“¿Será el recuerdo un goce debilitado?”, se pregunta Margo Glantz en sus memorias familiares Las genealogías (publicado primero por entregas en el periódico Unomásuno, después como libro en 1981 y, ampliado y corregido, reeditado en varias ocasiones, la última el año pasado en la colección Debolsillo de Random House), y reflexiona: “Se debilita quizá por el extenso manoseo al que se lo somete: los recuerdos regresan siempre y nos quedamos anclados a un acontecimiento, parados como mi padre cuando contemplaba, días enteros, a Orozco o a Rivera, pintando interminables frescos en Palacio Nacional o en Bellas Artes”.
Así, Glantz –que en su libro se transforma en investigadora de su propia biografía y entrevista reiteradamente, para sacarles historias, a sus padres, emigrantes judíos que llegaron a México desde Ucrania en los años 20– postula el recuerdo como ese placer acaso atenuado por la repetición y lo sitúa, como un tiempo extraño, fuera del tiempo. Efectivamente, cuando uno recuerda pareciera ser que la progresión se detiene y todo nos lanza a esta otra instancia que crea el hecho mismo de recordar entendido como recuperación, reconstrucción y, también, creación del pasado. En otra parte, Glantz profundiza y sostiene: “Quizá repito muchas cosas, pero es útil reiterarlas cuando se graban en la memoria y van reapareciendo de maneras distintas cada vez que se las recuerda”, con lo que el libro, de lectura amenísima, se sostiene a la vez en el destino errante de su familia y, como un doble requerido, en el carácter cambiante de la memoria, que convive con el impulso de fijarla.
De otra manera, aunque compartan mucho, funciona Yo también me acuerdo, publicado en 2014, tras la participación de Glantz en un especial de la revista argentina Traviesa en homenaje al poeta y artista plástico estadounidense Joe Brainard (1942-1992) y a su libro I remember (1970), obra que en su tiempo inspiró a Georges Perec a escribir su versión, Je me souviens (1978) y, a través del francés, abrió toda una tradición de libros memorialísticos. La extensa lista de Glantz impacta en primer lugar por su voluminosidad, pero también por lo distintos que son estos destellos de memoria a los que componen su libro anterior, preocupado por dar cuerpo a una narración que, por más autobiográfica que sea, se sostiene con base en personajes y ambientes. De esta manera, la lectura continuada de los dos libros sólo revela la radical diferencia entre ambos, sobre todo cuando se comparan los fragmentos dedicados a los padres, figuras centrales (y entrañables) de Las genealogías.
Un ejemplo será, creo, elocuente: dice en sus memorias Glantz: “Una vez acompañé a mi madre a Dallas. Hacía un calor terrible, homérico, pero las mujeres blancas aún se vestían con elegancia. Recuerdo a una rubia alta, muy alta, con tacones también muy altos y un enorme sombrero de paja a lo Greta Garbo...”; mientras que en Yo también me acuerdo afirma, lacónicamente: “Me acuerdo cuando tenía 18 años, viajé a Dallas con mi madre en épocas de intenso calor”. Es que, precisamente, el género de recuerdos inventado por Brainard aparece, de alguna manera, como la antiautobiografía, a pesar de que su carácter es marcadamente autobiográfico. Su preocupación es de hecho otra que la de las memorias, y su centro, más que el “acontecimiento”, es a menudo lo que Perec llamará en otro libro lo “infraordinario”: lo trivial, lo inútil que, a través de la escritura, se vuelve esencial.
Otras listas
En aquella serie de homenaje a Brainard publicada por la revista Traviesa, además de Glantz, participaron otros escritores, como Sergio Chejfec, Carmen Boullosa y Martín Kohan, que hace unas semanas publicó a su vez Me acuerdo en la editorial Godot.
En una entrevista con Silvina Friera, Kohan reflexiona sobre la escritura de este libro y sobre el molde de Brainard, que él caracteriza como “lista de recuerdos” y opone a la “memoria”. En efecto, la bibliografía del argentino no cuenta, como la de Glantz, con libros tan evidentemente autorreferenciales, escritura que, asegura, no le atrae. Entonces, si bien afirma que no podría haber escrito una narración de ese tipo, porque su vida no le interesa como asunto literario, “hacer un listado, la idea de enumerar recuerdos (más que narrarlos)”, le dio ganas de escribir este libro, que requiere un distanciamiento mayor, una suerte de desaprensión por las cosas personales que hace que estas, prácticamente, sean mostradas (en oposición a “contadas”) sin reflexión, sin observaciones, sin, por decirlo de algún modo, dramatización.
