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Concentración contra la extrema derecha en Burdeos, suroeste de Francia.

Foto: Romain Perrocheau, AFP

¿Hasta dónde puede llegar la extrema derecha francesa?

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Reagrupamiento Nacional quedó a las puertas del poder en la primera vuelta de las elecciones legislativas anticipadas, mientras diversos sectores buscan la forma de evitar que Jordan Bardella, el delfín de Marine Le Pen, se convierta en primer ministro.

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La extrema derecha francesa quedó a las puertas del poder o, al menos, de una mayoría absoluta en la Asamblea Nacional que le daría la posibilidad de hacer elegir como primer ministro a Jordan Bardella, el joven delfín de Marine Le Pen. El domingo 30 de junio, Reagrupamiento Nacional (RN) obtuvo 33% de los votos y el primer o segundo lugar en la mayoría de las circunscripciones electorales. Lo que se esperaba como el gran “sismo” en las presidenciales de 2027 se adelantó abruptamente luego de que Emmanuel Macron disolviera de manera sorpresiva la Asamblea Nacional debido al fracaso de la lista de la “mayoría presidencial” en las pasadas elecciones europeas y convocara a elecciones legislativas anticipadas en un lapso de tres semanas.

La propia idea de sismo ya ha perdido efecto: el avance de RN es una sucesión de pequeños temblores que asustan cada vez menos, aunque un primer ministro de extrema derecha representaría un salto cualitativo, con efectos en Francia y en la Unión Europea. Hoy RN tiene abierta, pero no asegurada, la mayoría absoluta de las bancas en una elección que se completará con segundas vueltas este domingo en las circunscripciones en las que ningún candidato alcanzó el 50% más uno de los votos. Pasan al balotaje quienes consiguen 12,5% del padrón electoral de la circunscripción, y esto posibilita la competencia de tres candidatos, lo que complica los pronósticos.

Los seguidores –y colaboradores– de Macron fueron los más sorprendidos por la disolución de la Asamblea: nadie pareció entender la jugada presidencial que, como se vio el domingo pasado, estaba lejos del “manual de resistencia” del español Pedro Sánchez –quien se mantuvo en el poder con una apuesta similar–. La decisión presidencial sólo despejó un poco más la “larga marcha” del partido de Le Pen hacia el poder. Bardella, de 28 años, podría recalar así en Matignon –como se denomina a la residencia del primer ministro– y “cohabitar” con Macron, quien seguiría con facultades limitadas, hasta el final de su mandato.

Posiblemente Macron imaginó que la izquierda iría fragmentada a los comicios –a la vista de las tensas rivalidades entre los diversos partidos en las elecciones europeas–, pero esa apuesta falló: en menos de una semana nacía el Nuevo Frente Popular (NPF) –que evoca al mítico Frente Popular liderado por el socialista Léon Blum en la década de 1930–, se acordaban las candidaturas para las 577 circunscripciones y se pactaba un programa. Firmaron el Partido Socialista, Francia Insumisa, el Partido Comunista y los Verdes, y luego se sumó el Nuevo Partido Anticapitalista (trotskista).

La unidad le permitió a la izquierda conseguir un segundo lugar con casi 28% de los votos (y encaminarse a tener el segundo bloque en el próximo Parlamento). No se trató sólo de una alianza de cúpulas, sino que, por abajo, se forjó un fuerte tejido asociativo que se apropió de las siglas del NFP y salió a militar su programa de cambio. La defensa del poder adquisitivo marcó la discursividad más amplia de la campaña y cada sector político buscó darle su propio contenido, pero nadie pudo rehuirla.

El macronismo quedó tercero (con 20% de los votos totales), y muchos hablan de su fin como movimiento político. “Estupefacción”, “tristeza”, “locura”, “desastre” fueron las palabras de la élite macronista recogidas por el periódico Libération en un artículo titulado “Crepúsculo de la macronía: de la disrupción a la destrucción”. Macron hizo campaña contra ambos “extremos” –izquierda y derecha– y llegó a hablar de los riesgos de una “guerra civil” si el electorado debilitaba a la mayoría presidencial en favor de la izquierda o la derecha.

