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El hombre del piano: sobre novela de Wolf Wondratschek

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El alemán Wolf Wondratschek, nacido en 1947, publica desde 1970 y es considerado un escritor de culto. En su última novela, Autorretrato con piano ruso, un escritor entabla un diálogo con Suvorin, un viejo pianista ruso que luego de hacer carrera en la URSS termina exiliado en Viena. En una pizzería de esa ciudad tienen lugar los diálogos entre el escritor y el pianista. Según ha dicho el autor en algunas entrevistas, el libro también refleja la experiencia de muchos exiliados rusos en Viena.

Tanto el autor como el personaje que dialoga con Suvorin le dejan hablar libremente, incidiendo muy poco en el fluir de sus recuerdos. La propia personalidad de Suvorin no da mucho lugar a ordenar su discurso mediante el diálogo. Si bien parece agradarle la compañía, no muestra demasiado interés en hablar de otra cosa que de lo que va pasando por su cabeza en ese momento. El resultado es un relato fragmentario y sin linealidad temporal que el escritor, interlocutor complaciente, intenta ordenar, no en términos diegéticos, sino, diríamos, filosóficos. Entre toda esa maraña de recuerdos desordenados el autor intenta encontrar ciertas claves que, a su vez, reflejen sus propias inquietudes existenciales. La voz del narrador (el escritor) y la de Suvorin se confunden (rara vez se utilizan guiones), y es al final el pianista el que, por decirlo en términos musicales, lleva la batuta.

Suvorin odia los aplausos, en particular cuando impiden el necesario silencio luego del fin de la pieza. Para él, quien no necesita ese momento de contemplación antes de poder reaccionar, no escuchó realmente la música. Comienza a rebelarse tímidamente y llega hasta terminar la pieza sin mirar al público y adoptando una actitud de ajenidad. Su actitud antipopular llama la atención de las autoridades del Partido, que envían a un funcionario del Comité Central de Repertorios a conversar con él para incitarlo a "liberarse de errores políticos". "Quien rechaza la alegría de la gente que aplaude, rechaza a la gente. El arte, camarada Suvorin, pertenece al pueblo". El pianista sabe lo que le espera: "Me vi, si no arrestado, eso no, sí sirviendo muy pronto a la comunidad, sirviendo al pueblo, sometido por la camisa de fuerza reservada habitualmente a los pianistas. No sería el primero y, ciertamente, tampoco el último que recibiera sanciones leves, como acompañar con el piano películas mudas".

Más allá de la infinita gama de opiniones que pueden tenerse sobre el régimen soviético, problema que no nos incumbe aquí, en el texto estas derivas vitales cumplen la función de permitir una reflexión sobre la libertad, como ha insistido hasta el cansancio la crítica desde que se lanzó este libro. Por estos pequeños detalles, estos "caprichitos", Suvorin termina renunciando a los escenarios (salvo en conciertos clandestinos en los que actúan artistas proscritos) y enfrentándose a una solitaria vejez en el exilio. Pero en ningún momento se arrepiente. Para él la música es un fin en sí mismo, no se debe al régimen, ni al pueblo, ni a nadie que no pueda apreciarla.

Esta concepción, obviamente, también es una concepción del arte, netamente antinstrumentalista. Ya no se trata sólo de no poner las destrezas del artista al servicio de un régimen: Suvorin ni siquiera las pone al servicio del público. Coincide en gran medida con el ideal romántico del artista que, en su búsqueda de la belleza, entiende que debe pasar por la incomprensión, el rechazo e incluso la persecución.

No obstante, la novela no es una obra dogmática ni panfletaria, ni siquiera reivindicativa, declarativa o aforística. Más bien plantea más preguntas que respuestas. De hecho, cada capítulo se titula con una pregunta: “¿Me oye?”, “¿Quién sabe quién se sienta frente a ti?”, “¿Quién iba a creérselo?”, “¿Cuál seguía siendo su lugar?”. En un aspecto, es una reflexión sobre la libertad y sobre el arte, pero no un manifiesto. En última instancia, también es un interrogante sobre qué es una vida humana, qué queda en ese anciano solitario de todos los que fue.

Otro aspecto es la forma en que parecen fusionarse el yo del escritor y el del pianista. La palabra autorretrato en el título parece un tanto imprecisa: el referente principal (el pianista) no coincide con la voz del narrador (el escritor), por lo que formalmente sería más bien un retrato. Puede entenderse, en tanto la mayor parte del tiempo es el pianista el que habla, pero no hay una intención de presentarse o autorretratarse en esta enunciación. No hay intencionalidad, de hecho: es simplemente un anciano solitario dialogando con un interlocutor. Quizá el narrador esté buscándose a sí mismo en Suvorin, y lo esté utilizando como excusa. En todo caso, uno de los juegos más interesantes a lo largo del libro consiste, justamente, en esa fusión o confusión ahí donde la escasez de guiones y la abundancia del estilo indirecto contribuyen a que no percibamos el paso de la voz del narrador a la de Suvorin y viceversa. Muchas veces tampoco se nos avisa cuándo Suvorin está evocando algo dicho por alguno de sus viejos amigos. Wondratschek parece trabajar un punto medio entre la seducción y la desconfianza: no sabemos cuánto hay de cierto en lo que cuentan cualquiera de los personajes, pero nos seduce el relato y queremos creerles.

Autorretrato con piano ruso ha sido aclamado por la crítica y puede ser una buena oportunidad de acercarse a un autor de larga trayectoria pero escasamente disponible en lengua castellana.

Autorretrato con piano ruso. De Wolf Wondratschek. Barcelona, Anagrama, 2021, 192 páginas.

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