Nada alimenta tanto al olvido como la impunidad. Durante estos 33 años se ha desarrollado un discurso –a veces avasallante, otras silencioso– con el que se busca construir un relato sobre el pasado reciente. Según ese relato, lo que vivió Uruguay durante las dictaduras del Plan Cóndor no fue más que una pesadilla pasajera y circunstancial que es mejor dejar atrás, olvidar.
El terrorismo de Estado no quiere que exista memoria de ese pasado, y espera pacientemente que ya no queden voces para contar lo que verdaderamente pasó. No quiere que se alerte sobre la posibilidad de que se repita en el futuro y regrese a destruir lo que quedó en pie: la memoria. Por eso, darle un sentido pedagógico al Nunca Más es un deber imprescindible del presente.
El 22 de diciembre de hace 33 años, la mayoría de los legisladores del Partido Nacional y del Partido Colorado aprobaron una ley destinada a impedir que los ciudadanos uruguayos acudiéramos ante los tribunales a reclamar un derecho constitucional: el de la justicia. Era algo más que una norma legal lo que se estableció en esa fecha: era parte de una pieza sustancial en la construcción de una cultura de impunidad que sobrevive aun después de que la ley de caducidad dejara de tener efectos legales en estos últimos años.
Si fuera por esa decisión de los dos principales partidos que hoy integran la coalición multicolor junto con aquellos que impusieron la “lógica de los hechos”, los restos de Fernando Miranda, Ubagésner Chaves Sosa, Blanco, Julio Castro y Eduardo Bleier continuarían secuestrados en poder de las Fuerzas Armadas; los pocos criminales de lesa humanidad procesados y los menos aun condenados gozarían de la más inmoral impunidad; los hijos apropiados continuarían en poder de los apropiadores; el más de medio centenar de solicitudes de procesamiento no existirían.
Sin embargo, después de aquel 22 de diciembre de 1986, la larga lucha por verdad y justicia no caducó para una parte de nuestra sociedad que se las ingenió para ir derrumbando barreras y muros que muchos pensaron inexpugnables. Aquella ley arbitraria, inmoral e inconstitucional ya no es el impedimento jurídico para que haya verdad y justicia. Pero, a pesar de todo, la cultura de la impunidad persiste.
El avance sustancial que se produjo con el restablecimiento de la pretensión punitiva del Estado –gracias a esas luchas sin desmayo– no ha sido suficiente para garantizar que las violaciones de los derechos humanos cometidas por el terrorismo de Estado sean objeto de una actuación eficaz del sistema judicial y de todas las instituciones del Estado. Algunos responsables de crímenes cometidos al amparo del terrorismo de Estado (pocos, por cierto) pudieron ser procesados al haber sido eliminada la impunidad jurídica. Muchos aún continúan impunes en razón de una impunidad fáctica.
Todos los enjuiciados viven su reclusión con privilegios que otros delincuentes no poseen. Muchos gozan de prisión domiciliaria indebida.
Pese a que el Poder Ejecutivo en la actualidad no puede ser el perro guardián de la impunidad instalado a las puertas de los tribunales, según lo establecía la ley de caducidad, los ciudadanos que acuden a los juzgados no tienen la seguridad de que sus derechos serán atendidos en tiempo y forma. Esa triste y lamentable suerte para las víctimas, para sus familiares y para la sociedad, es la que sufren las causas radicadas ante los tribunales.
El mantenimiento en nuestro ordenamiento jurídico interno, por muchos años, de una norma como la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado no sólo expuso al país ante la comunidad internacional. También cobijó otras formas de impunidad como las que se han denunciado sobre la actuación de los servicios de inteligencia o las amenazas a defensores de los derechos humanos.
Ese modelo de convivencia social que experimentó nuestro país, que tuvo como telón de fondo la impunidad, afectó tan profundamente a toda nuestra sociedad que no escaparon a ella connotados personajes políticos de la llamada izquierda. Que las generaciones actuales y futuras puedan reclamar la plena vigencia de todos sus derechos humanos, sin miedos, sin obstáculos, no es una expresión de la “estupidez humana”, como sostiene la incontinencia verbal de un ex presidente. Es defender que el Estado investigue, juzgue, restablezca y repare los derechos vulnerados al amparo o con la complicidad del poder del Estado.
Esa es una señal sana que deberían dar con claridad las instituciones democráticas.
Raúl Olivera Alfaro es integrante de la Secretaría de Derechos Humanos del PIT-CNT y coordinador del Observatorio Luz Ibarburu.