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Ilustración: Ramiro Alonso.

Agamenón Castrillón, poeta fronterizo (1954-2021)

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Mirada de neófito.

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Leído por Abril Mederos
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Aprovisionado desde la cuna con dos nombres casi antagónicos, Yamandú Agamenón Castrillón nació el 7 de octubre de 1954 en Tacuarembó. Una ciudad sembrada de poetas que nunca ha sido territorio fácil para la poesía. Menos de un año tenía el futuro escritor cuando ardió en la plaza pública la edición casi completa de Tata Vizcacha, poemario de Washington Benavides que había despertado el enojo de la elite ganadera y sus amanuenses. Medio siglo después sería Castrillón el encargado de prologar la reedición de ese libro (Yaugurú, 2012) y de acompañar a Benavides a un desagravio en la misma plaza del “acto de fe”.

La parte de la infancia de la que se guardan más recuerdos la pasó en Carumbé, departamento de Salto, donde vivió desde los cinco años hasta entrada la adolescencia. Es amparado en su paisaje que el escritor encuentra una parte de su poética. En Carumbé aparece ambientada una breve serie de cuentos que daría a conocer en 2000 en su revista de un único número, La del Mono, crítica y defensa de la literatura. Serie que luego tendría su libro completo: Cuentos de El Barón de Carumbé (Banda Oriental, 2002).

Ya en Montevideo, terminada la adolescencia, llega la militancia. Ya en la militancia, llega la poesía. Todavía no despegada del todo del cordón umbilical de la música que se esgrimía como un estilete contra la dictadura, la poesía lúdica de Castrillón, comprometida con su tiempo y con su oficio, se despliega en recitales que se hacen en cooperativas, en salones parroquiales, en clubes de la loma del quinoto. En muchos casos, compartiendo escenario con su cófrade Gustavo Maca Wojciechowski. Se dice que en alguno de esos recitales, de 1978, estuvo el germen de lo que luego, desde 1982, sería el Grupo Uno, bastión central de la poesía uruguaya del tramo final del siglo XX.

En 1980 publicó su primer medio libro: el ejemplar completo contenía Vidrio para cronomapas de una realidad desnuda, de Castrillón, y Ciudad de las bocas torcidas, de Maca. Fue su mayor éxito editorial. Los 100 ejemplares pasaron a manos de quienes abarrotaban una pequeña sala de la Asociación Cristiana de Jóvenes, según contó Castrillón a Pablo Silva Olazábal cuando lo entrevistó para La máquina de pensar en febrero de 2018.

Toda una bibliografía se tejió desde entonces, en una trama que se puede encontrar resumida en la antología Todo asunto (Yaugurú, 2019). Fue una vida dedicada, en las fronteras de lo posible, a la escritura. Tuvo sus momentos de nativismo pop, de concretismo costero, de provocación urbana con intermitencias performáticas. Hasta que se apagó el 9 de enero de 2021. En el camino, Castrillón supo ser un buen jinete. Mantuvo las riendas del flete de Rodríguez –el del cuento de Paco Espínola– intentando esquivar las astucias del diablo. A la vez, se lanzaba sin miedo, cual aviador desencantado, sobre la bahía de sus innumerables proyectos. Antagónico y fronterizo en sus cuerdas de creador –como el guaraní Yamandú del atrida Agamenón–, se mantuvo fiel a la unicidad gregaria de la poesía.

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