Hace unos días, el gobierno de Milei emitió un decreto que prohíbe la práctica informal de ciertas reparticiones públicas de transferir el empleo de un padre fallecido a alguno de sus hijos. Con la medida, que invoca la necesidad de valorar el “mérito”, el gobierno sacó pecho como fuerza justiciera que viene a restaurar la igualdad ante la ley y combatir privilegios indebidos. La medida es correcta (ciertamente, una de las pocas que ha tomado que no es horrible), pero conviene que nos detengamos un minuto a analizar su pretensión de ser obra de un gobierno que apunta a valorar el mérito.
Una de esas ideas que todo el mundo pareciera compartir es la de la “meritocracia”. Todos imaginamos saber de qué se trata, pero no es un término transparente. Supuestamente, indica que las personas deben ocupar posiciones de autoridad o poder o recibir sus ingresos en relación con los méritos personales que hubiesen mostrado. Pero ¿qué sería un “mérito”? El diccionario lo define como una “acción o conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza”. Por supuesto que esto no nos dice cómo se determina ese merecimiento o a quién le toca hacerlo, pero al menos sí nos aclara que el mérito deviene de algo que se hace. No es una cualidad que se posea. Nadie nace con mérito: para tener mérito, como dice la expresión, hay que hacer méritos.
La derecha esgrime esta noción con frecuencia, a cuento de las políticas de bienestar del Estado: si te lo dan y no te lo ganaste por tus propios méritos, está mal. O peor, sería un privilegio. En cambio, cualquier ganancia o posición que uno obtenga a través del mercado sería siempre “meritocrática”: el mercado nos pone a todos a competir, gana el mejor, listo. Meritocracia.
Frente a esto, no sólo la izquierda sino personas progresistas de cualquier orientación replican que no siempre se gana en el mercado por los méritos que uno haga y que los puntos de partida, en la carrera del éxito económico, no son iguales. No llegará al mismo punto el hijo de una familia rica en capital y contactos que el hijo de un indigente. Es extremadamente infrecuente que un niño nacido en la pobreza se haga millonario. En cambio, es habitual que uno nacido en la opulencia gane lo suficiente como para seguir en la opulencia. El 90% de los niños pobres trabajará durísimo durante toda su vida. Si tiene la suerte de tener trabajo, se levantará a las cinco de la mañana todos los días para entrar a una fábrica o ir a limpiar casas. Al cabo de una vida de esfuerzos seguirá perteneciendo a la clase baja. En cambio, un joven de familia rica contará con un capital inicial de sus padres, contactos de todo tipo, acceso a información privilegiada, y acaso consiga invertir su dinero con poquísimo esfuerzo en un negocio que le dará más ganancias en un año que las que el trabajador recibe en toda su vida. O incluso, puede que no tenga siquiera que invertir y sólo herede la empresa de sus padres, que quizás la recibieron de sus abuelos. Y hay capitalistas que no trabajan en absoluto: contratan un CEO para que maneje su compañía y se dedican a jugar al golf. Esfuerzo cercano a cero, mérito pequeño o inexistente.
El capitalismo tiene con el mérito una relación esquizofrénica. Por un lado, necesita que la gente compita en el mercado y genere valor. Estimula la innovación (al menos la de cierto tipo), el ingenio, la inventiva. Pero, por el otro, habilita la acumulación de capital sin relación alguna con ningún logro o mérito. Nada menos meritocrático que poder heredar una fortuna. Nada se ríe del esfuerzo tanto como vivir de rentas, sin trabajar, gracias a una herencia o alguna inversión bien hecha hace 30 años, o a algún golpe de suerte. Peor aún, el capitalismo es una máquina de aplastar los talentos humanos. ¿Cuántas personas nacen en el mundo de la pobreza con talento para la ciencia, las artes, el deporte o incluso para los negocios, pero se ven ahogadas por un sistema que no les da ninguna oportunidad para desarrollarlo? Lo que perdemos allí como sociedad es incalculable.
¿Cómo sería una sociedad realmente meritocrática, que premie verdaderamente el esfuerzo, el trabajo, el talento, de manera consistente? La característica más obvia sería la igualación de los puntos de partida. Desde la izquierda hasta el centro progresista e incluso la centroderecha han planteado caminos para acercarse a eso. La educación pública, las políticas sanitarias, de vivienda, de inserción laboral, etcétera, muchas veces se inspiraron en ese horizonte. Las políticas fiscales que buscan evitar la concentración desmesurada del ingreso, también. No hay que ir muy lejos: por decisión de la última dictadura, Argentina se quedó sin impuesto a la herencia, un tributo que se paga en la mayoría de los países avanzados (en algunos, un porcentaje bien alto), justamente, para poner algún límite a la concentración del capital.
Sin embargo, igualar el punto de partida ayuda, pero tampoco nos pone en una sociedad realmente meritocrática: aunque nazcan con las mismas oportunidades, el capitalismo seguirá habilitando a que algunos acumulen más que otros que hacen más méritos. Sencillamente porque no premia el mérito ni el trabajo, sino el capital, que no es lo mismo.
El escritor estadounidense Michael Albert planteó la cuestión de manera muy sencilla: en una sociedad realmente meritocrática, cada cual debería ganar de acuerdo al esfuerzo que pone en juego y al sacrificio que realiza (en lugar de ganar por el capital, por el poder que tenga o por sus dones innatos). Ni más ni menos. Quien trabaja más horas gana más que quien trabaja menos. Quien tiene un trabajo que destruye el cuerpo o que es tedioso y repetitivo gana más que quien realiza labores placenteras, interesantes y enriquecedoras. Todos buscamos tener una vida linda: el incentivo económico, en una sociedad meritocrática, compensa a quienes no tienen la suerte de poder trabajar en algo que les da placer y reconocimiento.
Es cierto que un esquema así premiaría el esfuerzo, pero no sus resultados. Una sociedad meritocrática podría definir escalas de ingreso superiores para estimular los esfuerzos que más necesita o para premiar a aquellos que hacen un aporte excepcional. ¿Nos importa que los inventores de internet o de la vacuna contra el dengue sean reconocidos? Sin dudas: queremos que quede claro que su inventiva es lo que queremos estimular. ¿Necesitamos gente que gestione bien las empresas y esté atenta a la innovación? Claro que sí, es necesario y no todos lo hacen bien. ¿Queremos premiar a Messi o a Charly por las alegrías increíbles que nos dan? Por supuesto. ¿Por qué no?
Podemos, como sociedad, decidir que gente así gane mucho más que los demás. Si es por incentivo, ganar 10, 20 o 50 veces más que el resto cumple la función. No hace falta que un magnate gane 6.000 veces más que un docente (o incluso más), como sucede hoy, para que se sienta estimulado a trabajar con empeño. Eso no tiene nada que ver con la meritocracia: es puro privilegio de clase y daña la vida democrática.
Así que bienvenida toda política que combata privilegios. Pero un gobierno que hace todo lo que está a su alcance para dar más poder al mercado y a los propietarios del capital es cualquier cosa menos un gobierno que apunte a premiar el mérito, el esfuerzo o el talento. Para eso, necesitamos proyectos políticos diametralmente opuestos.
Ezequiel Adamovsky es doctor en Historia y profesor de la Universidad Nacional de San Martín y de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.