En 1986, el entonces presidente brasileño José Sarney lanzaba el Plan Cruzado, un programa económico heterodoxo orientado a contener la creciente inflación. Más acá en el tiempo, podríamos decir que la llegada de Jair Bolsonaro trae consigo un nuevo plan cruzado en Brasil. Pero, a diferencia del anterior, no es un plan económico, sino que se parece más bien a un proyecto bíblico, a tono con las cruzadas del Sacro Imperio Romano Germánico. Vale recordar que el eslogan central de la campaña bolsonarista fue “Dios por encima de todos”.
Este proyecto parte de un diagnóstico de fondo: el país está sumergido en una degradación de valores y principios considerados como naturales, y los artífices de esa decadencia han sido el marxismo, las ideologías “igualitaristas” que proponen las minorías sexuales y los sectores liberal-progresistas. El propio Bolsonaro, las iglesias evangélicas, la famosa bancada de la Biblia y buena parte del gabinete conforman este grupo de “cruzados” que busca restablecer un orden perdido. El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, es un miembro destacado de este grupo, integrado también por figuras muy cercanas a Bolsonaro, como su hijo Eduardo y el “gurú” presidencial Olavo de Carvalho. De hecho, ellos fueron quienes recomendaron a Araújo para que tomara las riendas de Itamaraty.
A diferencia de los cancilleres de la gestión de Michel Temer, Araújo es un diplomático de carrera, aunque sin una trayectoria destacada: hasta su nombramiento, nunca había sido embajador ni había ocupado un cargo jerárquico en Itamaraty. Tampoco es un intelectual de las relaciones internacionales, como han sido sus predecesores Celso Lafer, Luiz Felipe Lampreia o Celso Amorim.
En materia de política exterior, Araújo y el grupo de los cruzados tienen una mirada huntingtoniana del mundo, al concebir a las identidades culturales como civilizatorias. En este marco, son partidarios de un alineamiento con Estados Unidos como parte de una empresa contra la decadencia moral de Occidente, en la que también participarían Israel, Italia, Hungría y Polonia. El propio Araújo definió a Trump como un “salvador de Occidente” contra el “globalismo”, un sistema calificado como “antihumano y anticristiano”, basado en la globalización del “marxismo cultural” y propiciado por Europa, China, el socialismo bolivariano, el Foro de San Pablo y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En este marco, proponen redefinir los vínculos con Beijing y alejarse del multilateralismo y los regímenes internacionales. Ejemplos de ello son los ataques al Mercosur por ser un organismo “demasiado ideologizado”, la salida de Brasil del pacto migratorio de la ONU, la renuncia a organizar la cumbre global sobre el clima COP25 (su realización estaba prevista para este año en Brasil), la intención (aún no concretada) de retirarse del Acuerdo de París sobre cambio climático o las críticas que Olavo de Carvalho disparó sobre un grupo de parlamentarios del bolsonarista Partido Social Liberal que viajó a China a comienzos de enero.
Asimismo, los cruzados comparten una mirada distante hacia América Latina. Consideran que la izquierda bolivariana es una amenaza, y en este marco promueven una postura dura contra Venezuela. Algunos de ellos llegaron a mencionar a la intervención militar externa como una opción viable, en sintonía con los “halcones” de la Casa Blanca. Eduardo Bolsonaro, considerado por muchos como un canciller paralelo, es quien oficia de interlocutor privilegiado con Washington.
La falta de socios en los gobiernos latinoamericanos también contribuye a un distanciamiento de la región. Al menos hasta el momento, los gobiernos de derecha importantes siguen siendo más bien liberales. Ni Mauricio Macri ni Sebastián Piñera están dispuestos a desafiar a China, y mucho menos a cuestionar los cánones de la globalización. Brasil tampoco asumió un alto perfil en el Grupo de Lima y resta ver si participará –y en qué medida– en la conformación de Prosur, el nuevo organismo sudamericano que promueven Chile y Colombia para reemplazar a la Unasur. El único intento del bolsonarismo de establecer algún tipo de política regional fue la organización de la Cumbre Conservadora de las Américas, en diciembre de 2018. Sin embargo, salvo el ex presidente colombiano Álvaro Uribe, casi todos los que asistieron son figuras marginales en la política de sus respectivos países.
Ahora bien, más allá de las creencias personales, resulta importante preguntarse hasta qué punto las ideas de los cruzados se pueden efectivamente plasmar en la política exterior brasileña. En primer lugar, existen algunos factores limitantes que podríamos denominar como estructurales. Por caso, resulta difícil prever que las relaciones con China se vean seriamente afectadas, cuando el gigante asiático es el principal destino de las exportaciones brasileñas. Exportaciones que, además, están mayoritariamente compuestas de soja, minerales, derivados del petróleo, productos forestales y carne, bienes producidos por los grupos económicos que más apoyan a Bolsonaro.
Algo similar sucede con la Unión Europea, segundo destino de las exportaciones brasileñas, y con el Mercosur, ya que Brasil es el único miembro con balance comercial superavitario intrabloque y la mayor parte de los productos que les vende a sus socios son de alto valor agregado.
