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Foto: Ilustración: Ramiro Alonso

La “mala víctima”: prensa y desapariciones de mujeres

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A Milagros Cuello Badalan la busca su familia desde el 3 de diciembre de 2016, cuando luego de una llamada, salió hacia la plaza de Pando y desapareció.

El 29 de octubre, a tres años de su desaparición, sus familiares lograron aproximarse a una respuesta, a un puñado de justicia, luego de haber realizado una denuncia, junto a otras cuatro familias de mujeres desaparecidas, en la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo. Fueron detenidos tres indagados y la fiscal del caso solicitó que fueran procesados por explotación sexual y retribución a menores de edad a cambio de actos sexuales. Se trata de un avance, sin lugar a dudas, aunque seguimos sin pistas acerca del paradero de Milagros.

¿Qué dijo parte de la prensa hegemónica ante este hecho? Dijo que Milagros “se prostituía”, que era “meretriz”, “trabajadora sexual”, que “intercambiaba números de teléfono con distintos hombres”, dio a entender que su familia estaba al tanto de la situación en la que se encontraba, criminalizó a su hermana cuando fue llamada a declarar, incluso dio voz al abogado del explotador, dueño de la cantina donde Milagros era explotada sexualmente. Con total impunidad, algunos medios difundieron información que puede poner en peligro tanto a Mili como a su familia (que ya ha sido amenazada varias veces).

Ante este hecho es fundamental remarcar que las personas menores de edad no se prostituyen, ni pueden ser categorizadas como “trabajadoras sexuales” frente a la ley, sino que son explotadas sexualmente. La retribución a menores de edad a cambio de favores sexuales constituye un delito (Ley 17.815), y se entiende que el consentimiento, en estos casos, está viciado por la diferencia de poder, la vulnerabilidad, las desigualdades de género. Mili tenía 16 años al momento de su desaparición. Por lo que, reiteramos, estaba siendo explotada sexualmente, constituyéndose por tanto los delitos de abuso sexual por parte de los mal llamados “consumidores”, como de proxenetismo y trata por parte de los dueños del lugar donde se desarrollaban los delitos tipificados por la fiscal del caso.

A su vez, puntualizamos que ante una desaparición sobre la que existe la sospecha de que puede tratarse de un delito de trata de personas, la familia de la persona desaparecida debe ser considerada también como víctima de dicho delito y tanto los medios de comunicación como los funcionarios judiciales deberían proteger la confidencialidad del caso. Dado que Mili está desaparecida y se han pedido los procesamientos antes mencionados en el marco de un delito de explotación sexual de menores, es clara la sospecha de que podría ser víctima de una red de trata, y en consecuencia su caso debería estar amparado por lo definido en la Ley 19.643 de “Prevención y combate de la trata de personas”.

La ley de trata, aprobada en julio de 2018, que aún hoy no cuenta con presupuesto asignado, define claramente en el inciso D de su Artículo 4 que es víctima de trata “[...] La persona que, individual o colectivamente, haya sufrido daño físico, psíquico, emocional, patrimonial, económico o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales como consecuencia de la trata o la explotación de personas, sea nacional o extranjera e independientemente de que se identifique, aprehenda, investigue o condene al autor del delito”. En la expresión “víctima” se incluye a los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización. En este marco, las familias deben ser protegidas en su calidad de víctimas tanto por el Estado como por los medios de comunicación.

Poner el foco en las víctimas en lugar de en los victimarios o en la ineficiencia del Estado es un grave error, que pone en peligro a las víctimas de este caso y puede contribuir al entorpecimiento en los procesos judiciales que se están realizando para dilucidar lo sucedido con Milagros. Este tipo de abordajes de algunos medios masivos de comunicación lo único que logra es alimentar el morbo mediático, revictimizando a una joven que se encuentra desaparecida y a su familia. De algún modo, la vuelve a desaparecer. Es una modalidad que lamentablemente no sorprende, ya que es replicada en la amplia mayoría de las noticias sobre violencia de género y femicidios, en las cuales se apunta con el dedo a las víctimas cuestionando qué hicieron y qué no hicieron, en lugar de apuntar a los victimarios y a una Justicia que no logró proteger a las mujeres, niños/as y personas trans.

Se trata de un mecanismo que construye discursivamente a la víctima como responsable de su situación, o en algunos casos, incluso como victimaria. Es una víctima dudosa, que está en la mira para ser juzgada, que tiene que demostrar ‒aunque no pueda porque no tiene voz propia‒ su inocencia. Algo que jamás ocurre en los delitos contra la propiedad, en los que la relación agredido-agresor se presenta nítida y diferenciada. Los medios no dan voz al abogado de quien comete el hurto o la rapiña, no se preguntan por la familia del agredido ni por sus hábitos sexuales, sociales o de consumo, sugiriendo algún tipo de responsabilidad de la víctima. Sucede que la protección de la propiedad no es algo que esté en cuestión, pero los cuerpos de las mujeres sí. En especial esos cuerpos que no importan, de adolescentes y mujeres adultas empobrecidas, que son foco de todo tipo de intervención y se configuran socialmente como “peligrosos”. Esta maquinaria hace de ellas “malas víctimas”, con las cuales se hace difícil la empatía, funcionando más como un mecanismo de disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres que como condena social a los tratantes y “consumidores”, reforzando la desigualdad estructural que subyace a la explotación sexual. Terminan siendo parte de la reproducción del orden patriarcal y no de su denuncia y desestabilización, engrosando un sentido común que determina para “ella la culpa y para él la disculpa”. Canal privilegiado de lo que Rita Segato denomina “pedagogía de la crueldad”.

De parte del colectivo Dónde están nuestras gurisas y de los familiares de gurisas que se encuentra desaparecidas hoy en Uruguay, les exigimos a los medios de comunicación un tratamiento responsable de la información que difunden. Les invitamos a posicionarse como medios de comunicación, que se unan al reclamo de justicia de las familias y que le reclamen respuestas al Estado. Les invitamos a convertirse en una prensa que denuncie la falta de recursos para la ley de trata, que visibilice la soledad en que se encuentran las familias al momento de denunciar desapariciones, la falta de abogados de oficio que les permitan dar seguimiento a los casos ante su falta de recursos económicos, el encajonamiento de los expedientes. Les invitamos a convertir su ejercicio periodístico en un acto de denuncia de una Justicia que les dice a las familias que vayan a investigar por su cuenta. Queremos una prensa que remarque los errores de la página web de personas ausentes del Ministerio del Interior ‒que incluye casos de gurisas que ya aparecieron y que no contempla casos de gurisas que están hoy desaparecidas‒, una prensa que le exija datos confiables al Estado, que contribuya a que la trata de personas se ponga en la agenda pública de Uruguay y a que la ley de trata se aplique.

No queremos que otra vez las víctimas tengan que salir a defenderse de injurias cuando están, cuando estamos, buscando a nuestras hermanas, hijas, nietas y amigas, que siguen sin aparecer. Nos seguimos preguntando y también queremos que se lo pregunte la prensa: ¿dónde están nuestras gurisas?

Melissa Cabrera, Analía Flores, María Delia Cúneo, Georgina Barria, Eva Taberne, María Zino, Rocío Calvo, Tatiana García y Mariana Matto integran el colectivo Dónde están nuestras gurisas.

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