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Evo Morales (archivo, octubre de 2020).

Foto: Juan Mabromata, AFP

La “ch’ampa guerra” del MAS boliviano

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La inhabilitación de Evo Morales, producto de un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional, se enmarca en la judicialización de las pujas en el interior de la izquierda boliviana.

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La decisión del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) ha sacado a la política boliviana del letargo. Sobre el filo del año nuevo, el TCP emitió la Sentencia 1010/2023 mediante la cual deja sin efecto la reelección indefinida habilitada por el mismo organismo, pero con otros jueces, en 2017. En una medida que apunta directamente contra Evo Morales, los jueces declaran inconstitucional también la reelección no consecutiva tras cumplir dos mandatos, lo que inhabilita al expresidente (2006-2019), que ya había lanzado su candidatura para 2025.

Morales no tardó en reaccionar e insertó la sentencia en la guerra interna entre evistas y arcistas que viene agitando, desde hace meses, al Movimiento al Socialismo (MAS): “La sentencia política del TCP autoprorrogado es la prueba de la complicidad de algunos magistrados con el Plan Negro que ejecuta el gobierno por órdenes del imperio y con la conspiración de la derecha boliviana”, escribió en su cuenta de X.

La reelección indefinida fue producto de una sentencia del TCP en 2017. Tras la derrota del Sí, por muy escaso margen, en el referéndum de 2016 –que Morales había convocado para reformar la Constitución de 2009–, el gobierno comenzó a explorar vías alternativas para que el presidente pudiera postularse para un cuarto mandato. Finalmente, se apeló a una “interpretación” de la Constitución por parte del TCP. El 27 de noviembre de 2017, ese tribunal habilitó a Morales con el forzado argumento de que el Pacto de San José de Costa Rica, que está por encima de la Constitución de Bolivia, garantiza el derecho a elegir y ser elegido como parte de los derechos políticos y humanos de todos los ciudadanos. La decisión volvió a agitar la política boliviana, tras unas elecciones, en 2014, en las que Morales había arrasado y el país, en gran medida, se había “despolarizado” (tal como señaló entonces el analista Fernando Molina).

La historia subsiguiente es conocida: radicalización, otra vez, de la oposición regionalista y ascenso de Luis Fernando Camacho a la presidencia del Comité Cívico Pro Santa Cruz; elecciones en 2019 atravesadas por la crispación política; derrocamiento de Evo Morales por una asonada cívico-policial; y, finalmente, ascenso de un gobierno reaccionario liderado por la senadora Jeanine Áñez. La historia de este gobierno también es conocida: la popularidad de Áñez se terminó diluyendo rápidamente –producto de varios factores, entre ellos la corrupción, el desgobierno, el autoritarismo y la pandemia– y el MAS demostró más resiliencia, fuera del poder, de la que los “antimasistas” le atribuían: en 2020, con Evo Morales en el exilio argentino, el exministro de Economía Luis Arce Catacora ganaba las elecciones con un conclusivo 55% de los votos. La derecha cayó entonces en el desconcierto: el relato de que el MAS ganaba gracias a las prebendas que daba desde el Estado se desmoronó y quedó en claro que esa sigla era la expresión de una identidad popular, en un país atravesado por fuertes clivajes étnicos y socioterritoriales.

El MAS regresó triunfal al poder, pero –detalle clave– Evo Morales, no. Rápidamente, tras su retorno a Bolivia, su intención de que las elecciones sellaran una dinámica de “Arce al gobierno, Evo al poder” chocó con la intención de Arce de ser un “presidente de verdad”. Para ello, el nuevo mandatario comenzó excluyendo del círculo del poder a las figuras emblemáticas del evismo. Fue el comienzo de un conflicto que nunca dejó de escalar, hasta transformarse en una verdadera guerra interna; una “ch’ampa guerra”, como se llamó en los años 60, en quechua, a los violentos enfrentamientos en el interior del entonces poderoso Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en los valles de Cochabamba. Morales comenzó a acusar a diversos sectores del gobierno –como los ministros de Justicia, Iván Lima, y de Gobierno, Eduardo del Castillo–, y luego al gobierno entero, de ser la “derecha endógena” y de ejecutar un “Plan Negro” para dejarlo fuera de juego.

En un comienzo, se resumía la fuerza de cada bando según la fórmula: Evo controla el movimiento social; “Lucho”, el Estado. Pero esa era la foto; la dinámica mostró que el control del Estado le permitió a Arce –y al vicepresidente David Choquehuanca, también enfrentado a Morales– dividir las organizaciones sociales y erosionar, parcialmente, el poder de fuego de Morales, aunque este mantiene hasta hoy su hegemonía en el interior del partido (un partido sui géneris que articula a diversas organizaciones sociales, con gran peso en el campo). Entretanto, este se fue replegando en el Chapare, la región cocalera desde donde saltó a la política en la década de 1980; allí se dedicó a la siembra del tambaquí –un pescado de esos ríos subtropicales– y a dirigir el MAS. Muchas de sus declaraciones las comenzó a pronunciar desde su programa en la radio Kawsachun Coca, una combativa emisora sindical. Al mismo tiempo, se fue replegando ideológicamente en un bolivarianismo radical –que incluye numerosos elogios al “hermano” Vladimir Putin– y en un discurso “antiimperialista” que ha perdido vitalidad a fuerza de repetición.