El presidente francés, que llegó al poder tras el colapso de la derecha tradicional y de la izquierda socialdemócrata, quedó asociado a un estilo prepotente que habla desde el pedestal de una tecnocracia desconectada de los problemas de la gente común. Su gestión fue desafiada por movimientos sociales de envergadura, como el de los gilets jaunes [chalecos amarillos], en 2018, y el de oposición al aumento de la edad jubilatoria en 2023, medida que Macron logró hacer aprobar por decreto apelando a los poderes presidenciales. Tras el desgaste de esos meses, el presidente nombró a Gabriel Attal, de 35 años y macronista de pura cepa, para darle un impulso político –y de imagen– a su gestión, cuando se acercaban unas elecciones europeas que anticipaban un fuerte rechazo del electorado.

Un artículo en la revista Mediapart sintetiza así el escenario: “En el espacio de tres semanas –que parecen seis meses–, el panorama de los partidos ha dado un vuelco total. Las distintas fuerzas han sellado alianzas que habrían parecido inconcebibles hace poco tiempo. La izquierda se ha unido en un tiempo récord bajo la bandera del Nuevo Frente Popular, la derecha opositora se ha desgarrado [y una parte se ha ido con Le Pen], la mayoría presidencial se ha hundido en la depresión, y la extrema derecha se ha abierto paso silenciosamente hacia su objetivo: Matignon”.

RN queda por primera vez a la cabeza de unas elecciones legislativas y lo hace con un récord de participación: 67%, la más alta desde 1981, lo que refuta la tesis de que la extrema derecha se beneficia de la abstención. “Nunca los lepenistas, relegados durante décadas en el rincón de los apestados ideológicos, habían alcanzado el lugar central que hoy ocupan en esta sociedad”, sintetizó el corresponsal de El País, Marc Bassets, en su crónica electoral.

En efecto, tras tomar el control del antiguo Frente Nacional, Marine Le Pen logró lo que en Francia denominan la “desdemonización” [dédiabolisation] de la extrema derecha. A diferencia de su padre, Jean-Marie Le Pen, un antisemita sin complejos que podía decir que las “cámaras de gas fueron un detalle de la Segunda Guerra Mundial” y no dudaba en provocar con discursos ultras, ella se preocupó, de manera obsesiva, por normalizar a su fuerza. Primero “mató al padre”, expulsándolo de su propio partido, al que rebautizó Reagrupamiento Nacional [Rassemblement National], y, finalmente, se corrió formalmente de la dirección partidaria y colocó ahí a Bardella, hijo de italianos y, como se difundió en estos días, con antepasados argelinos.

RN se fue volviendo, así, un “partido como los otros”. A la desdemonización por arriba, en el mundo político, se fue procesando una “desdemonización por abajo”, en la sociedad, como señala Félicien Faury, autor de Des électeurs ordinaires. Enquête sur la normalisation de l’extrême droite [Electores corrientes. Una investigación sobre la normalización de la extrema derecha], un trabajo de campo sobre los votantes de RN en el sureste de Francia –una zona donde el voto a la extrema derecha no se explica por la desindustrialización ni por los efectos de la globalización, como en algunas regiones deprimidas del norte francés–. Desde la Asamblea Nacional hasta asociaciones de petanca –juego tradicional–, pasando por municipalidades y consejos departamentales, RN se volvió parte, cada vez menos vergonzante, del paisaje político y social francés. Y Marine Le Pen combinó los mítines militantes con cada vez más recorridas y diálogos cara a cara con la gente, con miles de selfis que la muestran como una mujer sonriente y cercana a los franceses de a pie.

En las elecciones legislativas de 2022, RN logró romper los “cordones republicanos” y pasó de ocho a 89 diputados (otro “sismo”), una cantidad de parlamentarios que le dio una estructura –política y económica– para competir en mejores condiciones en estas últimas elecciones; pero, además, su bloque en la Asamblea Nacional buscó mostrarse respetable contra los “revoltosos” de Francia Insumisa. La desdemonización de la extrema derecha tuvo, en estas elecciones, una contracara: la (re)demonización de la izquierda, sobre todo mediante la acusación de antisemitismo (la reversión simbólica del caso Dreyfus) y de apoyo a Hamas.

