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Agua, de Ana Lissardy

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“Personalísimo encadenamiento de textos que se lee de igual forma que una novela”

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En su imprescindible Diccionario de símbolos, Juan-Eduardo Cirlot señala que en las llamadas “aguas primordiales”, imagen de la protomateria, se hallaban los cuerpos sólidos aún carentes de forma y rigidez. Por esa razón, los alquimistas denominaban agua al mercurio y, por analogía, al cuerpo fluídico del hombre, “lo cual interpreta la psicología actual como símbolo del inconsciente, es decir, de la parte informal, dinámica, causante, femenina, del espíritu”.

El agua es principio unificador de la vida –porque en sí misma la contiene– pero su propia sustancia, que fluye, rebasa los diques que se proponen contenerla y sólo puede ser apresada en cantidades mensurables, permite la asociación con la más variada simbología e interpretación.

En Agua, el flamante libro de la poeta, periodista y editora uruguaya Ana Lissardy, el agua se desprende de toda simbología e interpretación para volverse materia fundante, principio, leit motiv y destino de la voz que se manifiesta en las diversas capas del volumen. Lejos de una acumulación de poemas con el agua como tema, Lissardy le ha dado forma a un personalísimo encadenamiento de textos que, en el plano más inmediato de la lectura y a efectos de someter al libro a la inefable categorización en compartimentos estancos del mundillo editorial (esa que a diario se leuda en departamentos de prensa, distribuidoras, librerías, universidades, bibliotecas y en reseñas como esta), se lee de igual forma que una novela.

El inicio es concreto y engañosamente prosaico: una mujer reflexiona sobre una palabra que se ha deslizado durante una visita al doctor, en el marco de un estudio al que se ha sometido (“Hace un rato, le discutí a un médico y a una enfermera que nunca me habían hecho ese estudio para determinar si era maligno”). La mujer ha abandonado el consultorio, ha entrado a una cafetería cercana a un río y ahora reflexiona sobre una palabra. He subrayado ese “ahora” porque en Agua el tiempo es una entidad engañosa y movible, que nunca deja apresarse bajo los parámetros de una forma cristalizada como la de la novela (quizás debí subrayar también la palabra “novela” cuando la utilicé antes). El tiempo es de hecho tan maleable que por momentos se prolonga en una suerte de presente eterno fijado en la observación (“La mujer que reía en la cafetería se desprende de alguien que no alcanzo a ver, detrás de un árbol. Estira el brazo, toma una mano. Del otro lado, distingo sólo los dedos, moviéndose, soltándola, yéndose”).

De forma gradual, a medida que avanzan las páginas, el escenario concreto de las escenas iniciales del libro comienza a desaparecer, al tiempo que se produce una metamorfosis en los segmentos hilvanados: la prosa realista que conforma los fragmentos iniciales declina hacia versos de variada extensión, mayoritariamente breves, no exentos de la reflexión de su propia naturaleza discursiva, como si la voz investigara su causa y razón de ser a medida que se manifiesta (“Esos dos versos, peces saltando. ¿De dónde? / ¿Los inventé o los leí? / Tiro de ellos. Pero no. / Se me van. Se van. / Sonrío. Aunque no sé por qué”).

Con la conversión formal llega la transformación de la voz que narra, describe o novela los hechos, así como el desplazamiento espacial: “Del lugar más seco del planeta, / de la tierra áspera y rojiza de Atacama, / sobresalen tubos y parábolas metálicas / del tamaño de la angustia encapsulada”. El aséptico consultorio médico, la mesa del café junto al río y los derroteros por calles y carreteras le dan paso al vastísimo desierto de Atacama, donde ahora es una niña la que se mueve y atraviesa la árida inmensidad cargando una gota de agua, quizás la última. Ese doble viaje temporal y espacial es un periplo a través de la memoria personal que, por la propia circunstancia de integrar la especie y ser parte de un todo, se convierte en una memoria cósmica.

En la contratapa del libro, el poeta chileno Raúl Zurita emplea un adjetivo preciso, contundente, para definir la belleza de Agua: desolladora. Es que hay en el viaje que propone Ana Lissardy una sensación de despojamiento personal de la voz que refiere los hechos pero, también, un avance hacia el fenómeno interno del poema. Es acá cuando la palabra novela se redimensiona para iluminar los procedimientos escriturales de los que se ha valido la autora y que, al cerrar el libro, potencian la sensación de unidad de Agua.

El otro elemento a destacar es el cuidado formal del volumen, con una tapa impresa de forma artesanal y con serigrafía y tipos móviles que convierten al libro en un bellísimo objeto, al margen de su anteriormente glosado valor literario.

Agua, de Ana Lissardy. 88 páginas. Versolari Ediciones, 2023.

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