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Dos novelas del angoleño José Eduardo Agualusa

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Pocas cosas han quedado tan claras en los últimos dos meses como el poder del miedo para domesticar los espíritus. Esta verdad, que a nuestras costas llegó a lomos de una partícula infecciosa que se deja llevar por el aire o se posa sobre las superficies, es una realidad palpable en lugares sometidos a una violencia generalizada. Más allá de las razones históricas o las explicaciones científicas, la amenaza de algo dañino, de algo con capacidad de destrucción, es siempre efectiva para que acordemos sacrificar la libertad en el altar de la seguridad. Y no es raro que los que más tienen para perder sean los más asustados.

La novela Teoría general del olvido (2012), del angoleño José Eduardo Agualusa, acompaña casi 30 años de la historia de su país desde las alturas de un penthouse de lujo en Luanda. Su única moradora, Ludovica Fernandes Mano, Ludo, nacida en Portugal, resolvió encerrarse luego de comprender que su hermana y su cuñado, con quienes había vivido hasta el momento, no regresarían. Salieron una noche para participar en una de las tantas fiestas de despedida que ofrecían los colonos portugueses que pensaban abandonar el país, y nunca más se supo de ellos. Pero eran días de mucha confusión, y desaparecer estaba dentro de las posibilidades.

La independencia de Angola sucedió a la caída del Estado Novo en Portugal y precedió a la sangrienta guerra civil que enfrentó a los tres bandos independentistas: el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA, de raíz marxista, apoyado por Cuba y la URSS), el Frente Nacional de Liberación de Angola (FNLA, derechista, apoyado por Estados Unidos y Zaire) y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (Unita, también de derecha y apoyada por Estados Unidos y Sudáfrica). Fue declarada el 11 de noviembre de 1975 por el MPLA, que tenía el control de Luanda. La paz, sin embargo, demoraría mucho en llegar.

La novela de Agualusa comienza en esos días frenéticos en que los portugueses dejaban el país y los grupos de revolucionarios armados se hacían dueños de la calle. Pero antes de que empiece a rodar la historia el lector es advertido del carácter ficcional de lo que va a leer, al mismo tiempo que recibe la noticia de la existencia real de una mujer llamada Ludovica Fernandes Mano, fallecida a los 85 años en una clínica de Luanda y autora de un diario que se dilata a lo largo de diez cuadernos para desbordarse finalmente por las paredes del apartamento en el que pasó 28 años de clausura voluntaria. El recurso de la historia encontrada, típico de la escritura novelesca, permite al autor llenar los blancos que deja el diario con recursos imaginativos que sostienen, si no la verdad histórica, al menos la verdad posible de los personajes. Los sueños de Ludo se entreveran con sus recuerdos y con la interpretación que da a las palabras que no comprende, pero también se enredan con las historias de los personajes laterales: el infame Monte, primero integrante de las fuerzas de seguridad y después reconvertido en investigador privado; el astuto Jeremías, apodado el Carrasco (verdugo en portugués), un mercenario blanco al servicio de Portugal primero y de su propia conveniencia después; el feroz Baiacu, un niño que lidera una pandilla de pequeños ladrones y que impone su dominio alternando violencia y protección; la generosa Madalena, siempre dispuesta a cuidar y alimentar a quien lo necesite; Pequeño Soba, el afortunado, que encontró diamantes en el buche de una paloma que, famélico, había cazado para comer; Daniel Benchimol, el periodista que investiga desapariciones y termina por develar el secreto del pasado de Ludo.

Miedo de allá afuera

Cuando acepta que su hermana y su cuñado no van a volver, Ludo resuelve permanecer encerrada. Parece algo fácil, pero rápidamente entiende que para poder aislarse por completo del peligro tiene que hacer algo más que pasar llave. El primer día de soledad le enseña dos cosas: que puede matar y que va a sobrevivir. Rechaza a punta de revólver el intento de invasión de su casa, mata a uno de los atacantes, lo entierra en un cantero de la terraza y levanta un muro en el pasillo, al otro lado de la puerta de entrada. Dentro, además del cadáver que va a fertilizar los cultivos, permanecerán ella y su perro albino, el único ser vivo con el que compartirá –y llegado el momento, disputará– la comida. “Siento miedo de lo que está más allá de las ventanas, del aire que entra a chorros y de los ruidos que trae. [...] Hasta la luz me es extraña. Un exceso de luz. Ciertos colores que no deberían ocurrir en un cielo saludable. Estoy más cerca de mi perro que de las personas allá fuera”.

El miedo de Ludo, un miedo total y abstracto y que alcanza a todo lo que está más allá del apartamento, es, tal vez, lo más interesante de la novela. Extranjera, última representante del privilegio colonial, Ludo no entiende las lenguas nativas y ni siquiera está segura de descifrar el portugués que sube desde las calles alborotadas. Durante los primeros meses vive de las provisiones acumuladas, pero pronto se terminarán, además de la comida, el agua corriente y la energía eléctrica. Los apartamentos vecinos serán ocupados por nativos que nunca vivieron en un edificio y que crían animales sobre los pavimentos de maderas nobles. La necesidad despertará el ingenio de la portuguesa: aprenderá a juntar el agua de lluvia, a cambiar las plantas ornamentales por maíz y porotos, a quemar los muebles y hasta a cazar palomas. Sacrificará los libros y escribirá en las paredes. Seleccionará los recuerdos y recordará los sueños. Se pondrá más flaca, más vieja, más miope. Se le morirá el perro. La rescatará un niño que ya no tiene madre.

