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No en mi maldito nombre

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Es sólo el último eslabón de una cadena espeluznante. Esta vez, en el estado de Pensilvania (Estados Unidos), fueron 300 los sacerdotes católicos acusados por abuso de menores de manera rutinaria y deliberada, según consta en el dictamen de la Corte Suprema de ese Estado.

No es que uno se crea la persona indicada para andar proponiendo estrategias para la recomposición moral del cristianismo, pero qué lindo fantasear con la llegada de un nuevo mesías, no uno con capa y superpoderes, sino un simple mortal con una pizca de sentido común que le permita captar que esto ya es absolutamente irrecuperable, porque cada nueva filtración que se descubre entre las grietas de esta institución deja más en evidencia que se trata de una crisis terminal. Alguien que entienda que llegó la hora del rifle sanitario, ese momento difícil pero digno de la eutanasia institucional, como la que practicó el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en su momento, procediendo a la clausura de una experiencia histórica fallida y, acto seguido, devolver todas las riquezas mal habidas, archivar esos viejos libros nefastos, decirles adiós a los poderosos con los que siempre anduvieron arrastrados, dejarse de joder con la sexualidad de cada uno, sacar las pezuñas de la educación, terminar con el trauma enfermizo del celibato, la misoginia y la imbecilidad de los milagros, haciendo las paces de una vez con la ciencia y la inteligencia, suspender los inútiles pedidos de disculpas, aunque más no sea porque ya no queda nadie por recibirlos, y no sin antes ensayar un último intento por haber atormentado a generación tras generación con esa idea abyecta del castigo eterno, abandonar la condena patológica hacia el erotismo y el placer, y –ya que estamos– deshacerse de ese símbolo ominoso que lucen orgullosos y con el que se identifican, como si no se tratara de un macabro instrumento de tortura. Alguien que se animara a terminar con todo eso, imaginaba, y eventualmente iniciara un capítulo nuevo a partir de las dos o tres ideas sanas que algunos de sus fieles pregonaron, hay que reconocerlo, como la solidaridad con el prójimo y la ayuda a los desvalidos.

Ahora bien, siendo que ninguno de estos desvaríos habrá de concretarse en este siglo, pero seguiremos enterándonos periódicamente de los abusos que logren burlar el encubrimiento institucional, es hora de preguntarnos: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo vamos a seguir financiando alegremente este horror por la vía indirecta de las exoneraciones fiscales a las instituciones religiosas? ¿Qué otro género de atrocidades sería necesario descubrir para que algo haga clic en la monotonía de las comisiones de programa partidarias? ¿Qué tipo de atropellos están faltando en la lista para despertar la rutinaria vida de los parlamentarios y hacer que alguno sienta la necesidad de decir basta, poniéndose a pensar cómo terminar con el bochorno de esta complicidad preceptiva? ¿Cómo podemos admitir seguir dilapidando cientos de miles de dólares al mes con estas subvenciones encubiertas mientras se sigue postergando la atención de miles de familias que viven en pésimas condiciones en los asentamientos de la periferia?

Y no nos vengan a correr confundiendo este reclamo legítimo de sinceramiento con algún tipo de prédica intolerante o con un intento de persecución religiosa; nada de eso. La libertad de cultos no se ve cuestionada en absoluto por reivindicar los criterios que el catedrático de Derecho Público en la Universidad de Navarra Alejandro Torres Gutiérrez defiende en estos términos: “Para una plena realización de los principios de laicidad, neutralidad y separación Iglesia-Estado, sería preciso que los modelos de financiación de las confesiones religiosas descansaran sobre el esfuerzo de los fieles y no de los Estados”.1

La idea de que todos los ciudadanos estemos obligados a financiar a las instituciones religiosas es cada vez más insostenible. Si el principio que señala Gutiérrez tiene una validez teórica general, la crítica coyuntura por la que atraviesa la iglesia católica hace que resulte intolerable seguir haciéndonos los distraídos. Hoy, lo menos que puede decirse es que la ética de estas instituciones está severamente comprometida, porque todos sabemos que no se trata de casos aislados, sino de una patología institucional. El psicoterapeuta estadounidense Richard Sipe,2 recientemente fallecido, no era precisamente un ateo anticlerical, sino un sacerdote benedictino que dedicó su vida al estudio del celibato y de las raíces del abuso sexual en la iglesia católica, desde adentro mismo de la institución. Su diagnóstico es tan meticuloso como fulminante: “El sistema selecciona, cultiva, protege, defiende y produce a los abusadores sexuales”.

Es cada vez más impostergable terminar con todas las formas de financiación estatal solapada y apostar a una mayor transparencia, eventualmente, creando un adicional al Impuesto a las Rentas de las Personas Físicas de tipo voluntario similar al que existe en Alemania, por el cual las personas que expresamente desean hacerlo colaboren con las iglesias con recursos propios. Porque no hay motivos para seguir soportando el retrogusto de esta complicidad compulsiva y que debamos hacerlo además, en silencio.


  1. www.laicismo.org/data/docs/archivo_234.pdf

  2. Sipe es autor de seis libros entre los que se destaca A Secret World: Sexuality and the Search for Celibacy. Routledge, 1990. 

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