El domingo compré en la feria vecinal de Barrio Sur, en un grueso tomo celeste, Antología de la poesía moderna en Kazajstán (2019). Antes de que yo lo hiciera, ya lo había comprado Nursultán Nazarbayev. Y por bastante más dinero que los 200 pesos que me cobró el vendedor que lo tenía en el suelo asfaltado de la calle Héctor Gutiérrez Ruiz. Mucho más. Lo suficiente como para hacer una edición de 60.000 ejemplares para ser distribuida en 93 países y pagar, antes, al antólogo, a los prologuistas y a los traductores al árabe, al chino, al francés, al inglés, al ruso y al español.
Nursultán Nazarbayev es el primer presidente (y casi el único, si se tiene en cuenta que sigue gobernando desde las sombras) de ese país de Asia Central, y es a él a quien se nombra en la primera página. Cuando renunció en 2019 llevaba 29 años en el poder. 39, si se cuentan sus períodos como secretario general del Partido Comunista kazajo. Con su nombre bautizó aeropuertos, centros comerciales, escuelas, calles y plazas llenas de sus estatuas. A esos logros se suma, ahora, una antología de poesía.
Los poetas suelen decir, monotemáticos, que “la poesía no se vende porque la poesía no se vende”. Pero ¿qué pasa con la poesía que sí se vende? O que al menos resulta apta para ser comprada. No me refiero a comprada como se compra un libro de poesía en un puesto callejero de una feria de Barrio Sur, en medio de verduleros con el tapaboca al cuello, pescaderos expertos en gotículas y lentos queseros con filas interminables. Me refiero a la literatura que se compra con la billetera de los autócratas.
El resultado es una muestra de poesía del noveno país más extenso del mundo, en la que pululan cantos épicos al jinete de las estepas, voces edificantes, moralina religiosa, introspecciones sacadas de un texto para escolares de la primera mitad del siglo XX. No hay un mal hijo, un disidente rebelde, un alma torturada. Las biografías, eso sí, son extensas y en sus páginas brilla el metal de los premios oficiales y las condecoraciones. Incluso cuando se incluye a buenos poetas, como es el caso de Ulugbek Esdaulet, no se incorporan sus textos más logrados, como el hipnótico “Palabra”, quizá porque aquello de “estoy dispuesto a morir por las palabras” resultaba sospechoso.
En la antología, publicada por la prestigiosa editorial Visor, no está, por supuesto, Aron Atabek, el poeta condenado a 18 años de trabajos forzados en 2007 por protestar por la demolición de un barrio en la vieja capital del país. Atabek es un nombre habitual en los reclamos de libertades que se realizan en las escasas manifestaciones callejeras en el país, y organizaciones literarias internacionales han impulsado varias campañas en su favor. Fotos de su cabeza calva, su barba candado y su camiseta ensangrentada por los golpes de los antimotines suelen acompañar su poema más icónico. Ese donde vincula su suerte actual con la que le cupo a su padre, “enemigo del pueblo” durante la era soviética.
Mientras tanto, en palacio, el Nazarbayev ateo de entonces, y el actual que se ha preocupado de peregrinar a La Meca y construir mezquitas, parecen ser buenos lectores de poesía. Más por las ausencias que por los versos incluidos.