Opinión Ingresá
Opinión

Cómo educar después de la pandemia

5 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

De la modernidad a esta parte, diversos enfoques teóricos socioeconómicos han insistido en depositar en la educación la responsabilidad de saldar las desigualdades sociales. El fundamento de que la educación es capaz de situar a las personas ante las mismas posibilidades de acceso al trabajo, la vivienda y el ejercicio de la ciudadanía ha encontrado como principal aliada a la teoría del capital humano, influyente en los debates y en la planificación de políticas educativas. De esta manera, afirmaciones como que más y mejor inversión en educación son soluciones en sí mismas a los problemas sociales se instalan como verdades irrebatibles.

Tras la declaración de emergencia sanitaria el 13 de marzo, se suspendió la asistencia de estudiantes en todos los centros educativos públicos y privados del país. Desde entonces la enseñanza parece tener un papel central en el combate a este nuevo enemigo social llamado coronavirus. Las clases se suspenden pero no se detienen, y lo virtual emerge como única opción. Las escuelas y los liceos, contestes con las palabras de la ministra de Economía y Finanzas, Azucena Arbeleche, “los motores de la economía no se apagan”, se apuraron a reactivarse.

En las últimas semanas, la palabra “teletrabajo” irrumpió en las conversaciones cotidianas y también en el ámbito docente. Ahora bien, denominar a este cambio en la modalidad de enseñanza “teletrabajo” o “teleducación” no debería aceptarse sin al menos pensar en dos dimensiones importantes: lo propio del trabajo docente y los fundamentos éticos de la enseñanza.

La incorporación de las tecnologías de la información y la comunicación en el ámbito educativo ha significado un aporte innegable en la enseñanza; la utilización de recursos como plataformas educativas o aulas virtuales complementa la actividad docente, pero no la sustituye. Naturalizar que enviar tareas o sugerir lecturas a distancia es teletrabajar implica profundizar el desprestigio de la formación pedagógica y la especificidad de la asignatura que se enseña. Los/as docentes no “tiran piques” sobre qué ver o leer, o en qué sitio web consultar; estas acciones colaboran en un momento particular y por un tiempo determinado, pero no son educativas ni pedagógicas en sí mismas. Nuestra tarea tiene razón de ser en el encuentro con los/as estudiantes y sus particularidades, en mostrar saberes y construir con los/as estudiantes experiencias de enseñanza y aprendizaje en encuadres institucionales específicos.

Esta forma de teletrabajo en la educación precariza y genera pérdida de salario. El trabajo que estamos realizando en nuestras casas conlleva el uso de recursos y materiales propios (o la exigencia de adquirirlos), aumenta el consumo de servicios como la electricidad e internet, que desde el 1º de abril se pagan 10% más caros.

¿Cuáles son las nuevas condiciones de salud laboral bajo esta forma de trabajo no elegida? ¿Qué problemas traerá aparejado el hecho de estar horas sentados/as frente a pantallas, sin horarios delimitados, teniendo que asumir la responsabilidad de las condiciones y los recursos de los que disponemos para cumplir con la tarea? ¿Todos/as pueden estar en línea?

Al respecto de las nuevas condiciones que se instalan en el ámbito educativo, las únicas que hasta el momento han presentado posturas críticas son las trabajadoras de la educación. Este hecho no es una casualidad: en las últimas semanas educadoras, maestras y profesoras han tenido que proponer tareas, comunicarse con sus estudiantes, participar en videoconferencias y hacer devoluciones al mismo tiempo y/o en el mismo espacio que están maternando, cuidando y sosteniendo la vida de otros/as. Quedarse en casa en estas condiciones no es ningún privilegio.

Cabe decir también que las elecciones de horas docentes sí quedaron suspendidas y no se reanudarán hasta después de semana de turismo, garantizar el trabajo y la seguridad social de cientos de profesores/as que están aún sin trabajo habiendo horas y grupos para elegir no corrió con la misma prisa que activar el dictado de cursos.

La reflexión sobre los fundamentos éticos de la enseñanza, con qué sentido enseñar en estas circunstancias o, en todo caso, cuáles serían esos saberes, requiere un desarrollo mayor. ¿Qué hay realmente detrás de la preocupación de las autoridades de la educación, inspecciones, directores y adultos en que no se pierdan clases? ¿Cuál es el sentido de continuar los cursos curriculares en medio de una situación de dimensiones mundiales que genera incertidumbre y miedo por su novedad y peligrosidad? ¿Es posible construir una educación desde la ética en este contexto?

