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Llenar el oeste de estrellas: El cielo visible, la novela de Diego Recoba

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La historia personal y la barrial se mezclan con la fantasía y el registro documental.

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Me moriré en Nuevo París con aguacero. Héctor Bardanca

0. En la página 400 de El cielo visible, de Diego Recoba, se habla de la lectura como experiencia, defendiendo que cada libro es una experiencia distinta. Por eso me decidí, después de varios intentos de abordarlo, a contar mi experiencia con este libro.

1. Viví en Nuevo París los años felices más infelices de mi vida. Iba de noche a comprar cerveza al club de bochas El Zorzal donde era escrutada, en repentino silencio (hasta el Zorzal se callaba en la radio), por la incredulidad de todas esas miradas masculinas cansadas. Iba a comprar porro a la placita Cristóbal Colón donde era interrogada, con comentarios evasivos sobre la humedad, por todas esas miradas masculinas adolescentes. Mientras, intentaba ser una escritora a la que nadie respetaba por razones literarias: no publicaba, cosa que sucedía por razones extraliterarias como el estado de mi dentadura, que mis otros trabajos fueran de segunda o tercera categoría, o que iba a los eventos con bebés colgados y bolsas de la feria. A ningún sitio pertenecía. Desde ese lugar leo la parte I de la novela.

Hace años que no leía un libro con tanta avidez. Hace años que no sentía desazón de ver por la ventana del Copsa el puente de La Floresta y constatar que ya estaba por llegar a casa. Nunca antes supe tan temprano que quería escribir, comunicar algo sobre lo que estaba leyendo. En la página 126 de las casi 500 que tiene el libro, interrumpí para ponerme en contacto con editores de prensa, para asegurarme de publicar esta nota en algún lado.

Voy a hacer una excepción previa al razonamiento que seguirá, y voy a hacer una segunda al final. La primera es con respecto a todas las partes que se refieren específicamente al oficio de escritor y su dinámica económica y laboral. Podría firmar debajo como si fuera una carta o manifiesto de esas que allí mismo se mencionan, que generan más frustración que otra cosa, y, coma más, coma menos, podría haberlo escrito yo misma exactamente como está.

Por lo demás, lo que me sedujo de El cielo visible no fue que alguien haya escrito el libro que yo no podía escribir sino todo lo contrario. Alguien había puesto a la luz fragmentos de mi historia en un libro que yo no hubiera escrito ni querido escribir jamás. Nunca hubiera tenido la valentía de engañar con esa frescura, de burlarme de la realidad como hacen los que la poseen. No trata el objeto a narrar como un escenario atornillado del que estamos conminados a dar cuenta y, por lo tanto, estoicamente padecer, sino que se toma el derecho de jugar con ella para darnos un pasado y un sustento de lo que somos, imitando hasta dejar en ridículo lo que los poderosos hacen con la historia.

En un entramado complejo donde casi no sobra ninguna hilacha, el autor teje un mundo coherente donde personajes de la realidad sosa y plana que conocemos, a quienes trata con el más natural de los respetos, derivan por túneles subterráneos de un barrio sin fondo, dejan a la vista una cara siempre disimulada de la constitución antropológica de la literatura uruguaya, desenmascaran sin vergüenza la hipocresía económica que sustenta su producción, reivindican sus derechos laborales al franco estilo de los trabajadores del oeste de la ciudad y se toman el lugar de decorar las columnas fantásticas que sostienen las verdades simplificadas que se arman para los que se supone que no tienen nada importante que contar.

Siempre he sido escéptica con la fantasía. En parte, porque muchas veces me ha dejado la sensación de que no tiene nada debajo, de que el escritor revela demasiado la comodidad de su vacío inventando mundos porque no conoce la realidad, porque no tiene ninguna, o porque no está dispuesto a ensuciarse las manos en ella. Lo cual no tiene nada de malo, pero me resulta muy deserotizante que se note. En el caso de El cielo visible, la realidad se rompe y se delata constantemente. Varias veces durante la lectura estuve tentada de ponerme a investigar para saber dónde están los puntos de conexión con la verdad histórica y cómo se estructuran los quiebres. Resistí a la tentación.

