Cuando la actual y promocionada caza de brujas en los ámbitos del arte, destinada a eliminar todas aquellas obras que puedan herir ciertas sensibilidades, en procura de la edificación de espíritus más puros, adquirió un mayor peso mediático y los títulos de algunos libros, películas, pinturas y canciones empezaron a ser señalados como el enemigo, la novela Lolita no tardó en caer bajo los dardos de los cruzados. La historia de un cuarentón que se enamora de una niña de 12 años constituye un espacio privilegiado sobre el que volcar las fobias y los temores de las masas ungidas por la prédica biempensante, donde la lucha contra la pedofilia y la violación es apenas la más visible y la menos importante de las preocupaciones. El autor del libro, además, pese a llevar más de 40 años muerto, reúne en su condición de hombre, blanco y heterosexual las señas identitarias del mal, a saber, la flagrante marca del heteropatriarcado.
Muchos de los que cuestionan a Lolita desde columnas, artículos, foros y simposios no han necesitado leer el libro para convencerse de la lacerante figura de abominación que representa y que, como tal, requiere ser cuestionada, defenestrada y, en definitiva, eliminada de la faz de la Tierra. Lo que los cruzados del bien y la moral no alcanzan a ver es que el mundo es más amplio que el perímetro delimitado por sus anteojeras, que el ser humano es una realidad mucho más compleja que sus pretendidos parámetros inclusivos, y que el arte, como manifestación acabada del hombre en su efímero paso por la Tierra, está destinado a sobrevivir a cualquier intento de manipulación. En este deslavado 2020, Lolita cumple 65 y tiene mucho para decir todavía.
Desplazamientos
Cuando el escritor ruso Vladimir Nabokov (1899-1977) comenzó a escribir Lolita, en 1950, ya hacía una década que vivía en Estados Unidos, país al que había llegado huyendo de la convulsionada Europa en guerra, a la que a su vez había llegado dos décadas antes, huyendo del bolchevismo que asolaba su patria. El desplazamiento siempre fue para Nabokov y su esposa Véra una condición casi natural, subrayada por el hecho de que nunca dispusieran de un hogar plenamente establecido: a las pensiones berlinesas del período de entreguerras les siguieron los variados apartamentos de alquiler que ocuparon durante sus dos décadas en Estados Unidos y, por último, las habitaciones de un hotel en Montreux durante sus años finales.
Estados Unidos le ofreció a Nabokov la estabilidad necesaria para dictar clases en varias universidades, practicar la lepidopterología y escribir sus libros más recordados. Si bien cuando llegó a su nueva patria venía precedido de cierta fama como destacado novelista en lengua rusa –ya había publicado Rey Dama Valet (1928), Invitado a una decapitación (1935) y La dádiva (1938), entre otros títulos–, Estados Unidos le proporcionó las redes de circulación editorial, académica y social que la concreción de su particularísima obra necesitaba. Además, allí Nabokov dejó de escribir en ruso para pasarse a su lengua de adopción, empezando a consolidar así el extraño –por brillante y casi único– fenómeno de convertirse en un refinado estilista del inglés habiendo nacido como un hablante ruso.
La noción de desplazamiento, un tema central en Lolita, también fue clave en las propias condiciones de escritura del libro. En mayo de 1941, luego de dictar un curso de ruso en la Universidad de Stanford, Nabokov y su esposa debían regresar a Nueva York. Como no contaban con auto propio, una de sus alumnas se ofreció a llevarlos, en un viaje de varios días hacia el oeste que estaría pautado por dos acontecimientos memorables: Nabokov cazó una ignota mariposa marrón nunca descrita hasta entonces (a la que en un artículo científico escrito al año siguiente bautizaría Neonympha dorothea, en homenaje a Dorothy Leuthold, la alumna conductora) y entró en contacto con el universo de los moteles, espacio fundamental en la historia de Lolita: Hotel General Shelby, Maple Shade Cottage, Wonderland Motor Courts y Bright Angel Lodge son algunos de los nombres que jalonan las notas del escritor en aquel viaje temprano por la geografía estadounidense. La vida pasajera en moteles y hoteles, que los Nabokov practicaron en sus permanentes desplazamientos estadounidenses, durante sus temporadas de caza de mariposas, vacaciones entre cursos universitarios o visitas a diversas amistades, sedimentaron el frenético escenario por el que se desplazarían para siempre Humbert Humbert y Lolita.
En una carta de 1950 a su editora en The New Yorker, Katharine White, Nabokov le escribe desde el Royal York Hotel de Toronto, ciudad a la que había viajado para dictar una conferencia en su universidad: “No me hago ilusiones sobre los hoteles en este hemisferio; son para convenciones, no para un individuo; para mil viajantes borrachos y no para el poeta cansado. Puertas que se cierran de golpe, trenes que van y vienen, las violentas cataratas del inodoro del vecino. Terrible”. El lector que haya atravesado las páginas de Lolita podrá percibir el ambiente conocido de la anterior descripción en la secuencia del hotel El Cazador Encantado, ubicada en el centro mismo del libro, donde Humbert Humbert y Lolita se convierten en amantes, la perturbadora clave de toda la historia.
