En el mundo de hoy hay muchos discursos y acciones que afirman el aislamiento y el unilateralismo, que criminalizan la inmigración, negando los derechos humanos. El sistema del Estatuto de Roma (ER) que creó la Corte Penal Internacional (CPI) se basa en lo contrario.
La X Reunión organizada por la CPI en junio pasado, en la emblemática sede de la Unión de Naciones Suramericanas (unasur) en Quito, refleja el interés y el compromiso de los estados parte de América Latina con los fines y propósitos del ER y la lucha contra la impunidad.
Identificar y esclarecer los crímenes de genocidio, de guerra, de lesa humanidad y de agresión, someter a los sospechosos a la Justicia con todas las garantías del debido proceso, y de hallarlos culpables, condenarlos de acuerdo al Derecho, ubica a la Justicia como valor universal, de las Américas y de América Latina.
La CPI contribuye a la prevención. No es un capricho, pues como dice el preámbulo del Estatuto de Roma, “millones de niños, mujeres y hombres han sido víctimas de atrocidades que desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad”.
Los crímenes que se cometen y la impunidad asociada a ellos son flagelos que atormentan a millones de personas comunes y corrientes. Erosionan las bases de una convivencia digna. Reparar a las víctimas y a sus familiares, así como a las comunidades afectadas, es mitigar en parte el daño causado y restituir, antes que nada, la dignidad de las personas.
El ER creó un sistema con la Corte como eje central, complementado por la Fiscalía, la Asamblea de Estados Partes y el Fondo Fiduciario en Beneficio de las Víctimas (FFBV).
El principio es que la CPI tiene una competencia complementaria de las jurisdicciones nacionales. Actúa si aquellas no pueden o no quieren juzgar. El sistema no es contra nadie, contra ningún estado o región, es por la dignidad humana.
Sin perjuicio de la punición y prevención, el sistema se centra en la víctima sobre la base de la reparación integral de esta, incluida la restitución, la indemnización y la rehabilitación. El FFBV es una parte esencial del sistema y actúa sobre dos bases muy definidas: el cumplimiento de las sentencias dictadas por la CPI y el mandato de asistencia.
Ha habido sentencias reparatorias a víctimas en los casos de Lubanga por alistamiento y reclutamiento de menores de edad, el de Katanga por crímenes de lesa humanidad de homicidio, ambas situaciones en la República Democrática del Congo, y en el caso de Al Mahdi por destrucción de edificios religiosos en Malí.
La asistencia atiende las comunidades afectadas, las víctimas y sus familiares, en tanto existan situaciones de competencia de la Corte, pero es independiente de los avatares procesales de dicha situación a los efectos de la rehabilitación física, psicológica y apoyo material.
La acción del FFBV es parecida a lo que sería una intervención humanitaria, pero su base conceptual es otra. La víctima, más allá de haber sido objeto de crímenes aberrantes, ante todo es un ser humano. Como tal, tiene dignidad y derechos y la comunidad internacional, de esta forma –más allá de las consecuencias penales para los perpetradores– asume que es imperioso repararla por derecho, reconociéndola como persona a la que se debe tratar con dignidad.
En una década, el FFBV ha hecho mucho: más de 100.000 beneficiarios directos y más de 300.000 indirectos en Uganda y la República Democrática del Congo. Cifra importante, pero vista la realidad, insuficiente.
Hay una necesidad y un reclamo de expandir las actividades en Kenia, Costa de Marfil, Malí y República Centroafricana. La reciente decisión del FFBV de actuar en el caso de miles de sobrevivientes de crímenes de guerra y de lesa humanidad de violación y homicidio en la República Centroafricana es una luz en la oscuridad que demuestra que, aun en el caso de falta de castigo penal, hay mecanismos para atender a quienes han sufrido tales barbaridades.
Nuestros pueblos son testigos vivientes de esas situaciones y estamos determinados a que no se repitan. No las olvidamos y las tenemos bien presentes para prevenir situaciones similares. Más allá de las atrocidades cometidas por estados o por ciertas organizaciones, prefiero resaltar a aquellos que sobreponiéndose al temor han podido denunciar, resistir y solidarizarse frente a los atropellos.
El sistema interamericano de protección de los derechos humanos avanzó en una jurisprudencia ya consolidada, centrada en las víctimas y sus familiares, reconociendo las directas e indirectas, incluyendo las definiciones de familia y dignidad de los pueblos originarios, asumiendo elementos flexibles para identificar la causa, así como la carga de la prueba. Ello fue incorporado en los casos ante la CPI de Lubanga, Katanga y Al Mahdi, aplicando los principios conocidos como de Cherif Bassiouni y Sr. Theo van Boven.
Esta interpretación y aplicación de las normas proviene de juristas formados en nuestra región, inspirados en un derecho garantista que se refleja en los instrumentos interamericanos, ratificando el compromiso ético, político y jurídico en la lucha contra la impunidad.
No todo son logros: la región ha sido lenta en la aprobación de normas que adecuen el ER a las de los ordenamientos jurídicos nacionales, y renuente en el plano financiero.
Queda mucho por hacer. La globalización permite utilizar el ER para cuando las respuestas locales de prevención y punición no funcionan, en caso de crímenes aberrantes, sobre la base del principio de complementariedad –no de sustitución–, para que no haya impunidad. Permite reivindicar a las víctimas de estos gravísimos hechos. Es, en definitiva, la diferencia entre civilización y barbarie.
Felipe Michelini es abogado, docente, miembro del Consejo de Dirección del Fondo Fiduciario de la Corte Penal Internacional en Beneficio de las Víctimas.