Cada uno puede elegir la historia de Nuevo París que más le guste y todas serían igual de ciertas. Yo podría elegir, por ejemplo: “Anacondas, cocodrilos, pirañas, jaguares, nutrias gigantes, monos araña, guacamayos, perezosos, anguilas eléctricas, arañas pollito, tucanes, escaparon de sus jaulas y se dispersaron a través de la cañada, los campos y las calles. Durante unos días asolaron la zona e inquietaron a los habitantes (se reportó que un caimán se había comido al perro de un vecino, por ejemplo) y, cuando los baldíos de los parques quedaron deshabitados y descuidados, los fueron colonizando”. Y hasta elegir de cuál de todas esas especies descienden mis hijos.

Otra cosa con la que siempre he sido escéptica es con el uso de la palabra pobre. En primer lugar, porque conozco y comparto capas de la vida con personas a las que les falta de todo, y me resisto a escribir para un solo público y desestimar la idea de que esas personas un día lean mis textos y se sientan estafados o ninguneados por mi concepto de pobreza. Leí hace unos años una novela de un escritor uruguayo cargada de claves para ser considerada autobiográfica, en la que se refiere a su origen y a sus experiencias de infancia repetidas veces con la palabra pobre. Conozco a ese escritor y puedo constatar que es cualquier cosa menos pobre, aunque no sé nada de su historia de vida. Pero la descripción de la pobreza que hace en esa novela me hizo sentir humillada y miserable. En El cielo visible, en cambio, está muy claro lo que es la pobreza, en qué sentido se usa la palabra, cómo suena, cómo hace eco en el lector. Lo hace con la osadía del que no se detiene a pensar a quién va a ofender porque está claro qué es lo que los diferentes tipos de pobres tenemos en común. No tenemos pasado.

2. Formé parte de varios colectivos y redes de artistas exiliados en Europa. Para contar mi experiencia con esos grupos y actividades, podría usar las palabras que usa Recoba para definir las rutinas de supervivencia de un escritor uruguayo: “... un juego de competencia entre gestores y proyectos. La única forma de cobrar por nuestro trabajo es volver todo un proyecto y pasarse el año preparando convocatorias”.

Desde ese lugar leo la parte II, donde el Recoba de la ficción se ha vuelto un escritor emigrado, sueña con armar un colectivo en un galpón del viejo París y congregar artistas extranjeros con avidez de hacer cosas. Busca raíces que no tiene.

El personaje tiene que recurrir a otro tiempo, a la fantasía, o a una mezcla inexacta de las dos cosas. Traduce, se convierte en otra. Se desdobla en un segundo personaje que haga todo lo que se hacía antes de la era de las convocatorias, todo lo que debería hacerse, y hasta lo que no, que hace del arte una forma de vivir y de transformar su entorno, que desarma los discursos que nos construyen como actores culturales y hasta crea el colectivo que tanta falta le hace. Se extiende en la crítica al colonialismo de los colonizadores. Lee Europa con el colonialismo de los colonizados, como hacemos todos. Interviene la historia sin alterarla. Se cuela en ella, se enreda con gentes importantes. No para subirse a su pedestal sino para bajarlos a ellos. Mancharlos con la mugre del tercer mundo. Diseña su propio árbol genealógico literario, los referentes que necesita, el pasado del que los pobres carecemos tanto en la vida como en el arte. Pone todas las estrellas que le faltan al cielo visible, y agrega unas cuantas como si estuviera jugando.

Podría decir que en algún momento se me hizo demasiado larga. En ninguna parte concreta pensé que estaba leyendo algo de lo que se podía haber prescindido, pero es casi seguro que lo hay. Al mismo tiempo, ahora que la economía parece ser un valor en sí mismo, es uno de los primeros escritores de su generación, si no el primero, que se atreve a escribir una novela hasta agotarla.