A veces se llegó a situaciones absurdas, como cuando el diputado de RN Julien Odoul dijo que “Léon Blum se revolvería en su tumba” al ver el “antisemitismo” del NFP, refiriéndose al dirigente socialista que sufrió ataques antisemitas de parte de la extrema derecha de entonces –los ancestros políticos del propio Odoul–. El diputado, que posó en el pasado como modelo en la revista gay Têtu, es parte de la nueva cara de la extrema derecha, alejada de la estética lepenista de los años 80, cuando el Frente Nacional podía publicar afiches electorales que incluían la palabra “sida”, como acrónimo de “socialismo-inmigración-droga-especulación [affairisme]”, o exaltaba la gesta colonial en Argelia. Hoy puede, sin grandes problemas, acusar a la izquierda de “oscurantismo”.

La extrema derecha encontró en el anti-antisemitismo una vía eficaz para terminar su proceso de normalización y quitarse de encima un pesado estigma. La propia Le Pen fue estrella de la marcha contra el antisemitismo organizada en París en noviembre de 2023. La normalización llegaba entonces a la propia comunidad judía, silenciando casi totalmente las advertencias de Simone Veil en 1983, cuando la extrema derecha hizo su primera gran elección municipal en la localidad de Dreux (con 17%) y la derecha se alió con los ultras: el Frente Nacional “no es una fuerza de oposición como el resto. [...] Nunca pensamos que este tipo de alianzas carece de consecuencias”. Fue una frase anticipatoria de la ministra y sobreviviente del Holocausto, que militaba en la centroderecha, cuando ese resultado era sólo una flor exótica en el paisaje político francés.

La decisión del abogado y “cazador de nazis” Serge Klarsfeld (88 años) de elegir a la extrema derecha en un duelo con la izquierda es sólo uno de los cambios que se están procesando en la propia comunidad judía, en el marco de la guerra de Gaza y de los alineamientos que alimenta.

Pero la cuestión del “antisemitismo” opera en un marco más amplio: el del uso del término “islamoizquierdismo” para unificar y amalgamar a la izquierda con el islamismo radical. El escritor y líder del partido Reconquista Éric Zemmour –que ocupa el lugar de la retórica ultramontana que Le Pen abandonó– dijo, en una entrevista, sin ruborizarse, que “un gobierno de Francia Insumisa” –refiriéndose en verdad al NFP al que pretendía atacar– sería una mezcla de la Unión Soviética y la sharia (ley) islámica.

La extrema derecha, de hecho, viene levantando la bandera de la laicidad –y los derechos de las mujeres e incluso de las minorías sexuales– contra la inmigración. Marine Le Pen ha votado recientemente en favor de la incorporación del aborto en la Constitución, sus carteles la presentan como femme d’état [mujer de Estado] y RN lleva varios candidatos abiertamente gays.

“Los derechos de las mujeres son reivindicados como marcos identitarios, sobre todo contra el islam, no como valores universalistas”, resumió el sociólogo Olivier Roy en un reciente debate organizado por la revista Le Grand Continent. Le Pen ha defendido la prohibición del velo en espacios públicos y otras formas de “laicismo autoritario” –en muchos casos radicalizando medidas ya tomadas por las derechas convencionales–, en el marco de su discurso contra la inmigración y el multiculturalismo. RN promueve el fin del ius soli para otorgar la ciudadanía (como ya se hizo en la región de Mayotte, un departamento francés de ultramar), reemplazándolo por el derecho de sangre, y una política de “preferencia nacional” que establece la prioridad para los franceses en las políticas sociales y otras iniciativas que muchos consideran no sólo inconstitucionales, sino contradictorias con los valores de la República. También propone excluir a portadores de doble nacionalidad de ciertos cargos públicos “estratégicos”.

Si bien la unidad de la izquierda ha sido electoralmente exitosa en términos de movilización electoral, la diversidad interna del bloque presenta no pocas dificultades, sobre todo las tensiones entre una “izquierda de gobierno” y una “izquierda de ruptura”. Los periodistas no dejan de presionar a los socialistas preguntando por consignas como “la Policía mata”, utilizadas en los barrios populares para denunciar la violencia policial y repetidas por dirigentes “insumisos”. También la guerra en Gaza genera divergencias, tanto en el tono como en el contenido, al igual que la guerra en Ucrania. El Partido Socialista sufrió, de hecho, un verdadero acoso político y mediático, acusado con tonos macartistas de “pactar con los antisemitas” y de capitular ante “los radicales”. A veces se llegó al borde del ridículo: mientras unos acusaban a la izquierda radical de islamoizquierdismo y hasta de homofobia, Macron decía que los “insumisos” querían impulsar una ley para cambiar de sexo, de manera exprés, en las alcaldías.

