Entre la infinidad de máximas trasnochadas, presuntas verdades de Perogrullo y juicios categóricos aparentemente plebiscitados por la mayoría que pueblan el mundillo editorial, repetidas con inimputable soltura de cuerpo por muchos editores, publicistas, libreros, distribuidores, críticos, agentes y escritores, se encuentra la sentencia de que el cuento vende menos que la novela, supuesta razón tras la cual se escudan algunas editoriales para dudar, demorar o rechazar la salida entre dos tapas de las formas breves. Sin embargo, la oferta de libros de cuentos en la mesa de novedades de cualquier librería no sólo desmiente lo anterior sino que obliga a estar atento a las permanentes manifestaciones del género, en medio de un sistema de circulación que, por fortuna, no tiene descanso. (En estas mismas páginas, sin ir más lejos, en los últimos tiempos se han comentado libros de cuentos de autores tan diversos como Yuri Buida, Thomas Wolfe, Ann Beattie, Andre Dubus, John Fante, Osamu Dazai, Claudio Magris, William Trevor, Cristina Peri Rossi y Liliana Colanzi, entre otros.)
La escritora estadounidense Deborah Eisenberg (1945) es una excelsa (y, lamentablemente, algo lerda) cultora del relato corto, lo que constituye un verdadero logro si se la posiciona en el contexto de una literatura nacional saturada de enormes cuentistas, corriente originada, por marcar una suerte de inicio tan arbitrario como contundente, en los nombres de Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne. Eisenberg, profesora del programa de escritura de la Universidad de Columbia y merecedora de diversas distinciones por sus colecciones de cuentos, conforma desde hace décadas una pintoresca pareja junto al actor y dramaturgo Wallace Shawn (el protagonista de la más que atendible Rifkin’s Festival, de Woody Allen), y hace algunos años se ubicó en el centro de la polémica del ámbito literario cuando, junto a otros escritores, cuestionó la decisión del PEN International de homenajear al semanario satírico francés Charlie Hebdo con el Premio Anual de Coraje a la Libertad de Expresión, luego del atentado del 7 de enero de 2015. Recientemente, la editorial argentina Chai, que en 2020 publicó su colección de cuentos Taj Mahal, ha reincidido en la práctica con la salida de Relatos, traducido, al igual que el volumen anterior, por el escritor Federico Falco.
Las seis piezas reunidas en Relatos se caracterizan por su aspecto huidizo, que desprecia toda concesión o facilismo en la progresión argumental para darle forma a lo que podría definirse como una marca de la autora, elemento que se vuelve especialmente notorio si se observa que los cuentos aparecen ordenados cronológicamente –el primero es de 1984; el último, de 2003–, apreciándose así la formación y consolidación de un estilo. El movimiento tiene algo de perturbación, en el sentido de que dos por tres desplaza el foco de la acción para centrar la atención en una subtrama o incluso en un detalle, pero sin perder de vista el núcleo de la historia. En algún caso, como en el cuento “Bajo la 82ª división aerotransportada”, las diversas capas argumentales –una actriz que sigue a su hija y a su esposo a un país en guerra, involucrándose de diversas formas con los elementos locales, hasta que la historia deviene de un complejo vínculo filial a una suerte de trama de contraespionaje– terminan diluyéndose en espirales cada vez más amplios, como si la autora, llegado un punto, se hubiera perdido en el camino hacia el cierre o, más probable aún, se hubiese hartado de sus personajes. Pero en otros, como en el brillante relato “Restos que flotan a la deriva”, en el que la concreción de la separación de una pareja lleva a la protagonista a vivir una serie de situaciones entre patéticas y liberadoras que la terminan enfrentando con su propia individualidad, el mecanismo funciona a pleno.
En los relatos reunidos en este libro, Eisenberg descolla en la pintura precisa de ambientes, personajes y sensaciones a partir de comparaciones particularísimas, desconcertantes, como cuando en un pasaje de “Transacciones en una moneda extranjera” la narradora explica así la fuerza que la ata a su amante: “Siempre sentía lo mismo cuando veía a Ivan: como un animal criado en cautiverio al que, después de años de desconcertante soledad en su jaula, la caricia de una criatura similar le trae a la mente la centelleante conciencia innata de su especie”; o como cuando la provinciana protagonista de “Restos que flotan a la deriva” evoca su llegada a una gran ciudad: “Nunca antes había estado en Nueva York y recuerdo con toda claridad la impresión que me causó el metro esa primera noche. Era como un gran dragón chino, chillón y festivo, rechinando y resoplando a través de sus destellantes cavernas”. En ocasiones basta con una única línea para cincelar una imagen grandiosa, como ocurre en “La chica que dejó una media tirada en el suelo”: “Como si fuera un aislante térmico, una buena capa de ese polvillo que exudan las ciudades sellaba el alféizar frente a la ventana cerrada”.
El aspecto huidizo del que hablé antes unifica las seis piezas de este libro, a través de diversas intensidades en los vínculos humanos –entre amantes, esposos, hijos, hermanos, cuñados, etcétera–, para entregar otras tantas representaciones de lo que, en el fondo, nunca puede ser contado, puesto en palabras. Así, como hemos aprendido los lectores a partir del trato diario con la ficción, las representaciones de la realidad muchas veces se imponen con más fuerza que la cotidianidad, o, como escribe el narrador de uno de estos relatos, “el cielo es tan brillante y puro como el cielo en un cartel”.
Relatos, de Deborah Eisenberg. Argentina, Chai, 2022, 240 páginas. Traducción de Federico Falco.