Sumado a lo anterior, existen otros condicionantes al programa internacional de los cruzados que tienen que ver con la propia conformación del gobierno. Como toda política pública, la política exterior está sujeta a las pugnas de distintos actores del Estado y la sociedad.
Uno de estos sectores es el que podríamos calificar como liberales globalistas. Su exponente más destacado es el súper ministro de economía, Paulo Guedes. Este sector promueve una apertura económica y una adaptación acrítica a los cánones de la globalización financiera y económica. Como explica Amado Cervo, es una estrategia pensada de afuera hacia dentro, mediante la cual los intereses nacionales se diluyen en el orden creado por el multilateralismo de las relaciones internacionales: la llamada gobernanza global.
Los liberales comparten con los cruzados una concepción minimalista del Estado y la idea de estrechar el vínculo con Estados Unidos. La diferencia radica en que los cruzados enfatizan la dimensión ideológico-cultural de esa alianza, mientras que los liberales lo hacen desde el punto de vista económico-financiero.
Aunque los liberales globalistas puedan ser minoritarios dentro del gobierno federal, su agenda de apertura económica, desregulación estatal y liberalización del comercio es la que genera mayores expectativas en el establishment económico internacional. El balance que los medios y economistas mainstream hicieron del discurso de Bolsonaro en el Foro Económico Mundial es un buen ejemplo de ello. Poco les importó que el presidente afirmara defender a la familia, a los “verdaderos” derechos humanos o que prometiera que la izquierda no tendrá lugar en América Latina. Más que diatribas ideológicas y culturales, el mundo de las finanzas esperaba escuchar definiciones concretas en temas como privatizaciones y reforma del sistema de jubilaciones.
Las Fuerzas Armadas son otro de los actores que condicionan el diseño de la política exterior brasileña. Los militares tienen un peso notable en el gobierno federal: el vicepresidente es el general retirado Hamilton Mourão ,y la mayor parte de las primeras y segundas líneas ministeriales están a cargo de uniformados.
Históricamente, los militares brasileños han tenido su propia visión del rol que debe tener el país verdeamarelo en el mundo y cómo llevarlo a cabo. Si bien en el último tiempo parecen haber aggiornado su vertiente nacionalista, aceptando una liberalización condicionada de la economía, la cosmovisión castrense se sigue basando en una conjunción de autonomía y desarrollo nacional. En este sentido, para las Fuerzas Armadas brasileñas el error en la política externa del Partido de los Trabajadores no fue ideológico, en tanto haber profundizado los vínculos con gobiernos “comunistas”, sino más bien geopolítico: Lula y Dilma privilegiaron la internacionalización de las empresas brasileñas por sobre el desarrollo del espacio interno. Un spot bolsonarista difundido por redes sociales durante la campaña reflejaba bien esta idea: allí se cuestionaba el rol de Brasil en la construcción de autopistas, oleoductos, ferrocarriles y represas en países de América Latina y África, cuando el nordeste del país languidece por su falta de infraestructura.
El malestar de la corporación castrense ha sido notorio el mes y medio que lleva el gobierno de Bolsonaro: los militares ya frenaron algunas iniciativas importantes, como la posible privatización de Petrobras o la inclusión de las Fuerzas Armadas en la reforma del sistema de pensiones. En materia de política exterior, Mourão –contrariamente a lo que muchos suponían– no es un subordinado más al presidente y su núcleo duro y, mucho menos, una figura decorativa: mientras Bolsonaro estaba en Suiza asistiendo al Foro de Davos, Mourão se reunió en calidad de presidente en ejercicio con embajadores y diplomáticos de distintos países. Luego de ello, expresó sus reparos al alineamiento incondicional a Estados Unidos, vetando la posible cesión de la base de Alcántara y la mudanza de la embajada a Jerusalén. Lo mismo sucedió con la idea de distanciarse de China y de una posible intervención armada en Venezuela. “No es de nuestra política exterior intervenir en asuntos internos de otros países”, declaró en su momento Mourão. El general considera que estas propuestas son inconducentes y apuntó a Araújo como su principal ideólogo, deslizando que no tiene las condiciones necesarias para comandar la estrategia externa del país.
En definitiva, Bolsonaro y sus cruzados enfrentan resistencias concretas que les impiden avanzar libremente en su agenda internacional. Parafraseando a Dani Rodrik, esto hace que se produzca un trilema en materia de política exterior: si combinan su agenda con las del sector liberal, deberán resignar buena parte de su “lucha cultural” en nombre del pragmatismo económico y, además, enfrentarse con las Fuerzas Armadas. Por otro lado, darle demasiado lugar a los militares puede afectar el alineamiento con Estados Unidos y la profundidad de las reformas económicas que, según el gobierno, son la garantía para el crecimiento de la economía. Desde ya, la tercera combinación –la de militares y liberales–, aunque es la menos probable, daría como resultado una inaceptable secularización de la política exterior. Como buen creyente, todo indica que Bolsonaro deberá atender a aquel pasaje bíblico que reza “soportándoos unos a otros”.
Alejandro Frenkel es politólogo y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.