Nínfula
Por entre todas las capas de sentido, marcas en espejo, bifurcaciones de géneros y un dominio absoluto del idioma (la novela está atravesada por innúmeros juegos de palabras), Lolita es una historia de amor no correspondido. La obsesión del profesor Humbert Humbert con la adolescente Dolores Haze, hija de la casera que lo aloja en un anodino pueblo de Nueva Inglaterra, es puesta sobre el papel por el propio protagonista, en una suerte de carta de confesión o memoria de los hechos, que siempre tiene en el centro al objeto deseado, apresado y luego perdido. El primer párrafo, más allá de la marca indeleble de la prosa nabokoviana, que cito a continuación en la traducción de Enrique Pezzoni, da la clave no sólo de todo el libro sino del carácter de Humbert Humbert: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje en tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro treinta de estatura con un pie descalzo. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”. El amor de Humbert Humbert es tan grande, traspasa de tal forma la precaria condición humana, que más adelante dirá: “Mi único reparo contra la naturaleza era que no podía volver al revés a Lolita y aplicar mis labios voraces a su joven matriz, a su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las esponjas de sus pulmones, a sus graciosos riñones gemelos”.
El manuscrito llamado Lolita o las confesiones de un viudo blanco le es presentado al lector por el doctor en Filosofía John Ray Jr., quien a su vez lo recibió de manos del abogado del autor, un convicto de nombre Humbert Humbert, fallecido por una trombosis coronaria, en prisión, a los 42 años, mientras esperaba para ser juzgado por asesinato. El prólogo ya desbarajusta cualquier pretensión moralizante de la historia, como una suerte de guiño introducido por Nabokov para enfrentar a la troupe de lectores ofuscados del futuro. El doctor John Ray Jr. afirma que “considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se encontrará en todo el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no poco asombro al comprobar que aquí están ausentes”. El escueto prólogo informa, además, que Lolita, la señora de Richard F Schiller, murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la pasada Navidad, a los 18 años. Toda la información ofrecida en la introducción está destinada a presentar la historia de Humbert Humbert y a confundir al lector ansioso, pues si se detalla que el protagonista fue encarcelado por un crimen y, al mismo tiempo, se afirma que Lolita murió durante un parto, el autor no propone la búsqueda del asesino en el libro sino que, revirtiendo el esquema de la novela policial, lo que se debe averiguar es quién es la víctima.
En el primero de los tres años de escritura de la novela, en los ratos libres que le dejaban sus compromisos académicos, Nabokov afrontó la minuciosa tarea de construir al personaje de Lolita. Para conocer la jerga de las colegialas de la época se subía a los ómnibus en que viajaban y anotaba fragmentos de las conversaciones que oía; visitó al director de un colegio con el pretexto de que buscaba una plaza para su hija pequeña; leyó trabajos como “Actitudes e intereses de las niñas antes y después de la primera menstruación” y “La maduración sexual y el crecimiento físico de las niñas de seis a diecinueve años”, y recogió una innumerable cantidad de títulos de canciones del momento en máquinas tocadiscos. La Lolita que creó, personaje central y desconcertante en toda la historia, encaja a la perfección en la obsesión que Humbert Humbert tiene con las llamadas nínfulas, esas niñas que empiezan a despuntar en adolescentes, tan deseables como esquivas, y que son un eco de Annabel, el amor perdido de su adolescencia, que acompaña como un fantasma cada manifestación de su deseo.
Hogueras
Una de las cumbres del arte de Nabokov es su personalísimo trabajo con el lugar que ocupa el narrador. Avanzar por las tramas nabokovianas implica atravesar frondas sucesivas de sentido, al tiempo que se abren bajo los pies del lector trampas perfectas, simuladas en la aparente calma del paisaje. Y cuando el paseante desprevenido, o no, se sume en el corral de ramas dispuesto a su paso, percibe, al mirar hacia atrás, que las señales siempre habían sido evidentes, pero nunca claras. La clave de tamaño prodigio artístico se encuentra en una carta que Nabokov le envió al editor Walter Minton, de Putnam’s, al remitirle el manuscrito de Pálido fuego (1962): “Confío en que se zambullirá en el libro como en un agujero azul en el hielo, que dará boqueadas y volverá a zambullirse, y luego (más o menos en la página 126), saldrá y regresará a su casa en trineo, metafóricamente, sintiendo el calor cosquilleante y delicioso que en el camino le llegará desde mis hogueras, estratégicamente colocadas”.