La tarea del escritor, entonces, es recordar, pero también seleccionar y ordenar, y a través de esa selección y ese orden crear sentido más allá de lo que dice cada enunciado por separado, como sucede en el diálogo entre los cuadros en la pared de un museo. A veces, por ejemplo, los recuerdos se suceden como de lo general a lo particular; Brainard, así, dice “Me acuerdo que aprendí a jugar al bridge para poder conocer mejor a Frank O’Hara”, y a continuación “Me acuerdo de jugar al bridge con Frank O’Hara. (Mayormente hablábamos.)”, mientras que Kohan, por su parte, afirma “Teléfono público de la farmacia de Manuela Pedraza. Mi hermana iba a llamar a Adriana Vegh para saludarla por el cumpleaños. La acompañé. Me pasó el teléfono. La saludé yo también” y enseguida “Adriana Vegh cumplía años en enero, igual que yo”. De esta forma, entre otras, es que se van encadenando los recuerdos, que a veces se reúnen en torno a temas que, en otros momentos, sirven como motivos recurrentes, como lo son las marcas de golosinas o de autos en el libro de Kohan (y también en el de Perec), creando un ritmo, una música que en cada caso es particular.
De este modo, si Brainard logra un autorretrato conmovedor, sostenido en gran medida por sus experiencias sexuales, que van pautando buena parte del libro, y Perec crea un verdadero panorama de época, un mapa del París de su juventud, Kohan centra sus fragmentos en su vida familiar y barrial durante su infancia, porque es de ese mundo de donde toma estos fragmentos que, a la vez que funcionan como una lista despojada, van armando un entramado en el que destellan los cambios del crecimiento, los primeros amores y las particularidades de su crianza como judío en Argentina.
En este sentido, el libro traza vínculos con otros recientes, como El hijo judío (2018), de Daniel Guebel. Sin embargo, a pesar de compartir algunas observaciones (dice Guebel: “Mi abuela materna, por ejemplo, jamás pudo decir ‘huevo’. ‘Dañele, ¿querés que te haga un boibo frito?’, me decía”, y Kohan recuerda “Pedirle a la bobe que dijera ‘huevo’, nada más que para divertirnos al ver que no le salía”), los procedimientos son una vez más incomparables. Lo que en Guebel surge para ser comentado, analizado, interpretado y reinterpretado, en Kohan tiene en cambio la forma de observaciones, de apuntes que significan en tanto totalidad y se apoyan en el sonido más que en la necesidad narrativa o en las tensiones del discurso introspectivo. Tal es el afán de limpieza de Kohan que recuerdos que en su forma original en Traviesa ocupaban varias oraciones (“Me acuerdo del día de la muerte de Perón. Yo tenía siete años. Mis padres me llevaron a ver el paso del cortejo fúnebre. No eran peronistas, nunca lo fueron. Pero el cortejo fúnebre pasaba a pocas cuadras de mi casa. [...] Fue la primera vez en mi vida que vi llorar a personas adultas. Lo hacían sin ocultar la cara”) en el libro, de aparente idéntica naturaleza, se transforman en una sentencia despojada (“La muerte de Perón: nos llevaron hasta la Avenida Lugones, a ver pasar el cortejo fúnebre”).
A pesar de esto, a fuerza de recurrencias del texto, el lector puede crear clasificaciones, órdenes, pensar nuevas listas que incluyan datos como los teléfonos de vecinos, peculiaridades lingüísticas, anécdotas futbolísticas, las peleas familiares, el descubrimiento de la sexualidad y de la mortalidad, que se unen en un recuerdo deslumbrante. En un momento, afirma Kohan: “Me acuerdo del mazo de naipes con imágenes de mujeres desnudas que tenía mi zeide. Era antiguo. Me acuerdo de haber pensado que esas mujeres debían estar ya muertas”. Como esos naipes, que de manera perfecta reúnen el deseo y la muerte, estos catálogos fijan el instante a la vez que advierten que ya es historia.
Me acuerdo. De Martín Kohan. Buenos Aires, Godot, 2020. 104 páginas.