Algunas definiciones que se han tomado en las últimas semanas en materia educativa ponen de manifiesto el funcionamiento burocrático en el que se encuadra nuestra enseñanza, haciendo foco en la administración del tiempo de los/las estudiantes mediante tareas, deberes, consignas y piques. Una sobreexigencia que no siempre es posible ni deseable acompañar por diferentes motivos.

Nuestro fundamento ético para enseñar no tiene que ver con administrar la vida de los/as estudiantes. La enseñanza es ética cuando toma como punto de partida el principio de responsabilidad ante la presencia de un “otro”.

El acontecimiento pedagógico como tal se difumina en el tiempo y en el espacio y da lugar a la colonización de la cultura, en la que se refuerzan imaginarios de espacios privados, lógicas familiares, formas y tiempos de estudio estandarizados.

Una educación sin tiempo ni espacio sólo puede ser concebida desde un fundamento ético estrictamente formal, los valores morales se resuelven por medio de procedimientos, con reglas universales e imparciales que valen supuestamente para cualquier ser racional. Esta forma de enseñanza desconoce la dimensión formativa y socializadora de los/as estudiantes en sus singularidades y/o la posibilidad de construirlas en la interacción con otros/as.

Deberemos preguntarnos, ante este escenario, cuáles son las alternativas que realmente generan vínculos educativos, o si en nombre de reforzar la filiación no estamos gestionando el tiempo libre, estandarizando procesos, reproduciendo las desigualdades, inhabilitando la crítica y el tiempo de reflexión. ¿Quiénes son los que no pueden esperar?

Nuestro fundamento ético para enseñar no tiene que ver con administrar la vida de los/as estudiantes. La enseñanza es ética cuando toma como punto de partida el principio de responsabilidad ante la presencia de un “otro” al que necesito en su singularidad para vivir.

Muchos/as docentes no llegaron a encontrarse ni una vez con sus estudiantes en los salones de clases. El imperativo de continuar con los cursos bajo cualquier circunstancia interpela la ética en la enseñanza cuando este hacer sin detenerse no repara en que hay dimensiones de la otredad del/la estudiante que quedan omitidas o contenidas en un mensaje principalmente escrito, mediado por la pantalla, por formatos estandarizados en tipos de letra; no caben en las plataformas educativas la expresividad de los rostros, la gestualidad corporal, la voz, los trazos ni la espontaneidad.

Los/as docentes enseñamos mostrando a los/as estudiantes cómo es el mundo que habitamos; la matemática, la filosofía, la literatura, la danza, el deporte, la historia, la química constituyen ese mundo compartido. Los grandes acontecimientos históricos, como el que será sin dudas esta pandemia, nos demuestran que evidentemente no sabemos completamente qué mostrar –nunca lo supimos–, pero la autoridad docente no descansa en eso, sino en asumir responsabilidad con respecto al mundo que vendrá, por lo tanto, sobre quienes serán sus protagonistas. En esta línea, la pensadora Hannah Arendt plantea que educar es amar el mundo y asumir esa responsabilidad para salvarlo de la ruina, que si no fuera por la llegada de los niños, niñas y adolescentes sería inevitable.

Las rigideces del sistema educativo intentan sobrevivir al mismo tiempo que se abre un campo de posibilidades ¿Cómo asumir la responsabilidad de la continuidad de un otro/a del que no sé sus particularidades? ¿Qué ofrecen las plataformas para estudiantes con dificultades de aprendizaje? ¿Con quién hacen las tareas los/las niños/as que no cuentan con una figura adulta que pueda acompañar y asistirlos/as? ¿Cómo dar a conocer el mundo pandémico habilitando condiciones para una existencia futura? ¿Cómo mostrar que uno/a nunca se basta a sí mismo, que es imposible sobrevivir solo/a? En todas las épocas los humanos nos necesitamos. ¿Por qué negarlo? ¿Cómo enseñarlo?

Gabriela Miraballes Cortinas y Sofía Velázquez Serra son profesoras de educación secundaria.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura