“El amor, les decía yo, era tan famoso y popular porque era la afición favorita de los enfermos, de los tristes y de los solos”. Algo así solía predicar Daniel Mella en reuniones con amigos. Hace algunas semanas, la idea quedó impresa en las páginas de Yo quiero a mi bandera, que transita la sinfonía de un sentimiento con sus notas altas y bajas.
“Atravesé un momento muy cínico respecto al amor, fue una de mis reacciones al proyecto de familia que fracasó. Estuve años elucubrando teorías en contra, hubo un momento en que me di cuenta de que había algo malo en eso cuando vino un amigo a contarme que estaba enamorado y pensé: ‘pobre, qué pelotudo’. No podía alegrarme por él, y si alguien me contaba que se había separado lo felicitaba”, recuerda Mella.
La dinámica de aquel discurso que recurría al viejo truco de ensalzar lo previsible para, una vez captada la atención del interlocutor, desviarlo hacia la banquina del absurdo replica cierta ambivalencia de un sentimiento que abarca desde la ensoñación hasta la pesadilla del desasosiego. Este espiral que va del encantamiento al desamor es el común denominador de las páginas de un libro que incluye fragmentos de poesía, un género que Mella no había frecuentado hasta aquí. Hubo un reciente cambio de hábito: “En los últimos tres meses estuve escribiendo poemas. Los que aparecen en este libro son de hace cuatro años, los primeros que hice después de la adolescencia cuando estaba influido por Bécquer y las chiquilinas que me gustaban”.
El inmenso universo epistolar ligado al amor posee un lugar destacado en Yo quiero a mi bandera. Podemos encontrar cierta alienación inherente a la lectura, que continúa cuando arranca la vigilia hasta el arribo del nuevo sobre que abrirá las puertas de la percepción acerca del estado de situación del vínculo. Allí empiezan a tallar el número de páginas escritas, la caligrafía, el delay entre una carta y otra, la fantasía de recibir dos al hilo, los rituales al momento de abrir el sobre, entre otras aristas de la intimidad a distancia, sin la inmediatez digital.
Mella extraña escribir cartas; tiempo atrás quiso entablar una correspondencia vía mail con su amigo y colega Ricardo Henry, radicado hace décadas en España, pero al poco tiempo desistió. “Me iba al carajo, le robaba tiempo a mi vida porque la carta es un elemento tan liberador de la escritura… No estás haciendo literatura, te estás mensajeando con alguien específico y a la vez tenés que responder a lo que te mandó. Puedo estar todo el día escribiendo un mail, me gusta la correspondencia como un género a leer”, confiesa.
Quienes sigan el trayecto literario de Mella notarán la evolución de un estilo que en sus orígenes tenía mucho de la violencia de Bret Easton Ellis, a quien descubrió en Menos que cero. La crueldad de sus novelas de la década de 1990 ahora subyace en los vínculos amorosos y la desolación que sobreviene al desencanto: “Hay algo de volverse más sutil en ubicar las grietas, quizás sea más real porque casi nunca tenemos episodios sangrientos en nuestras vidas, uno no anda matando gente. Me sigue gustando la estética de la violencia, pero pasaron a interesarme otras cosas, quizás sea la vejez. Si sale un tema de Marilyn Manson me copo un rato, pero ya no escucho su disco entero para irme a dormir”.
Aun así, sus relatos no están exentos de asperezas y reacciones que exceden las fronteras de sus páginas: “Tuve conversaciones con gente a la que le robé un pedazo de sus vidas para ponerlas en mis libros, pero en general son mi familia. No a todos les cae bien sentirse o no verse reflejados, que también cuesta porque es mi percepción con lo que agrego y quito cuando el libro me lo pide. Hay otra violencia ahí, porque estoy ajustando algo que pasó a lo que precisa el texto, estoy distorsionándolo”.
