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Trump y la nueva doctrina del garrote para América Latina

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El 13 de noviembre pasado, Pete Hegseth, secretario del recientemente renombrado Departamento de Guerra, bautizó las recientes acciones militares en el Caribe y el Pacífico Oriental contra presuntos narcotraficantes como parte de la operación Lanza del Sur. La Casa Blanca anunció que los ataques, que han dejado un saldo de más de 80 muertos, son en legítima defensa y que continuarán sin la necesidad de conseguir autorización del Congreso, dado que no existe un conflicto armado en curso. Es decir, las fuerzas armadas estadounidenses están llevando a cabo operaciones militares sin definirlas como parte de una guerra porque los enemigos no representan una amenaza militar, pero sí una contra Estados Unidos, por tratarse de organizaciones que trafican estupefacientes, provocando, siguiendo la lógica, la muerte directa de miles de ciudadanos al año.

Si bien Trump declaró, repetidas veces, que está planeado extender los ataques a blancos militares relacionados con el narcotráfico en territorio venezolano, aún no es claro si tal amenaza se llevará a cabo. Lo cierto es que, desde finales de agosto, Estados Unidos ha desplegado más del 10% de la totalidad de sus fuerzas navales en el Caribe, con un total de 10.000 tropas incluyendo elementos de la fuerza aérea desplegados en Puerto Rico, Luisiana, y Florida. Una fuerza militar bastante excesiva para simplemente hundir lanchas de narcotraficantes. Para redoblar la apuesta, el 24 de octubre, se ordenó el despliegue hacia el Caribe del portaaviones USS Ford, aumentando a más del 35% del total de la fuerza naval y más de 18.000 miembros de la marina.

¿Se viene el ataque a Venezuela?

A esto se le debe sumar que la administración Trump ha designado a Nicolás Maduro, y la cúpula bolivariana, como jefe del denominado Cartel de Soles y a varios miembros de las fuerzas armadas venezolanas como líderes del Tren de Aragua. Ambas organizaciones fueron designadas como terroristas por Estados Unidos y otras naciones de América Latina. Para Trump, el régimen bolivariano es una amenaza para la seguridad nacional al, supuestamente, apoyar a grupos radicales de izquierda, ser responsables de la muerte por sobredosis de cientos de miles de americanos y enviar cientos de miles de miembros de pandillas criminales para cometer crímenes en las ciudades.

Si bien Venezuela se ha transformado en un corredor importante del tráfico de cocaína, 13% dirigida sobre todo hacia Europa, no produce fentanilo, la principal causa de muerte por sobredosis en Estados Unidos. El Cartel de Soles no es una organización, sino, más bien, una red descoordinada de militares y miembros de las fuerzas de seguridad venezolanas que facilita la logística, los corredores, el transporte, la infraestructura, y la impunidad del tráfico a cambio de sobornos regulares. La misma inteligencia de Estados Unidos comparte tal análisis: elementos del régimen tienen vínculos ad hoc con grupos criminales, pero no los dirigen, sino que los utilizan para obtener ingresos.

Dejando de lado la posible, pero aún no segura, intervención militar en Venezuela, Estados Unidos ha transformado fundamentalmente su relación con América Latina. De una definida por la cooperación y el multilateralismo, a una relación coercitiva y unilateral, en la que los países latinoamericanos son definidos como alineados ideológicamente a Washington o como fuentes de inseguridad y enemistad ideológica. Esto se debe, en parte, a la forma en que la administración Trump traduce su cosmovisión en política exterior hacia la región.

Trump admira a William McKinley y Teddy Roosevelt, dos presidentes estadounidenses de principios del siglo XX, cuyas respectivas políticas exteriores afianzaron, post guerra hispano-estadounidense, la hegemonía estadounidense en las Américas, convirtiendo al país en una potencia mundial. La diplomacia del “gran garrote” y el “Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe” anclaron los dos principios dirigistas de la política exterior de Washington hacia América Latina: demostrar la voluntad política de utilizar la fuerza si fuese necesario, interviniendo en los asuntos internos de países latinoamericanos con regímenes considerados peligrosos, con crisis revolucionarias, o incapacidad de mantener un monopolio legítimo de la fuerza.

Una nueva política exterior

Esta revitalización ideológica por la utilización de acciones coercitivas para interferir en Latinoamérica se materializa en la nueva política de defensa y seguridad nacional que prioriza el hemisferio occidental sobre otras regiones. Una realineación de prioridades estratégicas que incluye potenciales expansiones territoriales, como Groenlandia; control de rutas comerciales, como el canal de Panamá; establecimiento de bases militares, como en El Salvador; la utilización de sanciones comerciales, financieras y diplomáticas para presionar gobiernos no alineados, como Brasil y Colombia; salvatajes financieros y alianzas comerciales para asistir a gobiernos aliados, como Argentina; y posible intervención militar para eliminar amenazas no estatales, como en México.

La nueva doctrina de defensa nacional consiste en proteger las fronteras estadounidenses del alcance de redes de crimen transnacional organizado, organizaciones terroristas, olas migratorias, y tráfico ilícito, para lo cual la securitización absoluta de la región es imprescindible.

Por último, esta securitización convierte a la región en una esfera de influencia exclusiva de Estados Unidos, relocalizando las tácticas, estrategias, y el marco normativo de la guerra contra el terror en América Latina. De la misma forma en que la guerra en Afganistán fue extendida, a través de ataques con drones, bombardeos, y operaciones especiales, a Pakistán, Filipinas, Yemen, Chad, Iraq, Siria, y Somalia, no sería inconcebible que las operaciones en el Caribe y en el Pacífico Oriental sirvan de antecedente que “legitimen” futuras acciones similares en territorio venezolano y luego contra carteles y otras organizaciones criminales transnacionales, designadas como terroristas, en México, Colombia, Ecuador, Nicaragua, Guatemala, Perú o Bolivia. Una doctrina del garrote para el siglo XXI.

De por sí, la decisión estadounidense de actuar unilateralmente en el Caribe y el Pacifico Oriental, abandonando décadas de cooperación multilateral con miembros de la Comunidad del Caribe (Caricom) y la Organización de Estados Americanos (OEA), transforma radicalmente los principios de gobernanza regional en materia de seguridad. La lucha contra el narcotráfico, a nivel regional, ya estaba en proceso de militarización, pero las acciones de Washington la elevaron a un nivel de ruptura del derecho internacional, desprecio de acuerdos multilaterales y transgresiones de soberanía.

Los líderes de afinidad ideológica o partidista en la región, como Javier Milei y Nayib Bukele, serían recompensados por sus respectivos apoyos y evitarían la formación de un frente común contra acciones de Washington en organismos regionales como la OEA. Asimismo, una eventual caída de Maduro, provocada por Washington, podría impactar el actual ciclo de campañas presidenciales de la región, empezando quizás con Chile y siguiendo con Colombia, Perú y Brasil en 2026.

Un viraje latinoamericano a la extrema derecha, liderado por un Estados Unidos hiperconservador, podría llegar a tener efectos devastadores como los tuvo cuando la región era gobernada por gobiernos autoritarios y juntas militares en los 70. El destino democrático y en paz de la región depende de iniciativas institucionales y multilaterales y no coercitivas y unilaterales.

Emmanuel Guerisoli es abogado especializado en derecho penal internacional, derecho constitucional y derechos humanos. Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com.

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