando con el glamour y la belleza –que descubrió en las fotos de las revistas de moda y espectáculos que llegaban a la estación de tren de Nico Pérez, en Florida– y perfumado con Tabú, de la marca Dana.
Fue vendedor de empanadas, bailarín, curandero, modisto, pero también un excelso narrador y amante de la palabra. En su relato, su madre y su padre son los mejores personajes de la historia. Fieros, resolutos y retorcidamente amorosos, aceptaron a su manera su homosexualidad –o su personalidad– y lo comprometieron a convertirse en el mejor.
En el libro los autores acompañan a Kanela, que acota algunas de sus exageraciones y ordena su relato sin perder el tono cercano y vivo al que se brindó desde el momento en que les habilitó la entrada a su mundo, al de su comparsa y al de sus personajes, sus amigos. El grueso de la versión original del libro parte de entrevistas realizadas en 2010, y esta reedición suma un nuevo prólogo, un epílogo, fotografías, y una entrevista del año 2019.
Fernando Tetes, de vasta trayectoria en el periodismo especializado en carnaval, tuvo el privilegio de pasar un montón de horas con Kanela a lo largo de más de diez años, y en diferentes momentos de su vida. Con él conversamos para saber más sobre el libro y del personaje detrás del personaje.
De todos los momentos de encuentro con Julio, ¿cuáles recordás especialmente? Por algo que quizás no decía habitualmente, por algo que logró mostrar, más allá de su discurso habitual.
Fueron muchos. Recuerdos que, más allá de lo que nos contó para el libro, nos marcaron en nuestra relación. En esto de la distancia necesaria entre entrevistador y entrevistado Julio fue la excepción. Hubo un momento que se repitió muchas veces. Siempre recuerdo las noches en su casa del Cerrito de la Victoria, cuando nos esperaba con matambre a la leche y puré de papas con bastante aderezo, y nos quedábamos hablando horas. Poníamos el grabador y hablábamos, y a veces seguíamos sin grabador. Lo hicimos con José [Cozzo], también creo que alguna vez vino Fede Lemos [el editor]. Fueron momentos increíbles, y a él lo recuerdo con mucho cariño. Por ejemplo, tenía la delicadeza de preguntarme por mi madre y por mi hija cada vez que nos veíamos; esos momentos también tienen que ver con la calidez que tiene el libro, y con el hecho de que ahora se reedite por amor y por homenaje, más que por ninguna otra razón.
¿La tarea de seguirlo y charlar con él siempre fue sencilla, o había que encontrarlo en algún estado en particular?
Las oportunidades de charlar con Julio siempre estuvieron buenas. Nunca puso ningún reparo. La mayoría de las charlas fueron de noche, y el 90% en su casa después de las ocho y media, nueve. En ese momento, por allá por 2009, 2010, recién se estaba empezando a hacer cargo del Club Barracas, desde donde siempre salió la comparsa [Tronar de Tambores]. Todavía no tenía su búnker ahí. Su búnker era su casa; los tambores salían de ahí, el timbre estaba todo el tiempo sonando. Así que básicamente nos dejó entrar a su lugar más privado, que al mismo tiempo era el más visitado. Nunca pospuso nada, ni estuvo de mal humor o desganado. A pesar de que era un viejo gruñón, siempre se mostró entusiasmado con el libro y con ganas de contar cosas, y de ahondar, aunque todos sabemos que algo se guardó.
¿Qué cosas se sienten y se experimentan estando muchas horas dentro del mundo de Kanela?
Es estar en un mundo muy raro. Yo tengo 53 años, y cuando empezamos a charlar para el libro tenía 42, y ya nos conocíamos de antes. El mundo Kanela era muy particular. A mí me sirvió para conocer el bajo, con sus historias de prostíbulos y bolichones; fue meternos en un Montevideo oscuro, lúgubre, policial, de dictadura, de prostitución y de homosexualidad reprimida. Entrar en ese mundo fue fascinante y revelador, la tradición oral en su máxima expresión. Eso fue lo más impactante de todo. Y también entrar al mundo de sus relaciones con Pirulo, la Negra Johnson, Martha Gularte. Vivir esas historias me permitió entender la personalidad de alguien que estuvo desde la primera llamada oficial de Uruguay, que desfiló con y contra los mejores y que armó una comparsa a su imagen y semejanza. Una comparsa para amarla o para odiarla, con un glamour que chocaba con la tradición de la negritud y los oprimidos, con sus plumas y sus lentejuelas, y pienso que esa forma de llevar adelante su comparsa aceleró un proceso que permitió que mucha más gente se arrimara al candombe.
Sos un tipo que está metido en el carnaval desde siempre. ¿Qué cosas descubriste en Julio, luego de conocerlo, y que tal vez no imaginabas cuando lo veías en los escenarios o lo entrevistabas desde otro lugar?