Arce jugó, entonces, a varias bandas. Uno de sus actos de fuerza fue la detención del gobernador de Santa Cruz Luis Fernando Camacho, apresado en diciembre de 2022 en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra y trasladado de inmediato a La Paz en un operativo comando, donde sigue preso bajo diversas acusaciones vinculadas al golpe de 2019. En un país donde la Justicia carece por completo de independencia, ese hecho fue una prueba de fuerza del jefe de Estado frente a la derecha cruceña, pero también, como un tiro por elevación, hacia la propia oposición interna dentro del MAS. Arce mostraba una “determinación” inusitada, que lo posicionaba como un caudillo político frente a la tradicional imagen de tecnócrata que lo acompañó durante su larga gestión como ministro de Economía de Morales y artífice del éxito macroeconómico del “Proceso de cambio”.

Tras el fallo del TCP, que lo deja fuera de la competencia electoral, Evo comparó la resolución del tribunal con su exclusión del Parlamento en 2002, cuando fue expulsado de manera exprés con el voto de los partidos tradicionales de entonces. “Como hicieron en 2002 al expulsarnos del Congreso, los neoliberales se unen para tratar de proscribir al MAS-IPSP y eliminarnos política y hasta físicamente. Ningún miedo. ¡La lucha sigue, hermanas y hermanos!”, expresó.

Los jueces del TCP se prorrogaron su mandato debido a que no se pudieron llevar adelante las elecciones judiciales (por voto popular) por desavenencias entre el Ejecutivo y el Legislativo. Por esa razón, Morales habla de TCP “autoprorrogado”. Luego de inhabilitar a Morales, el tribunal avanzó sobre el joven evista Andrónico Rodríguez suspendiendo sus competencias como presidente del Senado. Andrónico había denunciado la prórroga al mandato de los jueces del TCP como un “golpe a la democracia” y es la cabeza de la cámara alta en un contexto en el que las disputas internas vienen frenando la eficacia legislativa del MAS.

El fallo del TCP es apoyado no sólo por el arcismo, sino por toda la oposición. El ultraconservador Camacho, por ejemplo, expresó, desde la cárcel, en un comunicado: “Con este fallo del TCP, los bolivianos nos aseguramos de que nunca más aparezca un aprendiz de tirano que pisotee el voto, desconozca un referendo, haga fraude, con la sola intención de perpetuarse en el poder”. Los términos “golpe” y “fraude” siguen siendo armas retóricas en los relatos enfrentados que dividen a Bolivia.

Para el MAS, el costo de este fallo es que debilita el relato oficialista sobre los hechos de 2019, cuando la oposición se insurreccionó contra la re-reelección, ya que abona el argumento de que Morales no tenía derecho a postularse y forzó la Carta Magna para hacerlo. No obstante, Arce apuesta a la debilidad opositora, que nunca logró recuperarse del fracaso del gobierno de Áñez. En el caso de Santa Cruz, la dirigencia regional ha sido incapaz –por su debilidad pero también por sus divisiones internas, y los cálculos oportunistas de varios de sus líderes– de movilizarse seriamente por la liberación de Camacho. La Fiscalía pidió días atrás 20 años de prisión por el caso “Golpe de estado I”, caso que incluye también a Áñez, que ya purga una larguísima condena.

La salida judicial al conflicto interno en el MAS comenzó a perfilarse como la más probable dado el foso creado entre ambos líderes, que imposibilitaba una primaria pactada. El “Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos”, nombre original del MAS, sigue siendo una sigla poderosa y una fuerte estructura de movilización. Su reciente congreso, reunido en la localidad de Lauca Ñ, en el trópico de Cochabamba, el bastión de Morales, fue impugnado por el arcismo ante la Justicia y derivó en otra de las batallas judiciales que atraviesan a la izquierda boliviana. En ese cónclave, fueron expulsados Arce y Choquehuanca.

Pese a su debilidad relativa –por ejemplo, para impulsar medidas de acción directa como el bloqueo de caminos–, Morales sigue siendo un dirigente con base social y voluntad de combate. Y Arce debe gestionar una economía más débil e incierta que en sus años dorados como ministro del “milagro boliviano”. De manera general, su gestión es menos dinámica que la de los tiempos de Morales, y el presidente está lejos de haber logrado construir un liderazgo carismático, sobre todo en las zonas rurales.

La pregunta es si un sector más amplio del MAS, hoy evista, se mostrará más dispuesto a negociar con el arcismo si la inhabilitación de Morales se consolida. El tránsito hacia 2025 estará jalonado por numerosas batallas, en un contexto de cambios políticos en la región –incluido el avance de una derecha radicalizada–. La oposición boliviana sigue, empero, pagando el precio de su aventura revanchista de 2019-2020 y de su dificultad para renovar sus liderazgos, demasiado asociados a los tufillos elitistas y clasistas del pasado.

Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.

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