Entre los daños colaterales a escala familiar, recuerda que tras publicar El hermano mayor (2016) estuvieron un tiempo sin hablarse con su madre, y debió afrontar una conversación con la madre de sus hijos y su pareja de aquel momento. “Me dijeron en la cara que les cayó como el orto esto, esto y esto, fueron honestos. Tuvieron la apertura de entender lo que hacía, no expongo a nadie sin exponerme primero”.
Años después, la publicación de Visiones para Emma (2020) le deparó devoluciones menos familiares: “Me enteré de que hubo gente allegada a Levrero a la que no le gustó el retrato que hice de él, aunque ninguno se comunicó para decírmelo. Me llamó Alicia, su expareja, para tomar un café y contarme que le encantó el libro, la representación que hice de Levrero en ese momento. Me agradeció y dijo que a él le hubiera copado, aunque de eso no estoy seguro, pero mientras lo escribía tenía claro que estaba dialogando con un muerto. También Pablo Casacuberta, siendo una presencia fuerte en la vida de Mario, me invitó a tomar un café para hablar del libro y me transmitió cosas positivas. Es un libro que te lleva a Levrero. Hace poco una lectora me dijo que paró de leer Visiones para Emma para irse a comprar La novela luminosa”.
Vidas paralelas
Arma y fuma un tabaco tras otro, enciende un incienso, sirve más café y todo ese movimiento sacude la calma que transmiten sus palabras y el tono bajo en que las ecualiza por la presencia de su hijo Sebastián, que durante la charla permanece en una habitación. La tapa de Yo quiero a mi bandera fue dibujada por él: “Es curioso y le gusta lo que escribo, le atraen las cosas fuertes. La primera cara que hizo del viejo era más turbia y el editor le dijo: ‘no, tan turbia no’”.
Minutos después llega su hija Paz, que, según Mella, no lo lee tanto: “Es inteligente, debe preferir no hacerlo por ahora. No sé dónde estaría sin Pachi y Seba, en un punto me obligan a ciertas cosas. No sé si tendría la revista porque, aparte de coparme con el hecho de hacer algo nuevo, era una forma de sumar otra plata más para darles de comer, vestirse, los cursos y que tengan un padre feliz”, dice en referencia a la revista Oro, que dirige desde 2023.
Si la caja negra del 221 Solymar hablara, él sonaría con la elocuencia del siglo pasado, cuando tomaba nota de las singularidades que veía a través de la ventanilla del ómnibus interdepartamental, encorvando su metro noventa y dos. La materia prima de Pogo (1997), su debut literario, proviene de aquellas anotaciones de puño y letra, de cuando aún Daniel Gorjuh no era su alter ego ni tampoco el Mella (su segundo apellido) que se volvió su nombre artístico. “Conozco a tres Daniel González, en esos casos tenés que meter el otro apellido, pero un nombre con tres palabras es un montón. Mella es más cortito y me facilita ser ese otro para sentarme a escribir. Estás vos pero el que escribe es otro. Un vos distorsionado, con el volumen subido en determinados lugares. Si fuera Daniel González capaz que no me funcionaría”, explica.
Aquella caja negra también podría decir cuánto prefería la penumbra a las luces del estadio, su sorpresa por la primera fama de joven promesa, tan fascinado porque un texto que le pidieron para la revista Guambia saldría junto con uno del Chino Recoba, su indiferencia al escuchar su nombre correr por las mesas de El Lobizón, nodo de biromes y servilletas donde un par de años después presentaría Noviembre (2000). Hoy, entre la paternidad y sus actividades laborales, le queda poco tiempo para una vida social por la que casi nunca tuvo apego: “El otro día una persona a la que quiero mucho me dijo que era el ser más individualista que conocía. Primero me dolió un cacho, pero puede ser que tenga razón y tampoco está tan mal”.
Aquel González que estudiaba la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación no le queda tan lejos cuando evoca su interés por el género de la entrevista, que llevó adelante primero en el suplemento El País Cultural y retomó con Oro. “Sabía que mi única participación en la escritura de la revista sería con entrevistas. Me gano la vida hablando con la gente, ya sea con las entrevistas o los talleres, incluso diseñé la clase de conversación para alumnos de inglés avanzado en el Anglo de Lagomar. Ahí vi que podía unir ambos intereses: dar clases y la literatura. Conversar en una situación de proponer un tema que despierte la creatividad de la gente y hablar de literatura”, comenta Mella.
