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Lugar donde explotó un auto frente a la alcaldía de Corinto, departamento del Cauca, el 10 de junio.

Foto: Joaquín Sarmiento, AFP

Ola de violencia en Colombia: ¿de la “paz total” a una nueva respuesta militar?

7 minutos de lectura
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La seguidilla de atentados y el asesinato del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay dieron paso a un viraje en la estrategia del presidente Gustavo Petro; rumbo a las elecciones de 2026, la seguridad vuelve a ocupar el centro de la agenda.

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El 21 de agosto, dos atentados violentos sacudieron distintas regiones de Colombia. En la mañana, el Frente 36 de las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), bajo el mando de alias Calarcá, atacó y destruyó un helicóptero de la Policía en el municipio de Amalfi, Antioquia. El ataque provocó la muerte de 13 policías que realizaban labores de erradicación de cultivos de coca. En la tarde, un camión bomba que, al parecer, iba a ser usado contra la base aérea Marco Fidel Suárez en Cali –la tercera ciudad más importante del país–, explotó en la calle y dejó un saldo trágico de siete personas muertas y más de 70 heridas, todas civiles.

Diez días antes había fallecido el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, miembro del Centro Democrático, partido de derecha liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez. En junio, Uribe Turbay había sido víctima de un ataque armado durante un evento de campaña en el occidente de Bogotá. A pesar de dos meses de esfuerzos de su equipo médico, el político de 39 años murió por la gravedad de sus heridas. El atentado conmocionó a la sociedad colombiana por sus ecos con la violencia de inicios de la década de 1990, cuando tres candidatos presidenciales fueron asesinados por los cárteles del narcotráfico.

Estos hechos no han sido los únicos, aunque sí los más visibles por el número de víctimas y el rol político de Uribe Turbay. A la lista se suman, entre otros: el secuestro en el departamento amazónico de Guaviare de 33 soldados a finales de agosto pasado, en medio de una operación militar contra las disidencias lideradas por alias Iván Mordisco; el ataque con armas de fuego a la caravana en la que viajaba un congresista en el Huila, días antes; el coche bomba que explotó en Florencia, Caquetá, un día después de los atentados en Cali y Amalfi, afortunadamente sin víctimas; un ataque con explosivos, presuntamente lanzados con drones, contra miembros del Ejército en el Cauca a inicios de setiembre; la crisis humanitaria en el Guaviare denunciada en junio por la Defensoría del Pueblo, que confinó a más de 10.000 personas por los enfrentamientos entre las facciones disidentes de las FARC de Calarcá y Mordisco; e incluso la crisis humanitaria en el Catatumbo que, aunque perdió visibilidad mediática, sigue sin resolverse.

¿Qué explica esta ola de violencia?

En el último año y medio se han producido cambios importantes en las dinámicas del conflicto armado que han contribuido al aumento de la violencia, especialmente en el sur del país. Si bien en sus inicios el actual gobierno fue generoso en su apuesta de paz, la situación cambió de manera radical. En el marco de la política de “paz total”, iniciada en 2022 con la llegada al poder del presidente Gustavo Petro, se establecieron mesas de negociación y ceses del fuego con varios grupos armados, entre ellos el Estado Mayor Central (EMC), disidencia de las extintas FARC, y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Pero con el paso del tiempo, los pocos avances en esas mesas y las reiteradas violaciones de los ceses del fuego por parte de estos grupos minaron la confianza en la salida negociada al conflicto.

A mediados de 2024, tras la ruptura entre Mordisco y Calarcá que dividió al EMC en dos facciones enfrentadas, el gobierno dio por terminada la tregua con Mordisco y declaró una “ofensiva total” contra su grupo, mientras que con el bando leal a Calarcá las negociaciones continuaban. En enero de este año, la violencia desatada por el ELN en el Catatumbo, en disputa con el Frente 33 –parte del grupo de Calarcá– por el control territorial, llevó al gobierno a dar por terminado el proceso de negociación con esa guerrilla histórica. Finalmente, en febrero, Petro tomó la polémica decisión de nombrar como ministro de Defensa a Pedro Sánchez, un militar de la Fuerza Aérea que se retiró del servicio activo para asumir el cargo, tras más de 30 años de ministros civiles. Poco después, el presidente decidió no renovar el cese del fuego con la disidencia comandada por Calarcá.

Todo esto configuró un giro de 180 grados en la estrategia oficial: de la paz total a la ofensiva militar y a un discurso que califica a los grupos armados como narcotraficantes y terroristas. De hecho, el presidente Petro habla con frecuencia de una supuesta “Junta del narcotráfico” con sede en Dubái, una organización de crimen transnacional a la que atribuye diversos problemas de seguridad en el país: esta estaría detrás del asesinato de Miguel Uribe, de los atentados recientes y de un intento de asesinato contra él mismo.

Según Petro, tanto las disidencias como el Clan del Golfo –el grupo armado más poderoso de la Colombia contemporánea– estarían al servicio de esa junta. Sin embargo, tanto la Policía como la Fiscalía sostienen que no pueden confirmar la existencia de una organización de ese tipo, y un informe de inteligencia revelado a inicios de setiembre señaló que se trata más bien de “una red criminal en torno a negocios ilícitos, sin unidad de mando y control”.

Algunos análisis apuntan a que este cambio discursivo del gobierno no implica el cierre de los procesos de negociación en curso, aunque es claro que el énfasis está hoy en la estrategia militar, lo que probablemente debilitará aún más cualquier esfuerzo de diálogo.