Mucho amor por el carnaval, desprejuicio a la hora de armar espectáculos y hacerlos como él creía que era mejor para la comparsa, y su gran personalidad y su don de mando. Una de las cosas que pude descubrir detrás de su personaje es que tiene mucha ternura, a pesar de haber sido muy sargento para laburar. Además, sabía encontrar el talento genuino de la gente. A muchos artistas descartados por otros directores él de alguna forma los redescubría, y les daba la oportunidad. Esteban el Cala Pasquali es un caso. Llegó a Tronar de Tambores el año pasado y fue quien abrió el espectáculo de la comparsa a telón cerrado, junto con otro cantante. Antes de fallecer, un día Kanela llamó a los integrantes de la comparsa y les dijo: “El Cala tiene que cantar”. Tenía ese don de poder ver algo más en la gente, y a eso le agregaba su don de mando. Como alguna vez me dijo Carlos Barceló: “Yo acepto las opiniones de todos pero esto no es un taller, a la larga alguien tiene que decidir”. Y bueno, Julio era el que decidía, a pesar de que estaba el Coco Rivero [director artístico y responsable de la puesta en escena de Tronar de Tambores].
En el libro está muy bien contada la relación de Julio con la muerte, y cuánto la anticipaba, pero me gustaría saber cuán presente estaba eso en su expresión en el mano o mano.
En 2010, cuando empezamos a hablar para el libro, veía a la muerte como bastante lejana, aunque posible por su edad y su traqueteo. Cuando nos volvimos a juntar para conversar en 2019, el día antes de las llamadas la muerte estaba muy presente. Hablaba mucho de eso. Una de sus frases era: “Las valijas las tengo prontas, así que el flaco puede venirme a buscar cuando quiera”. Y también: “Dice [la muerte] que a este maricón no lo quiere”, y la que repetía siempre: “Un pedo, un estornudo y me voy”. Siempre dijo que iba a morir bailando, y tenía temor de no poder desfilar por estar cerca de morirse. Le tenía miedo pero se burlaba de la muerte, como exorcizándola para tratar de sacársela de la cabeza lo más rápido posible. No hubo ninguna de nuestras charlas en la que no hablara de la muerte.
¿Qué tan bravos eran sus enojos?
Eran muy bravos, porque era de tomar determinaciones fuertes, y cuando te decía no era no. “Te vas de la comparsa y se acabó”. O “no te voy a dar una nota”, o “no quiero hablar de este tema”. Y se ponía fuerte, gritaba, levantaba la voz, y era de pegar sobre la mesa. Era de tomar determinaciones enojado, de decir “esto no va”, y no iba. Y “acá hay que hacer tal cosa”, y si vos le discutías y se enojaba, te terminaba poniendo el peso de Kanela sobre su decisión. Era muy contundente, y de mandarte a cagar, sin ningún problema de dejar el protocolo a un lado.
Al mismo tiempo era un tipo de mucho humor, ¿no?
Sí, tenía una relación muy particular con el humor. Era de los que les gusta hacer el chiste y buscar la risa cómplice. Tenía mucho sentido del humor. Le gustaba mucho embromar con la negritud, y muchísimo con la homosexualidad; no había un día que no hiciera un chiste con eso. Pero no desde un lugar denigrante. Se reía de él mismo para hacer chistes sobre los problemas de racismo y homosexualidad de nuestra sociedad, un poco como mecanismo de defensa, para reírse de cosas muy fuertes que le pasaron a lo largo de toda su vida.
¿Cómo era el mítico búnker del Club Barracas, que vos tuviste el privilegio de conocer? ¿Qué cosas tenía siempre cerca de él?
Eso era como una extensión de su casa. La entrada al club era por el costado, y la comparsa ensayaba mucho en el fondo. La parte delantera tenía la cantina, los baños, una especie de parrillero, y un fondo más chico. Él ocupaba el primer cuarto, con ventana a la calle, y ese era su búnker. Ahí pasabas sólo cuando él quería. Se encerraba con sus compinches a tomar decisiones o a esperar los resultados. Ahí adentro, entrando a la izquierda, siempre había trajes colgados, algunos de sus trofeos. Había una mesa bastante grande en la que él ponía la máquina de coser, se sentaba en la cabecera, atravesando con su mirada el salón, y ahí tenía todos sus materiales de costura, telas, plumas, lentejuelas, hilos, algún traje hecho, y siempre había colgada una remera de Tronar de Tambores. Se sentaba ahí y era como que te veía entrar, pero al mismo tiempo miraba para fuera y controlaba todo. En ese lugar, él cerraba la puerta y entraban solamente los más cercanos.
Es un libro muy directo y vivo, que refleja muy bien la personalidad de Julio. ¿Cómo encontraron el tono entre los autores y el editor?
Creo que desde lugares diferentes. José fue presidente del jurado [del concurso oficial del carnaval] mucho tiempo, y con Julio tuvieron muchas charlas desde ese lugar de director de conjunto y jurado, y se respetaban mucho mutuamente. Conmigo la relación era de un tono muy cordial y amable y de no escondernos nada, de contarnos historias de vida, cosas que no quedaron publicadas, y de contarle también cosas mías. Encontramos un tono muy coloquial, de una relación de cariño y amistad, de mucho respeto, que es lo que se refleja en el libro. Creo que fue un muy buen ejercicio el de mantener viva esa relación. A veces pasaban meses en que no nos veíamos, y cuando sucedía retomábamos en lo que habíamos hablado antes. Yo sentía que él me elegía para muchas cosas, que podía entrar a donde muchos periodistas no podían. No porque yo fuera mejor, ni mucho menos. Era porque habíamos encontrado un punto en el que yo no invadía más allá de lo que él quería, y yo tampoco insistía en hacerlo. Y también los dos teníamos claro a qué lugares entraba como periodista, y a cuáles entraba como amigo.
Kanela, el adiós a una leyenda. Reedición homenaje. Medio&Medio, $ 590.