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El arte del tacto: cómo la novela Tres luces se transformó en la película The Quiet Girl

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Actualmente en cartel, el film cuenta las tensiones de Irlanda en los años 80 desde el punto de vista de una niña.

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El 20 de agosto de 1981 murió de inanición, en la cárcel de Maze, Irlanda del Norte, Michael Devine, miembro del Ejército Irlandés de Liberación Nacional (INLA). Fue el décimo huelguista de hambre que murió en el proceso de protesta contra el gobierno de la infame Margaret Thatcher. El primero había sido Bobby Sands (miembro del IRA, Ejército Revolucionario Irlandés), que había sido elegido, estando en prisión, miembro del Parlamento, y murió el 5 de mayo.

Probablemente sea a Devine a quien se refieren los Kinsella, matrimonio de coprotagonistas de Tres luces, cuando comentan la muerte de “uno de los huelguistas”. La otra protagonista de este “largo relato corto”, como lo llama su autora, es la narradora, una niña de quien no se sabe ni el nombre ni la edad.

La niña es llevada a pasar el último tramo del verano a la casa de una prima de su madre. En la casa de la niña son demasiados, hay muy poco dinero, y la madre está a punto de parir su quinto o sexto hijo. El padre de la niña no está, al parecer, muy inclinado al trabajo, y suele tomar “una cena líquida” en el pub. Hace poco perdió su vaca en un juego de naipes. Y la vaca es muy importante: se trata de una comunidad agraria del sur de la República de Irlanda de granjeros que explotan pequeños tambos, majadas y cultivos. Los padres de la niña pasan grandes aprietos, en parte por lo extenso de su prole, en parte por el modo de ser del jefe de familia. En cambio, los Kinsella, sus primos, no tienen hijos y sus cosas van económicamente bastante bien, incluso en medio de la crisis económica que se vivía por aquellos años en Irlanda.

Con una prosa ceñida y precisa, la narradora da cuenta de lo que pasa y lo que siente, desde una mirada infantil. Aquí está uno de los valores de esta nouvelle. La autora se enfrenta a una tensión entre el uso de un universo léxico y sintáctico infantil, y un mundo mental y espiritual también infantil, rico y complejo, para el que se hace necesario un discurso que puedan entender los adultos.

Para convencer al lector de que la narración está conducida por una niña, es común que se organice el texto como la redacción de una persona de esa edad; no es esa la estrategia de la autora. Si el dominio de la lengua depende de la edad, la complejidad de la imaginación, la percepción y las emociones no es más simple en la infancia que a otra edad cualquiera.

Claire Keegan es una escritora sutil que construye una narración arriesgada desde el punto de vista lingüístico. Su texto nos convence de que estamos presenciando sus emociones y percepciones de niña, marcando claramente la diferencia entre emociones y lengua. Los adultos necesitamos una cierta amplitud lingüística para entender a la niña, y Keegan se juega con éxito, sin que el uso de cierto léxico adulto impida ver a la niña que piensa y siente. Se trata de una narración en primera persona mental y emocional, no lingüística. Y lo que vive la niña es algo simple, que a veces la desconcierta, aunque no demasiado; un aprendizaje emocional siempre hondo, visto con agudeza desde esa inteligencia luminosa que suelen tener los niños que no han sido lastimados.

El libro está escrito en inglés, y la mayor parte de los nombres son ingleses, aunque la acción se desarrolla en Irlanda. Hay unas pocas referencias locales: el juego de hurling, ciertas bebidas locales como la “limonada roja” —tonalidad debida a la adición de whiskey—, y en una ocasión se usa una palabra de cariño en irlandés (leanbh, “hija”). Pero el libro no hace referencia a qué idioma usan los personajes. Al parecer, en esos años los irlandeses hablaban mayoritariamente en inglés, aunque se enseñase irlandés en las escuelas. En 2008, cuando Keegan escribió el libro, probablemente pensaba más en la posibilidad de encontrar lectores (de los cuales había muy pocos que supieran irlandés) que en reivindicaciones lingüísticas nacionalistas.