En ese marco, los conflictos internos en Francia Insumisa y el liderazgo caudillista de Jean-Luc Mélenchon hicieron también su parte. Esas disputas terminaron por obligar a los diferentes candidatos de la alianza a hablar de las “purgas” de Mélenchon en su partido, o de la falta de democracia interna, quitando espacio a los temas insignia de la izquierda, como las cuestiones sociales. Pero no se trata sólo de pujas por el liderazgo: también hay discusiones estratégicas en el interior del partido. Por ejemplo, cómo combinar el trabajo de la izquierda en las periferias populares e interculturales de París –que siguen constituyendo “cinturones rojos”– con la necesidad de poner en el mapa, de manera más convincente, las demandas de la Francia provinciana -menos multicultural–, como las desindustrializadas zonas del norte, donde la extrema derecha ha construido una sólida base social.

En ciertas zonas de la Francia rural o semirrural deprimidas, dice en una entrevista el sociólogo Benoît Coquard, “la izquierda no es tanto objeto de crítica como de invisibilidad. Lleva varias décadas reduciéndose”. En muchas de estas zonas se fue consolidando una hegemonía local de RN: “Cuando enciendes la televisión se habla bien de RN, cuando sales de casa escuchas hablar bien de RN... No hay nada que te contradiga”. Al mismo tiempo, desde un punto de vista demográfico y económico, quienes podrían tener más predisposición a votar por la izquierda tienen fuertes incentivos a abandonar estas poblaciones en declive (jóvenes con estudios universitarios, por ejemplo). Y esas hegemonías locales jugaron en las elecciones del domingo, más aún con un sistema no proporcional como el francés.

El poder adquisitivo, junto con cuestiones como la inmigración, marcaron toda la campaña. Pero hay otros temas, como el deterioro de los servicios públicos, sobre todo en zonas periurbanas que sufrieron la desaparición de oficinas públicas, el empeoramiento de la atención sanitaria y la deficiencia del transporte público. RN busca, de hecho, amalgamar la cuestión social con la retórica antiinmigración, atribuyendo las carencias a lo que “se les da a los inmigrantes”. “El ‘nosotros’ de los trabajadores de entonces, cuando votaban más ampliamente a la izquierda, era más un ‘nosotros’ de honor y orgullo. Existía la perspectiva de que diciendo ‘nosotros los trabajadores’ seríamos más fuertes contra la patronal. Con el voto a RN, el ‘nosotros’ se ha convertido en un ‘contra ellos’. Una definición negativa en el sentido de ‘no somos los más bajos’, ‘no somos los más estigmatizados’, ‘no somos los inmigrantes’”, añade Coquard. De esa forma se va construyendo, además, una legitimación local del voto a la extrema derecha.

No es seguro que la extrema derecha consiga la mayoría absoluta en la segunda vuelta de este domingo. Si realmente las fuerzas “republicanas” hicieran una barrera a RN, esta podría resultar eficaz –aunque no evitaría tener una extrema derecha inéditamente fuerte en la Asamblea Nacional–. Gabriel Attal ha llamado a “hacer barrera” contra el lepenismo, debilitando el discurso de los dos demonios de la campaña, pero su discurso fue algo ambiguo respecto de las circunscripciones donde el candidato de la izquierda es un “insumiso”. Empero, como destaca Mediapart, “tras la confusión, el ‘todo menos RN’ se impone poco a poco entre los macronistas”.

La barrera amenaza con ser, no obstante, de geometría variable y llena de agujeros: muchos votantes del macronismo, y más aún de la derecha tradicional, no votarán por la izquierda (se quedarán en sus casas o lo harán, con la nariz más o menos tapada, por RN). Posiblemente la izquierda opere de manera más disciplinada, aunque entre sus votantes, sobre todo entre los “insumisos”, muchos detestan a los macronistas. Un dato importante será el número de terceros candidatos que se bajen de la contienda para concentrar el voto anti-RN.

De cara a la segunda vuelta del domingo, la extrema derecha propone su propia “barrera”: una dirigida contra la “izquierda radical”. Mientras, sigue firme en su estrategia de captar los múltiples inconformismos, materiales y culturales, que atraviesan a diferentes estratos sociales y geográficos de la sociedad francesa.

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