La imagen de las “hogueras estratégicamente colocadas” conforma un elemento determinante y desestabilizador en todas las novelas de Nabokov, incluso en aquellas de lectura aparentemente más sencilla. Al inicio de Barra siniestra (1947), por ejemplo, un charco oblongo que el protagonista contempla desde la ventana del hospital donde agoniza su esposa adquirirá formas diversas a lo largo del libro –un borrón de tinta, la huella del pie de un isleño, un poco de leche derramada– hasta adquirir la forma definitiva en el párrafo final; en Pnin (1957), la intromisión del narrador en la historia del personaje principal, contada casi al pasar, cuajará plena de sentido en la comedia de desencuentros con que cierra la novela.
En Lolita hay varias hogueras presentadas para captar el interés del lector atento: un diálogo interrumpido por la llegada de un personaje a orillas de un lago, la presencia de cierto reloj sumergible e, incluso, la aparición del autor bajo el anagrama de Vivian Darkbloom, como la autora de una obra de teatro que se escenifica en el colegio al que asiste Lolita y en la que la adolescente tendrá el papel principal. La construcción de estas hogueras es la puesta en arte de la prédica de Nabokov por el cuidado hacia los detalles, algo con lo que machacaba una y otra vez cuando enseñaba literatura, tal como cuenta en una de las entrevistas compiladas en el libro Opiniones contundentes (1973): “Cualquier ignorante puede asimilar los principales puntos de la actitud de Tolstoi respecto del adulterio, pero para disfrutar del arte de Tolstoi el buen lector debe visualizar, por ejemplo, la disposición de un vagón de la línea nocturna Moscú-Petersburgo tal como era hace cien años”.
Publicación
Ningún repaso de Lolita, aunque sólo sea en un articulillo de esta laya, puede estar cerrado sin referir al extenso y conflictivo proceso de publicación del libro. Cuando, 65 años atrás, Nabokov logró publicar Lolita en Olympia Press, una oscura editorial francesa especializada en textos pornográficos y en obras apestadas para la moral de su tiempo, el libro ya venía padeciendo el rechazo cerrado desde varios frentes. Las editoriales estadounidenses Vicking, Simon and Schuster, New Directions, Farrar, Straus y Doubleday, que antes y después se desvivirían por obras del autor, rechazaron el manuscrito, mientras que varios lectores privilegiados del original, como el prestigioso crítico y amigo personal de Nabokov Edmund Wilson, cuestionaron la historia y le sugirieron que no la publicara.
En 1950, el propio Nabokov había estado a punto de destruir el libro cuando, abrumado por la falta de tiempo, los compromisos académicos y la necesidad de escribir algo más rentable para vender a The New Yorker, llevó el manuscrito al incinerador del patio para quemarlo. Fue su esposa Véra la que lo detuvo, en un gesto que el autor luego celebraría, pues de haberse concretado “el fantasma del libro destruido rondaría por mis archivos el resto de mi vida”.
Publicada en Francia en 1955, deberían pasar cuatro años para que Lolita se editara en Estados Unidos, luego de una serie de sórdidos episodios que incluyeron litigios contractuales con el editor Maurice Girodias, ediciones truchas que se centraban en el aspecto más escabroso del argumento y medidas judiciales de parte del gobierno francés, como el retiro de los ejemplares de los escaparates de las librerías y la prohibición de la venta a menores de 18 años, que no hacían más que acrecentar la fama de la obra y el hecho de que el libro ingresara casi de contrabando en el país en que había sido escrito.
Al poco de su aparición en Francia, John Gordon, editor del sensacionalista Sunday Express, escribió que Lolita era “pura pornografía descontrolada” y que “no cabe duda de que el que la publicó, o el que la vende aquí, debería ir a la cárcel”. En respuesta a las afirmaciones del editor, el escritor Graham Greene, defensor de Lolita desde el primer momento, propuso que se creara una Sociedad John Gordon, un cuerpo de censores que “examinara, y en caso necesario, condenara todos los libros, obras de teatro, pinturas, esculturas y cerámicas ofensivas”.
Cuando en 1959 Lolita finalmente se publicó en Estados Unidos, Nabokov incluyó en la edición un epílogo titulado “Sobre un libro llamado Lolita”, en el que, entre otras cosas, señala la génesis de la obra, una desconcertante variación de los hechos, propia de su genio creador. Cuenta allí que el primer latido del libro le llegó a finales de 1939, en París, tras leer un relato periodístico acerca de un chimpancé recluido en el Jardín des Plantes, que después de varios meses de incitaciones por parte de un científico, logró esbozar su primer dibujo: “Ese dibujo mostraba los barrotes de la jaula de la pobre criatura”.
Sesenta y cinco años después de su accidentada y casi clandestina publicación, Lolita sigue tan fresca como la primera vez, cuando Humbert Humbert la descubre, de rodillas sobre una estera, en un estanque de sol, devolviéndole la mirada sobre sus anteojos negros. El arte verdadero, el que apela a la inteligencia y la sensibilidad del que lo contempla, sin preceptos morales ni manuales de uso, está destinado a sobrevivir al accionar de los censores de turno, que en una inversión espacial de la historia del chimpancé del Jardin des Plantes, sólo atisban los barrotes de las celdas que ellos mismos construyen.