El curso editorial del texto fue curioso. En 2009 la nouvelle ganó el premio Davy Byrnes, convocado por la revista literaria irlandesa The Syinging Fly, y con financiación del pub dublinés Davy Byrnes, un local cuya aparición en el capítulo 8 del Ulises de Joyce le valió un prestigio literario tal que su dueño decidió financiar el premio. El premio se convocó, hasta ahora, sólo tres veces: en 2004, en 2009 (cuando lo ganó Keegan) y en 2014. Una comisión seleccionó una lista corta, y el jurado de 2009 fue Richard Ford.

Con el padrinazgo de semejante jurado, Foster (el título en inglés de Tres luces) fue solicitado por la revista The New Yorker con la condición de que la autora le hiciera un recorte de un 30%. El cuento se publicó en la edición del 7 de febrero de 2010. La editorial británica de Keegan (que ya había publicado sus dos primeros libros) publicó ese mismo año la versión original de la nouvelle.

Keegan menciona el tacto —en el sentido de la sensibilidad para moverse en situaciones embarazosas— en relación a la explicitud del texto: “Tener tacto es, también, no decir más de lo necesario”. En su libro, en una de las escenas más profundas y delicadas, cuando se produce el mayor contacto emocional entre la niña y Kinsella, este le aconseja: “—No tienes por qué decir nada —dice—. Recuerda siempre que no hay que hablar de más. Muchos hombres han perdido mucho sólo por haber dejado pasar una oportunidad perfecta de callarse”.

Y el tacto es uno de los rasgos sobresalientes —si es que el tacto puede sobresalir— de su prosa.

Qué hacer con lo no dicho

The Quiet Girl (“La niña callada”) es la primera película de ficción escrita y dirigida por el irlandés Colm Bairéad, que nació en 1981, el año en que se desarrolla su ficción. Conmovido por la lectura de Foster, Bairéad se propuso producir la adaptación al cine, y se enfrentó a una serie de decisiones cruciales.

En primer lugar, decidió cambiar el idioma de los diálogos. Hizo hablar a sus personajes en irlandés. Tenía, para esto, un buen motivo financiero: tanto Screen Ireland (el instituto de promoción del cine de Irlanda) como el canal abierto TG4, de financiación estatal y en lengua irlandesa, ofrecían fondos para proyectos de cine hablados en irlandés. Por otra parte, como pocos de sus compatriotas, se crio en una casa en la que se hablaba irlandés; su padre era lingüista y fundó una escuela de enseñanza de irlandés. A Bairéad le gusta decir que fue su padre quien le enseñó irlandés al gran actor Brendan Gleeson.

Por otra parte, el libro de Keegan está narrado en primera persona, y el cine en primera persona tiene peculiaridades que conspiran contra la verosimilitud. Un relato en primera persona, como el de La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, se limita al plano verbal: mientras Alex dice, en la banda sonora, “estábamos yo, Alex y mis tres drugos”, la imagen lo muestra mirando a la cámara. La imagen, en ese caso, representa lo que dicta el verbo, se desdobla; la cámara no representa la mirada del narrador. En la narración literaria en primera persona del libro de Anthony Burgess, en cambio, nada se representa: es puro discurso directo, la lectura es una inmersión en la mente que narra.

Una escena de la película pone en evidencia la dificultad de ser fiel a la emoción del texto y al mismo tiempo a la estrategia de punto de vista. La niña, con el afán de ser útil en un momento de dolor emocional por los acontecimientos que se avecinan, decide ir al aljibe a buscar un balde de agua. La señora Kinsella ha salido unos minutos a resolver cierta urgencia en el tambo. En el libro todo se cuenta con la voz de la niña, y lo que ocurre está mostrado (en el libro) a través de una imagen notable que está en el germen mismo de la idea de Keegan. En la película, Bairéad cambia en esa escena el punto de vista, abandona a la niña y va hacia la señora Kinsella, que de pronto se da cuenta de que ha dejado sola a la niña y teme que ocurra una desgracia. Esto puede verse como una inconsistencia, pero también como una manera de ser muy fiel a las emociones que despierta la lectura de la escena en el libro, que serían imposibles si se conservara rígidamente el punto de vista en la película.