El aumento de las operaciones contra los grupos armados ha llevado también a un incremento de los enfrentamientos con el Estado: en el tercer año del gobierno de Petro se registraron 329 choques, muy por encima de los dos años anteriores y de los 212 del último año de Iván Duque, mientras que el número de militares y policías asesinados se duplicó respecto del año previo. Al mismo tiempo, muchos grupos continúan enfrentados entre sí por el control de territorios y corredores estratégicos para economías ilícitas: no sólo el narcotráfico, sino también la minería ilegal de oro e incluso la deforestación en la región amazónica.

Lo más grave es que el mecanismo preferido por los grupos armados son los atentados y acciones contra la población civil, como forma de represalia o de presión estratégica. Según la revista digital La Silla Vacía, los actos terroristas pasaron de 732 en el último año de Duque a 530 en el primer año de Petro, cuando se implementaron los ceses del fuego, para luego subir a 877 en el segundo año y a 1.040 en el tercero.

A esto se suman afectaciones humanitarias como el confinamiento de comunidades, el reclutamiento forzado de menores –utilizados como carne de cañón– o la instrumentalización de poblaciones obligadas a movilizarse como escudos frente a la fuerza pública. El secuestro de 33 soldados en el Guaviare, realizado por comunidades campesinas presionadas por las disidencias de Mordisco, ilustra esta dinámica. Los militares fueron liberados tres días después, pero la denuncia por secuestro, asonada y obstrucción a la función pública presentada por el ministro de Defensa contra quienes los retuvieron sigue en curso.

Varios analistas advierten, además, sobre la falta de planeación estratégica en el giro de la política de seguridad. Era previsible que retomar la presión militar trajera represalias violentas, pero no se diseñaron medidas para contrarrestarlas, lo que evidencia graves fallas de inteligencia. En el caso del atentado en Amalfi, es evidente que la disidencia sabía de la presencia policial en la zona. El alcalde de Cali, Alejandro Eder, también apuntó a fallos de inteligencia en relación con el atentado en su ciudad y con el que le costó la vida a Uribe Turbay. El gobierno aparece así ubicado en una posición reactiva y con pocas capacidades para prevenir ataques violentos.

En cuanto al asesinato de Uribe Turbay las investigaciones avanzan, con varias personas capturadas e imputadas por la Fiscalía, pero aún no hay claridad sobre el ataque. Mientras que el director de la Policía apunta a Iván Márquez, líder de la Segunda Marquetalia, y a Zarco Aldinever, su segundo al mando, el comisionado de paz, Otty Patiño, duda de esa hipótesis al considerar que ese grupo está demasiado debilitado para ordenar un atentado de tal magnitud. En cualquier caso, la zozobra que generó el crimen se suma a la preocupación por la ola de violencia desplegada en diversas partes del país por distintos grupos que, al parecer, aprovecharon la generosidad inicial del gobierno para fortalecerse.

Lo que viene

El aumento del terrorismo, el giro en la política del gobierno y la nueva narrativa antiterrorista marcan el inicio del último año del gobierno de Petro. Para algunos expertos, esta dinámica responde a lógicas preelectorales: los actores armados buscan mostrar fuerza frente al próximo presidente, mientras que el gobierno pretende probar que es capaz de enfrentar a los grupos violentos. Para Petro esto es clave, ya que su apuesta es la reelección de su proyecto político –aunque no la suya personal, prohibida por la Constitución– y la seguridad ha sido históricamente central en las campañas.

Sin embargo, los desafíos son grandes. Es esperable que la confrontación armada se agudice, como consecuencia del fracaso de la política de paz y el cambio discursivo del gobierno. Esto a su vez llevará a un aumento de los actos terroristas en las zonas de influencia de los grupos armados, e incluso puede significar el incremento de acciones de violencia política en el contexto electoral. Será fundamental fortalecer las capacidades de inteligencia de la fuerza pública para evitar atentados como los de Amalfi, Cali y el asesinato del precandidato Uribe Turbay.

Paralelamente, el gobierno tiene el desafío de encontrar la manera de proteger a la población civil al tiempo que mantiene la presión militar contra los actores violentos. Hoy siguen siendo las comunidades rurales, incluidos los grupos étnicos, históricamente las principales víctimas del conflicto armado en Colombia, las que padecen las consecuencias más graves de la guerra. Eso a pesar de que el objetivo de la política de paz total al comienzo de este gobierno fue, precisamente, reducir las afectaciones humanitarias de la violencia generada por los diversos actores armados.

Casi diez años después de la firma del acuerdo con las FARC, el país parece entrar en un nuevo ciclo de violencia. La ventana abierta por aquel pacto ya se cerró y, a pesar de su decidida –aunque quizá ingenua– apuesta inicial por la paz, es paradójico que el primer presidente de izquierda haya terminado adoptando el discurso contra el terrorismo que tanto criticó en el pasado. Al gobierno de Gustavo Petro le queda menos de un año. Queda por ver si logrará articular en ese tiempo una estrategia capaz de debilitar y desarticular a los grupos armados, y a la vez aliviar las presiones y controles violentos que hoy imponen sobre las poblaciones más vulnerables.

Catalina Niño Guarnizo es coordinadora de proyectos de la Fundación Friedrich Ebert (FES) en Colombia y del Proyecto de Seguridad Regional de la FES para América Latina. Trabaja en asuntos de políticas de drogas, dinámicas de violencia, construcción de paz y crimen organizado transnacional y sus impactos en la gobernanza democrática. Es miembro de Amassuru, red de mujeres especializadas en seguridad y defensa en América Latina y el Caribe. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.

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