Fantasmas de la patria

En El vendedor de pasados (2004) también hay un protagonista que existe en las fronteras de la realidad. Félix Ventura heredó de su padre adoptivo el oficio de anticuario de libros y adquirió, a fuerza de revisar papeles viejos, la habilidad de construir pasados. Sus servicios son requeridos por nuevos ricos que aspiran a incorporar alcurnia a sus fortunas recién estrenadas, y por oscuros individuos que prefieren no asumir el inquietante papel que les tocó jugar durante la guerra. Solitario y discreto, Ventura es, como el perro de Ludovica, albino. Pero él, además, es negro. Y aunque fue adoptado por un hombre de la burguesía acomodada, conoció el hambre en los ajetreados días de la independencia y la guerra civil, y, como todos los personajes de Agualusa, es un sobreviviente.

Escrita ocho años antes que Teoría..., en esta novela se mezclan, también, la memoria, el olvido, los sueños y las invenciones. Agualusa ha dicho en numerosas entrevistas que lleva un diario desde hace más de 30 años, y que acostumbra anotar allí sus sueños en cuanto se despierta. Y dice que la relectura de esos diarios le enseñó que uno es muchas personas a lo largo de su vida, o, al menos, muchos soñantes. Dice que algunos sueños no le parecen suyos, que no los recuerda y que debe, para entenderlos, completarlos con la imaginación. De esa sustancia vidriosa están hechos sus libros: de hechos que es mejor no recordar, de momentos que pueden mejorarse en la memoria, de sueños que ya no parecen propios, de puentes tendidos para unir las orillas de lo real y lo fantaseado.

El arquitecto y el buscador

Las novelas fragmentarias no son extrañas para los lectores contemporáneos. La posmodernidad literaria nos entrenó en eso de construir la historia a partir de retazos, de registros disímiles, de fuentes diversas. Por eso no es en absoluto chocante que muchas de las cosas que permanecen como enigmas a lo largo de estas novelas terminen revelándose arbitrariamente al final, en capítulos que no disimulan su carácter de incrustación tranquilizadora. Agualusa ha dicho alguna vez que hay dos tipos de escritores: el arquitecto, que no empieza a escribir hasta no tener clara la estructura completa del relato, y el otro, como él, que escribe “para saber lo que va a suceder”. Escribe, dice, como quien lee: buscando en la historia los acontecimientos. Dice también que lo más difícil es encontrar al narrador, escuchar su voz, pero que una vez que la escucha, es sólo ir detrás de los personajes. Que no vale la pena luchar contra ellos, porque ellos son los que saben lo que va a pasar. Hay que acompañarlos. También admite que se repite. Que sus libros tienen cosas en común; que son, de algún modo, siempre el mismo. Pero que esas son sus obsesiones, y que la escritura literaria nace de las obsesiones. Escribe, entonces, para entender a su país y su propio lugar en él. Sostiene que lo mejor de la literatura es el ejercicio de alteridad al que nos enfrenta, y cree que los mejores libros son los que contagian el deseo de escribir. Él tuvo ese primer impulso después de leer a Eça de Queiroz, pero también se confiesa heredero de Jorge Amado, de Gabriel García Márquez, de Jorge Luis Borges. Y sí: es difícil leerlo sin pensar en la literatura latinoamericana del siglo XX.

Atravesado por la circunstancia histórica de su país y por la traición a las promesas revolucionarias que trajo la independencia, Agualusa encuentra figuras marginales y misturadas y las pone a actuar en casas que tanto son prolongaciones de sus cuerpos como metáforas de su época. Les permite balbucear, les va sacando sin apuro el relato, pero al final insiste en cerrar la historia. Esa, tal vez, es su principal diferencia con autores latinoamericanos posteriores, como Roberto Bolaño: a pesar del absurdo, a pesar de la precariedad de la vida y de los límites de la ficción, Agualusa no renuncia a encontrar finales para las peripecias de sus personajes. No siempre son felices, claro. Pero son los que ellos pudieron darse.

El autor

José Eduardo Agualusa nació en Huambo, Angola, en 1960. Hijo de colonos portugueses, estudió agronomía en Lisboa y trabajó como periodista. Dice que vive “en la lengua portuguesa”, lo que se traduce en que salta de Angola y Mozambique a Portugal o a Brasil, donde fundó, junto a Conceição Lopes y Fatima Otero, la editorial Língua Geral, dedicada exclusivamente a escritores de esa lengua.

Autor de casi 30 libros entre los que hay novelas, cuentos, una obra de teatro, un volumen de poesía y un trabajo periodístico, escribió Teoría general del olvido a pedido del cineasta Jorge António, que se proponía rodar un largometraje de ficción en Angola. La película nunca se realizó, pero de aquel guion nació luego la novela.

El año pasado se publicó O terrorista elegante e outras histórias, un volumen compuesto por tres novelas cortas escritas a cuatro manos con el escritor mozambiqueño Mia Couto.

Teoría general del olvido. Montevideo, EBO, 2017. 149 págs. El vendedor de pasados. Montevideo, EBO, 2016. 139 págs.

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