En una película tan sensible a las sutilezas, cada una de las decisiones estéticas y de lenguaje que hace el director es clave. En la escena de la ida al pozo toma la decisión de cambiar el punto de vista, pero toda la película está diseñada con un ojo pensado desde la niña. La infrecuente proporción de 4 a 3 elegida para la pantalla en esta era de pantallas anchas de televisión obedece, según Bairéad, a las características del personaje, “porque sus horizontes aún no se han expandido; su comprensión del mundo no está completamente formada”. ¿Debería haber pasado de 4:3 a 16:9 cuando el punto de vista pasó de Cáitr a la señora Kinsella? Lo bueno de películas tan cuidadosamente realizadas es que le permiten a uno detenerse en cuestiones estéticas infinitesimales.

El tacto de Keegan aparece muy especialmente en el modo como muestra el vínculo de la niña con sus padres. Aquí, entre el decir y el no decir se suscita un problema que el medio cinematográfico no puede resolver bien.

Ni el padre ni la madre tocan a la niña; pero en un texto, no decir “la abrazó” no significa “no la abrazó”. Una cuidadosa elección de las palabras (característica de Keegan) estimula o restringe el campo de asociaciones que se abre en la lectura. En el cine, que es un dispositivo para mostrar, las ausencias se perciben con una intensidad mayor que en los textos: cuando, después de muchos días de separación, el padre ni siquiera mira a su hija que ha regresado y la madre no le dirige la palabra, uno siente fuertemente el impacto de lo que no se ha hecho. Si en el texto no se dice nada, uno percibe la ausencia de una manera solapada o hasta inconsciente; la autora no quiere hacer énfasis en la falta de muestras de cariño; lo que Keegan dice, con su tacto característico, es que esa familia está sobrepasada por la pobreza y el trabajo, están agotados emocional y físicamente, y no se trata de que no tengan buenos sentimientos.

Algunas trasposiciones de escenas resultan ilustrativas de la imposición de ciertas costumbres características de la época. En cierta ocasión, en el libro, Kinsella sienta en sus rodillas a la niña, mientras habla con ella. Más adelante también la abraza, mientras están solos, de noche, frente al mar (en la escena que regala el título a la versión argentina, cuando dos luces lejanas se convierten en tres). La película teme mostrar ese gesto de afecto, ese abrazo que podría interpretarse, en estos tiempos, como un acto de abuso.

Keegan dice que en la casa rural de Wexford —la zona donde se desarrolla Tres luces—, donde creció junto con sus cinco hermanos, había sólo dos libros y una biblia. Sin embargo, no cree que eso la haya perjudicado: “No creo que haber crecido sin libros haya sido malo, porque tuve que usar mi imaginación. De otra forma quizá mi cabeza se habría estancado en un libro”.

“Lo que me gusta”, ha dicho, “es la brevedad”. Afirma que cuenta las historias tal como se le ocurren o le vienen, sin pensar en su extensión. En un reportaje del New York Times dijo que Tres luces creció a partir de la imagen de una niña mirando su reflejo en un aljibe. Y ese aljibe es el eje de la narración. “No creo en la trama y jamás he planeado un argumento”, dice. “No creo que puedas meterte en un párrafo si ya has decidido dónde debes estar”.

Tres luces, de Claire Keegan. Traducción de Jorge Fondebrider. 96 páginas. Eterna Cadencia, 2011. || The Quiet Girl, dirigida por Colm Bairéad. 95 minutos. Inscéal, Broadcasting Authority of Ireland, TG4, Fís Éireann/Screen, Screen Ireland, 2021. En Cinemateca.

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