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Ley de inteligencia, o la consagración del Gran Hermano

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Augusto Gregori suspira. “Los historiadores del futuro van a encontrar una mina de oro en las actas de la discusión de la nueva ley de inteligencia de la LUC [ley de urgente consideración]. Cuando lean que algunas agencias de inteligencia extranjeras lograron que Uruguay cambie su legislación de acuerdo a sus sugerencias, se van a caer de espaldas”.

No es lo más grave del proyecto, dice Augusto Gregori, quien por ocho de los 15 años de gobierno del Frente Amplio fue el coordinador de inteligencia del Ministerio de Defensa Nacional (MDN). El texto camino a ser aprobado “debe preocupar a todas las personas, a todas las empresas y sindicatos, y a todas las organizaciones de este país”, porque a todos afecta, sostiene. Esto, por los extensos poderes y la falta de contralor judicial, legislativo y hasta del Consejo de Ministros de las tareas que de por sí y ante sí decidirá quien encabece el Servicio de Inteligencia Estratégica del Estado (SIEE) y que el propio organismo califique de “secretas”. Esa potestad se crea por los artículos 121 a 129 de la LUC, como vértice del actualmente existente Sistema Nacional de Inteligencia del Estado (SNIE), surgido tras ocho años de labor en comisión parlamentaria, hasta 2018, y por una ley votada por unanimidad.

Ahora se creará en los plazos de la LUC, con una urgencia que quien está propuesto para encabezarla, Álvaro Garcé, justifica como “indispensable para el trabajo con agencias internacionales”, que no nombró. Dice también que no hubo un pedido formal de estas “sino sólo conversaciones”. También dice que en el intercambio con “otras agencias”, la función de inteligencia “se basa en la confianza”, pese a que es una relación que puede afectar la soberanía. El principio general de recibo es que la relación no debe darse en esos términos, sino basarse en la compatibilidad de intereses, con criterios similares a los que guían la política exterior de un país y a su clásico mojón de que “no hay aliados permanentes, sino intereses permanentes”.

La propuesta contenida en la LUC es crear un organismo descentralizado del Poder Ejecutivo, en el ámbito de la Presidencia de la República y que responda sólo al presidente –aunque no establece si este lo controlará y cómo, en acciones de las que es el único responsable político–. Sólo el presidente puede desclasificar la información secreta actuando en el Consejo de Ministros. No está precisado hasta cuándo estará embargado el archivo calificado de secreto, pero si es por todo el período presidencial, el siguiente titular del Ejecutivo podría desclasificar toda la información de un plumazo, para desembarazarse de esa responsabilidad y con consecuencias políticas abruptas e impredecibles, en lo que debería ser una política de Estado. Tan impredecible es el escenario que se quiere, que la información –que puede ser rotulada como secreta a cualquier altura de su proceso de conversión en inteligencia– puede provenir de cualquier fuente, incluso de una que confíe en la eternidad de su carácter secreto.

Se propone la creación de un cargo de subdirector, que no está especificado que necesite la venia del Senado como el titular ni si será un cargo de confianza, pero que tendría las mismas atribuciones; si este tuviera que ser subrogado, lo sería por el funcionario de mayor jerarquía.

El titular del SIEE no coordinaría el trabajo (como establece hoy para su jerarquía el SNIE, creado por la Ley 19.696), sino que lo dirigiría, con lo que no propone los objetivos, medidas y procedimientos, sino que los dispone por sí y ante sí. El nuevo organismo tendría el mismo acceso al secreto bancario y tributario que la Secretaría Nacional para la Lucha Contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo (Senaclaft), lo cual, junto con las demás potestades omnímodas y carentes de contralor del SIEE, abre la posibilidad en ese panorama de marcada opacidad –es necesario consignarlo– de actos espurios y aun corruptos.

Las potestades del nuevo organismo incluyen la facultad de determinar la política nacional de inteligencia “que colabore a la consecución de objetivos nacionales y a la defensa nacional”. Por lo tanto, por sí y ante sí, el director del SIEE tiene iniciativa por encima de las Fuerzas Armadas y del MDN, y de las definiciones de las inteligencias de los ministerios de Economía y Relaciones Exteriores, entre otros. Por ejemplo, podría reglar relaciones internacionales, condicionándolas con su evaluación al margen de la cancillería.

El texto camino a ser aprobado “debe preocupar a todas las personas, a todas las empresas y sindicatos, y a todas las organizaciones de este país”, porque a todos afecta.

Tal como le marcó la oposición a Garcé en comisión parlamentaria, esta nueva ley perfora otras ya existentes, como la propia del SNIE, la de Acceso a la Información –Garcé explicitó que no puede haber información secreta en lo que refiere a violaciones de los derechos humanos, pero no precisó, pese a la pregunta específica de Ope Pasquet, si se refería a violaciones en el período de la dictadura cívico-militar o a violaciones en general– y la de Defensa Nacional.

La información secreta se diferencia de otras categorías en que clasifica su producción el organismo, pero de acuerdo a la definición que plantea el proyecto de ley, es difícil determinar cuál no lo sería. Pues la información secreta comprende actos, documentos, registros y actividades del SNIE que se considere que dañan al Estado de derecho, a la independencia del Estado respecto de otros y de organismos internacionales (¿también los tratados vinculantes?), acuerdos en materia de inteligencia “y cualquier otro material e insumo que pueda provocar daño a la soberanía e integridad de la nación”. No están especificadas las condiciones en que el “puedan” alcance un grado de viabilidad ni los límites de lo que se entiende por “daños”.

El promitente titular del SIEE negó expresamente que se vayan a realizar operaciones de inteligencia, aunque el mero hecho de elegir un objetivo específico es consecuencia de una operación al menos mental. En otra parte de las actas se definen funciones del organismo como ejecutar, procesar, formular, exponer y conducir, lo cual habilita operaciones de campo. Pero además, la función de inteligencia está de por sí destinada a incidir en acciones políticas, en el más amplio sentido del término, modificándolas. Esto comprende cambios de tesitura y acciones físicas; no hay otra manera de verlas sino como operaciones. “La información no es un mueble, no es algo estático; es algo vivo”, señala Gregori.

Lo más grave que se le critica al proyecto de ley es que de hecho habilita la pesquisa secreta, abolida en su momento por la Constitución (artículo 22). El propio Garcé se adelantó a la crítica, negando la posibilidad: “La ley es absolutamente respetuosa del Estado de derecho y de las garantías de las personas. Nadie va a estar sometido a ninguna clase de pesquisa secreta. El SNIE –y en general todos los órganos que componen el sistema de inteligencia del Estado– no va a estar para investigar ilegalmente a organizaciones, personas o partidos políticos”, expresó Garcé. Pero su buena intención no parece alcanzar para diluir la crítica: en estas condiciones, la pesquisa secreta que preocupó a los constituyentes es perfectamente posible.

Muchos, si no todos los invitados a las comisiones parlamentarias, dejaron constancia de su buena opinión sobre Garcé. Pero él está propuesto para encabezar un organismo de unos 800 funcionarios que se manejarán en ese mundo secreto sin control externo, y con un subdirector que no se conoce. Además, las personas pasan y las instituciones quedan. Y con ellas, la aprehensión –en el sentido de la captación y aceptación subjetiva de un contenido de conciencia, de captar la realidad circundante– es que se está ante algo más que la instauración del Ministerio de la Verdad de 1984, de George Orwell. Se está ante su Gran Hermano, propiamente dicho.

Andrés Alsina es escritor y periodista.

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