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COP30, el 19 de noviembre, en el estado de Belém, en Brasil.

Foto: Pablo Porciúncula, AFP

Las contradicciones de la COP30 en Brasil

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La proliferación del “capitalismo verde” encubre la renuncia a confrontar realmente con el gran capital y a establecer un diálogo con las bases populares.

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Es difícil determinar cuán relevante, útil o problemática fue la decisión de que Brasil albergara la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) en una ciudad como Belém, en el estado de Pará. Hay muchísimas maneras de cuestionar los motivos de esa elección, especialmente porque provino de Lula, cuyo gobierno oscila entre la valoración “diplomática” de los pueblos tradicionales y la defensa de los intereses de los sectores más contaminantes de la economía brasileña.

La elección de una ciudad con una presencia tan fuerte de culturas y dinámicas políticas indígenas, quilombolas y ribereñas contrasta de lleno con la infraestructura típica de un evento de la ONU: frío, alfombrado y abrumadoramente blanco. El contexto geopolítico de guerras por los recursos –incluidos los materiales para la transición energética– aumenta las tensiones alrededor de un encuentro demasiado hermético e impopular. Pero Brasil podría hacer algo diametralmente opuesto a lo que vimos en las últimas tres ediciones de la COP (Dubái, Egipto y Azerbaiyán): abrirlo.

El segundo día de la COP30 hubo una gran movilización popular, encabezada por varias comunidades indígenas y acompañada por los partidos de la izquierda radical, que logró abrir las puertas de la Zona Azul (el sector de negociaciones de la cumbre, al que sólo se accede con credenciales de gobiernos, empresas, medios u ONG). Las comunidades del Bajo Tapajós exigían participar en las negociaciones y, además, la creación de un impuesto a los superricos. Pocos días después, indígenas munduruku interrumpieron durante varias horas el flujo de personas que ingresaban a la Zona Azul. Y, simbólicamente, ese mismo día avanzó la demarcación de dos territorios indígenas.

Son avances que no se obtienen con un simple golpe de lapicera, y que tampoco resuelven los más de 200 procesos de demarcación ya iniciados ni los más de 500 que siguen abiertos, en un momento en que Brasil sigue postergando esa tarea mientras propone mecanismos de mercado para combatir la deforestación en el país.

Las contradicciones se vuelven casi alegóricas en la propia ciudad sede del evento: colectivos eléctricos de uso exclusivo para los asistentes y, al mismo tiempo, exclusión para los habitantes locales. Los objetivos de “deforestación cero”, que coinciden con las demandas de las comunidades tradicionales, avanzan con lentitud, y en relación con el Acuerdo de París, quedan prácticamente anulados por la intención del gobierno brasileño de convertirse en el cuarto mayor exportador de petróleo del mundo.

Mientras el ministro de Minas y Energía, Alexandre Silveira, refuerza el discurso del lobby nuclear, fósil y antirrenovable, la justificación del gobierno federal para expandir la explotación petrolera sigue anclada en los años 90: la idea de que los combustibles fósiles permiten financiar la transición energética. En la práctica, no hay transición, sino expansión. O, como ironizó la ministra Marina Silva, una “transacción energética”. Por su parte, el presidente Lula exige que los países ricos adopten posturas más firmes frente a la crisis que ellos mismos generaron.

Brasil en el centro de la crisis climática mundial

A diferencia de China –que hoy oscila entre ser clasificada como parte del Norte global o del Sur global–, Brasil siempre aparece ubicado en la categoría del Sur. Sin embargo, eso no cambia el hecho de que su contribución histórica a la crisis climática es considerable. La investigadora Sabrina Fernandes, en una columna publicada en The Intercept, cuestiona la postura de Brasil como uno de los diez países que más han contribuido al calentamiento global y, por lo tanto, como deudor de reparación climática hacia aquellos con una contribución mucho menor. Además, la posición actual de Brasil en el mercado petrolero amenaza su aspiración a convertirse en un actor central de la transición energética en América Latina.

Las soluciones para Brasil son bastante evidentes: al no ser un país cuya economía dependa centralmente del carbón y el petróleo, y dado que sus emisiones están vinculadas sobre todo a la deforestación y al uso intensivo de fertilizantes, buena parte de su responsabilidad pasa por impulsar una reforma agraria popular y acelerar la demarcación de territorios indígenas, en abierta confrontación con la tesis del Marco Temporal, que ha incrementado los homicidios de indígenas en todo el país.

Pero en tanto el crédito subsidiado para el agronegocio bate récords y el Estado garantiza exenciones impositivas y seguros públicos para los grandes propietarios, cada vez nos alejamos más de lo que debería ser una COP30 ejemplar: no sólo por parte de los movimientos, sino también de un gobierno que se reivindica popular mientras juega “a dos bandas” en lo que a intereses de clase refiere.

En la Zona Verde, los stands de los bancos brasileños que financian la agroindustria ocupan amplios espacios y están decorados con plantas artificiales y repletos de aperitivos para los visitantes. Mientras tanto, las mujeres indígenas se sientan en el piso y no disponen de ninguna estructura para vender sus artesanías y pinturas corporales.

La posición de Brasil también debería incluir una oposición firme a los combustibles fósiles y a la lógica depredadora que viene imponiéndose incluso dentro del sector de las energías renovables, especialmente en los estados del Nordeste. Y esa no ha sido la postura de Petrobras, ni del ministro de Minas y Energía, ni del gobierno federal en general. Sin embargo, es lo que necesitan la mayoría de los países vecinos en América Latina para avanzar en su transición y reducir emisiones, y, en realidad, es lo que necesita prácticamente todo el mundo si pretende cumplir los objetivos del Acuerdo de París.

Mientras Brasil exhibe un excedente de energía renovable, al mismo tiempo impulsa políticas para atraer inversiones con un altísimo consumo energético –como los centros de datos en Ceará o la producción de hidrógeno verde para exportación– y continúa ampliando sus proyectos eólicos, algo facilitado aún más por la reciente derogación de la normativa de licencias ambientales. Este perverso juego de expansión “verde” encubre la falta de voluntad para enfrentar al gran capital y la ausencia de un diálogo real con las bases populares para buscar soluciones coherentes y beneficiosas para todos.

El papel de Brasil en la COP30 debería ser el de abrir el juego, promover el diálogo y ejercer una soberanía real. No se trata de una relación entre empresas y Estado, sino entre pueblo, estados, movimientos y territorios. Y en un evento organizado por la ONU, que en cada edición amplía la injerencia del capital privado, termina recayendo en el propio pueblo la tarea de ocupar ese espacio.

Este artículo fue publicado originalmente por Jacobin.

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