La selección de los textos que incluye en la revista mantiene su idea de invitar a escritores que disfruta especialmente; la mayoría acepta la convocatoria y en algunos casos participan alumnos de sus talleres. “Un editor de libros no se la jugaría a publicarlos porque espera que tengas más de uno hecho, o estar seguro de que en el futuro vas a seguir escribiendo. A mí no me importa, incluso me gusta que haya alguien que nunca publicó antes; intento incluir al menos uno por número que no sea escritor. Otra cosa que me gusta de la revista es darle lugar a lo inconcluso, imperfecto, a los apuntes de diarios”, dice Mella.
Reactivar aquella vocación periodística y debutar como editor es parte de una personalidad que siempre soñó con atravesar todas las experiencias. Le gusta encontrarse en otro, sabe que es otro: “Tengo una sed de todo, hay algún yo esperándome por ahí, siento el deseo de conocer la experiencia humana, y vivir tantas vidas es la manera que encontré para eso”.
Otro de sus yo se encuentra grabando unos temas con la banda Chino, integrada por su viejo amigo Martín Recto y el guitarrista Juan Sacco. Al tiempo de enumerar sus vidas pasadas, rememora: “Mormón, surfista, basquetbolista, escritor, vida de Ciudad de la Costa, vida de Costa de Oro totalmente distinta, vida en Nueva York, escritor, no escritor, profesor de inglés, vida ayahuasquera relacionada con las plantas de poder, vida de Montevideo cuando me mudé un par de días antes de que comenzaran las restricciones por la pandemia”.
Hasta 2020 no había vivido en la capital, excepto durante un semestre antes de radicarse en Queens y tras escribir sus tres primeros libros: “Me fui porque el futuro se estaba cristalizando: escritor, docente del Anglo, novio. Quise romper con eso y tomarme unas vacaciones para ver dónde me llevaba la cuestión”. En Estados Unidos su destino laboral inmediato fue de mozo y aprendió a hacer tragos en barras, en el marco de la intensa paranoia pos 11-S y el auge de la nueva guerra de Irak. Acerca de aquella época recuerda: “Hablando por teléfono con mi viejo, me pregunta cómo se vivían allá las torturas en Abu Ghraib, pero los medios no habían mostrado nada. Dos semanas después explota la noticia en Estados Unidos con tapa en los diarios y coberturas en televisión. Al otro día aparecen imágenes de dos árabes encapuchados degollando a un periodista norteamericano, y ya no se habló más de Abu Ghraib”.
Aún en aquel contexto, su condición de inmigrante ilegal no le aparejó una persecución especial –“si sos blanco está todo bien”, dice–, excepto cuando la dueña del café bar donde trabajaba, una chipriota, comenzó a paranoiquear que el uruguayo González era un policía encubierto. “No le cerraba que trabajara de mozo y tampoco que fuera latino, ellos lo asocian con mexicanos, ecuatorianos y peruanos. Ojo, alguna vez fantaseé con trabajar para la CIA o algo de eso”, comenta.
Tal vez por eso, en sus historias de autoficción apela al recurso de los servicios de inteligencia: lanzar un par de realidades incontrastables entre un montón de invenciones. Es complejo discernir lo real de la invención cuando su vida ha sido tan oscilante. Como si hiciera falta otro ejemplo, cuenta que, también durante su estadía neoyorquina, un compañero de trabajo que tenía amigos vinculados al mundo de la moda le sugirió probar suerte como modelo. “Fuimos a Chelsea, donde hay varios estudios dedicados al modelaje. Tenía 26 años, llegué a reunirme con un fotógrafo pero no me gustó la onda. De entrada me insistió con una invitación a una fiesta que ya se veía que iba a terminar en cualquiera. Igual estoy dispuesto a muchas cosas”.
Yo quiero a mi bandera. 100 páginas. Forma, 2024.