Lo que no sobra es una sola palabra. El lenguaje es simple y preciso. No se distrae nunca en artilugios discursivos ni recursos poéticos, cosa que en otros textos apreciamos y nos tomamos el tiempo para degustar. El cielo visible no lo necesita. Y eso fortalece el juego de los mundos en los que a Recoba le gusta regodearse. Podría creerse que esto lo vuelve todo muy intelectual, y sin embargo no es así. Cuando interrumpo, a desgano, para ir a buscar a mi amigo a la parada, pienso si habrá un director capaz de encontrar el lenguaje para convertir esto en una película, porque todo se me hace imágenes. Los personajes maduros del escritor maduro se meten por momentos por los pasillos de policiales clase B de Locas pasiones(2019), su novela anterior, sin parafernalia, sin salirse de la realidad supuesta, sin exagerar el gesto de lo marginal que podía interpretarse, a veces, como un intento de revelarlo todo sin estar allí.

Diego Recoba cada vez escribe mejor. Y también nos cuenta, a través de su obra, por qué escribe mejor y cómo lo ha ido construyendo. Se deshace de los discursos y las casi imposturas que le sirvieron para decorar un escenario absurdo donde personajes ajenos al mundo literario se sintieran cómodos, pero no los abandona. Los integra, bellos y naturales.

No sabe de qué se trata el libro. Ni de qué va a vivir el personaje cuando vuelva a casa. Se va quedando con un puñado de preguntas. En eso consiste su valentía. Yo, creo saberlo todo antes de contarlo, me quedo pensando. Temo a los que saben más que yo. Me remito a mis escenarios. Es en el único momento de la novela en que me detengo porque me quedo pensando.

La otra excepción que voy a hacer a la idea de que yo nunca hubiera escrito esa historia, que también es mi historia, son las páginas que dedica al transporte colectivo montevideano. Parece que me hubiera escuchado con un micrófono oculto y copiado el discurso trasnochado que he querido colar tantas veces pero nunca encuentra un oído interesado. Sin embargo (lo cuento aquí porque creo que el autor peca de saber más que lo que sabe), exagera cuando dice: “Durante mi vida viví en muchas zonas de Montevideo y ninguna está tan aislada como Nuevo París”. Cuando me instalé en Nuevo París a fines de los 80 experimenté el alivio de estar más cerca del mundo, y de que siempre hubiera alguna manera, aunque fuera exótica, de llegar a casa sin necesidad de esperar el amanecer. Pero ese error de cálculo también lo salva, porque el mundo de fantasía de El cielo visible se te mete donde vos estás, te invita a tomarte un vino y discutirle, y te hace sentir que la literatura, al fin, por una vez, se trata de vos mismo, o como decía mi hijo en sus primeros análisis literarios: “Lo que me gusta del Sapo Ruperto es que toma el 427 como nosotros”. Aunque es probable que, si el 427 ya había aparecido antes en la literatura de esta aldea, haya sido porque también pasa por Pocitos.

3. Hace un par de días estuve hablando con mis hijos sobre nuestros antepasados guaraníes. Cada vez que sale el tema tengo, justamente, la sensación de estarme comportando como cuando estás borracho y hablás con vehemencia de cualquier cosa de la que no sabés nada. Hace ya algunos años que esa ignorancia empieza a molestarme. Desde ese lugar leo la parte III.

Parece que Recoba encontró en la literatura la solución a ese tipo de problemas. Encaja una tercera novela resumida que cierra las hilachas con parsimonioso bordado, con personajes tan conmovedores como inverosímiles, según la idea de inverosimilitud que otros nos han enseñado. Tendré que encontrar la mía.

Empiezo por subir a la web un cuento vagamente inspirado en mi abuela que cierra el tramo que falta, el recorrido del 409 entre Nuevo París y Lezica, ese resto que es imposible recorrer por las noches en el transporte colectivo montevideano.

El cielo visible, de Diego Recoba. 494 páginas. Random House, 2023.

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